Lecturas
La escena captada en una fotografía de Cohner que publicó en 1880 La Ilustración Cubana, no puede ser más elocuente. En el interior de un mesón o taberna rural —no deja duda sobre esto el paisaje que se aprecia por la puerta abierta— bebe y conversa animadamente un grupo de personas, y una pareja ejecuta un zapateo, género típico de los campos cubanos que ya nuestros campesinos no bailan. Él viste una holgada camisa blanca, de manga larga, que luce por fuera del pantalón, y lleva sombrero y pañoleta. Baila con las manos cogidas en la espalda, mientras que ella alza ligeramente la falda para facilitar el movimiento y muestra tres sombreros, uno encima del otro como prueba del número de compañeros que ha vencido en el transcurso de la danza. Cada uno baila solo, pues es un baile de pareja suelta en que los pies se mueven de manera especial y los tacones se hacen sentir contra el suelo. En el extremo inferior derecho de la foto, que un dibujante copió en pape-ross —dibujo que perteneció a la colección de Conrado Massaguer— un pequeño conjunto hace sonar la música. Son tres los instrumentos: una guitarra, un triple y un güiro, y la música, con versos del Cucalambé, parece escucharse:
«El que del tiple al punteo / y al rumor del calabazo, / con limpio desembarazo / baila alegre el zapateo».
El baile es la más antigua, difundida y arraigada diversión del cubano. La Habana es la ciudad más bailadora del mundo. Se baila aquí más que en París y Nueva York. Cualquier espacio, por reducido que sea, resulta válido para ello y no sorprende a estas alturas el espectáculo que regalan algunos cuando en la parada del ómnibus o en el ómnibus mismo se contonean solos al ritmo de una música que llevan acoplada a los oídos.
Parece que siempre fue más o menos así si damos crédito al testimonio de Nicolás Tanco y Armero, un colombiano que organizó el tráfico de chinos a Cuba y se enriqueció en el empeño. Camina Tanco por la ciudad y anota en sus memorias: «La pasión dominante es el baile; todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición… Las mismas danzas se bailan en el palacio que en el bohío… Todo el día se oyen tocar las danzas, ya en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyo sonido suelen bailar los paseantes. Muchas veces he pasado a mediodía por una de aquellas casas que dan al Circo: la música ha herido mis oídos…».
La primera orquesta con que contó La Habana se conformó a finales del siglo XVI. Poco antes, en 1582, una Relación de vecinos de La Habana y Guanabacoa no consignaba a ningún residente de esas localidades que fuese músico de profesión. Sin embargo, en Santiago de Cuba existía ya en esa fecha una pequeña agrupación que tocaba tanto en fiestas como en ceremonias religiosas. La integraban dos tocadores de pífano, un tocador de violón de nombre Pascual de Ochoa, y dos negras libres dominicanas, oriundas de Santiago de los Caballeros, las hermanas Micaela y Teodora Ginés. Pero dos de ellos —qué actual parece el pasado— se desgajaron del grupo a fin de buscar vida en La Habana, que desde 1553 era la residencia oficial del Gobierno de la colonia y contaba con líneas marítimas que la conectaban con las ciudades de Veracruz y Cartagena, transformándola en la llave del Nuevo Mundo. Así Ochoa y Micaela se unieron con un violinista y un tocador de clarinete para formar un cuarteto.
Ese conjunto gozó de gran popularidad. Era el único. Lo reclamaban en bailes y diversiones y también en la parroquia en ocasión de festividades solemnes.
En 1798, apunta el cronista Buenaventura Pascual Ferrer, el baile, como diversión más apetecida, lindaba casi en la locura. No menos de 50 bailes diarios tienen lugar en La Habana de entonces. Existe una sociedad donde se baila por suscripción. Asisten las familias más distinguidas. La gente principal contrata a buenos músicos para sus fiestas y danza a la francesa. Los que no pueden darse ese lujo, lo hacen al son de una o dos guitarras y un calabazo hueco con hendiduras.
El 28 de febrero de 1838, hace ahora 180 años, se inaugura el Teatro Tacón con un gran baile de máscaras en el que participan, se dice, unas 7 000 personas. Casi diez años después, a su paso por La Habana, escribía el vizconde D’Harponville: «El año entero es un solo baile y la Isla un solo salón. Cuando no se baila en las sociedades líricas, en los casinos o en los pueblos de temporada, se baila en la propia casa de familia, muchas veces sin piano ni violín, y con solo el compás de la voz de los bailadores».
En los carnavales, el baile cobra tintes de arrebato. Samuel Hazard, autor del libro Cuba a pluma y lápiz, acude, en los meses anteriores al inicio de la guerra del 68, a un baile de carnaval en el Liceo Artístico y Literario de Matanzas. Al filo de la media noche sale a la plaza a fin de tomar un poco de aire fresco. El espectáculo lo deslumbra. Hay tal profusión de luces, recuerda Hazard, que parece que se está en pleno día. Y también música y baile por doquier, canto, júbilo, diabluras. Gente de todas las edades, sexos y colores, mezclada en una confusión inextricable, que se divierte al aire libre.
Ahí no acaba la fiesta, sin embargo. Alguien invita a Hazard al baile de máscaras que está a punto de comenzar. Acepta el viajero la convidada y aprecia en el salón a blancos y negros, ansiosos de baile y ruido, que ejecutan todas las figuras de la danza criolla, muchas de las cuales, escribe, «son completamente desconocidas para la mujeres decentes». Ya en 1776 la danza conocida como chuchumbé, llevada de La Habana al puerto mexicano de Veracruz, había sido prohibida por el tribunal de la Santa Inquisición «por la indecencia de sus formas y coplas».
Cualquier pretexto parece apropiado para convocar un baile. Se baila en los barracones de esclavos y en las sociedades de negros y mulatos. Y los campesinos llenan sus ocios con zapateos, puntos y rumbitas. La Independencia da pie al baile patriótico, y son pocos los mítines políticos que no se cierran —guayo, clarinete y timbales por medio— con un guateque.
Compositores y cantantes populares —negros y blancos— matizan sus creaciones con el dicharacho expresivo que recorre las calles. El choteo y el tono picaresco entran en la guaracha y en la música que se escribe para ciertos géneros teatrales. En 1801, el ya aludido Buenaventura Pascual Ferrer se queja de que tanto en la calle como en casas particulares se entonen cantares que «ultrajan la inocencia y ofenden la moral». Menciona, entre otros, la guaracha titulada Guabina, que «en boca de los que la cantan sabe a cuantas cosas puercas, indecentes y majaderas se pueda pensar». Muchos años después, a partir de 1879, se diría lo mismo del danzón, nacido en la ciudad de Matanzas y que se elevó a la categoría de baile nacional.
La música había tenido la prerrogativa de mezclar negros y blancos. El final del siglo XIX va a caracterizarse por una nacionalidad cubana bien definida. Pero, advierte María Teresa Linares, todo lo nacional molestaba a la Colonia, y lo africano también. Los negros que, desde tiempos inmemoriales, salían a la calle con sus cabildos y toques de tambor en ocasión del día de Reyes (6 de enero), fueron privados de esa diversión a partir de 1884 y se prohibían bailes y fandangos sin el permiso correspondiente del Gobierno, medida que, en las ciudades, afectaba por igual a negros y blancos, mientras que en los campos la guardia civil perseguía tanto los juegos de monte y las peleas de gallo de manigua como las charanguitas de acordeón, timbal y güiro, aunque había música en las bodegas y guateques autorizados.
Algunas de esas medidas pasan a la República, como la que prohíbe en los carnavales «el toque de tambores y otros instrumentos de origen africano y frases indecentes que los acompañan». Y en cierto momento se suspenden hasta los carnavales mismos.
El foco de la vida nocturna habanera se hallaba, en lo esencial, en lo que hoy conocemos como Centro Habana, con una extensión hacia la parte más antigua de la ciudad. La era del automóvil hizo que los cabarets más lujosos, como Montmartre, se ubicaran fuera de ese sitio y aun en lugares apartados, como son los casos del Casino Nacional y el Jockey Club, el Summer Casino y el Sans Souci. Aseguraban un tercer foco los cabarets populares de la Playa de Marianao. Los terrenos de las cervecerías La Polar y La Tropical fueron santuario nacional de los bailadores.
Se bailaba en sociedades de recreo, gremiales y de profesionales. Y en los centros regionales españoles —Centro Gallego, Centro Asturiano— y, entre otras instituciones, también la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en Prado y Trocadero, programaba fiestas periódicas para sus asociados, a las que podía accederse por invitación o mediante el pago de la entrada. Hebreos, árabes y chinos tenían asimismo sus sociedades, al igual que los norteamericanos el American Club, en Prado y Virtudes, y la Community House, en la actual Casa de la Música, de Miramar. Y los ingleses, la suya, en la carretera de Vento.
Podía bailarse además, mediante el pago de la entrada, en salones como Sport Antillano, en Zanja y Belascoaín; La Galatea, frente al parque de Albear; Encanto, en Zanja y Gervasio; La Fantástica, solo para negros, en Galiano y Barcelona y en el salón de Prado y Neptuno, en los altos de la cafetería Miami, donde nació el chachachá.
¿Y las academias de baile? Venían desde la Colonia y a veces se vinculaban a la prostitución. El cliente, antes de entrar, compraba en la puerta varios tiquetes o papeletas que iría consumiendo a una por cada baile. Dentro de la academia aguardaban las muchachas. El hombre elegía a su compañera y le entregaba la papeleta antes de salir a la pista. Al final de la noche, la muchacha presentaba en la caja esas papeletas y cobraba en consecuencia.