Lecturas
No es mucho lo que se recuerda acerca de las lidias de toros en Cuba. Más que el espectáculo taurino en sí, lo que pervive en el imaginario popular es el nombre de un torero que, para colmo, no era cubano. Y aun así, cuando se evoca el paso por La Habana de aquel matador de toros, no se le trae a cuento por sus proezas en el ruedo como el estoqueador colosal que fue, sino por sus tórridos amores, durante sus días habaneros, con la famosa actriz francesa Sarah Bernhardt. Algo hay más que eso, sin embargo. Por su excentricidad y valentía en la plaza y su suerte como don Juan, dio pie a una frase que pervive hasta hoy y que se emplea ante un propósito que entraña dificultades enormes que no salva «…ni Mazzantini el torero».
Ya habrá imaginado el lector que se alude a Luis Mazzantini y Eguía, que a fines de 1886 llegó a la capital cubana con un contrato para celebrar 14 corridas y, por el interés que despertaron, se convirtieron en 16. Todas en la plaza de Infanta cerca de Carlos III, donde se halla lo que queda del restaurante Las Avenidas.
Era un hombre amante de la ópera y con una cultura poco común en un torero. Refiere la crónica que aquí alternó con lo más selecto de la sociedad y llamó tanto la atención por su forma de vestir que impuso modas y costumbres. Se vendieron camisas, pantalones, chaquetas y accesorios como los que él utilizaba, y los fabricantes de puros dieron su nombre a nuevas vitolas. Fue, para decirlo en pocas palabras, el hombre del día en La Habana.
La primera corrida de toros entre nosotros tuvo lugar en 1538, en Santiago de Cuba, en ocasión de la llegada de Hernando de Soto, gobernador de la Isla y Adelantado de la Florida, el hombre que buscó allí la fuente de la eterna juventud, empeño en que perdió la vida.
Un remoto antecedente de ese suceso lo refiere el padre Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias. Recuerda en las páginas de ese libro que el día del Corpus Christi de 1514, «cuatro días después del domingo de la Santísima Trinidad», se lidiaron aquí «un toro o toros». Y a renglón seguido da cuenta Las Casas de un incidente que nada tiene que ver el toreo. Menciona a un tal Salvador que llega a Cuba procedente de la isla de Santo Domingo y «se halló aquel día de Corpus Christi con los otros que dije haber lidiado los toros, y viniendo, después de lidiados, todos juntos, saltando y holgándose, y él entrándose en su posada echóse hablando y riendo a descansar sobre un arca, y tal como se echó dio un grito diciendo ¡ay! Y súbitamente expiró».
No demorarían las lidias, en 1569, en llegar a La Habana, y algunas tuvieron una repercusión enorme como las que se dedicaron a San Cristóbal, patrón de la villa, al que los vecinos prometieron 32 corridas si eliminaba moscas y mosquitos, hormigas y bibijaguas. Pero en 1682 se prohíbe lidiar toros en días de fiesta. Muy famosa fue asimismo la corrida con la que se aclamó en La Habana el ascenso al trono español de Carlos III. Antes había tenido lugar una corrida en Matanzas.
No hubo propiamente una plaza de toros en esta ciudad hasta 1769, cuando se instaló la de Monte, esquina a Arsenal, en un sitio después llamado el Basurero. Años después, en 1796, hubo otra donde se cortan las calles Monte y Egido. La tercera, en 1818, se emplazó en la calle Águila, al fondo de la posada de un tal Cabrera, y en el Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad) se situó la siguiente en 1825; duraría hasta 1836. Muy concurrido fue el rodeo que, en 1842, se instaló en la plaza principal de Regla para corridas y novilladas: los habaneros cruzaban la bahía para no perderse el espectáculo. En 1853 se construye la plaza de Belascoaín en la calzada de ese nombre entre Virtudes y Concordia, cerca de la Casa de Beneficencia, sitio que ahora ocupa el hospital Hermanos Ameijeiras. La última plaza que se construyó es la ya aludida de Infanta y Carlos III.
Las corridas de toros fueron suspendidas por el interventor militar norteamericano en 1899. Lo cierto es que desde los alrededores de 1830, cuando empiezan a hacerse sentir los primeros vagidos de la identidad nacional, el criollo se entusiasmó con las peleas de gallos por encima de los toros, prefirió el café negro al chocolate y los frijoles negros a los garbanzos y sustituyó el pan mojado en el guiso de los peninsulares por un buen plato de arroz con frijoles.
Ya en la República hubo intentos de restablecer las corridas con el pretexto del turismo extranjero que podrían atraer, y hasta llegó a constituirse un Comité Pro Arte Taurino. Pero ya habían pasado definitivamente. Por suerte.
Hijo de padre italiano y madre vasca, Luis Mazzantini nació en Elgóibar, Guipúzcoa, el 10 de octubre de 1856. Hizo estudios en Francia e Italia y, ya como Bachiller en Artes, regresó a su país natal como secretario en la comitiva del rey Amadeo de Saboya, que tomaría posesión del trono español. Trabajó como telegrafista, y quiso ser cantante de ópera. «En este país de los prosaicos garbanzos, solo se puede ser cantante o torero… y yo no he sabido dar el do de pecho», dijo. De manera que se decidió por el toreo en una edad tardía y sin haber sido antes banderillero. Buscaba dinero y fama. Conseguiría holgadamente ambas cosas.
Apadrinado por Frascuelo, recibió la alternativa de manos de Rafael Molina (Lagartijo) en una plaza de Sevilla, el 29 de mayo de 1884. Dicen los especialistas que era torpe con el capote y no muy garboso con la muleta, pero sí un torero fenomenal y muy técnico cuya valentía se propagó rápidamente por la península. Pronto le llamaron don Luis y su forma de vestir fue imitada por muchos. Era una personalidad fuerte y atrayente dentro y fuera del ruedo. Un defensor de la pureza de la Fiesta que logró imponer el sorteo de los toros ya que hasta entonces era el principal matador quien escogía, con beneplácito del ganadero, la bestia que quería torear, en detrimento de los demás matadores. Consiguió, además, mejoras en los honorarios de los diestros.
Mazzantini llegó a matar casi 3 000 toros y a ganar 6 000 pesetas por corrida en las décadas finales del siglo XIX.
Por su inclinación a la música, los artistas y las tertulias literarias le apodaron «Señorito loco».
Decía Alejandro Dumas que Sarah Bernhardt tenía cara de ángel y cuerpo de escoba. En contra de lo que afirman algunos autores, no le habían amputado una pierna cuando conoció a Mazzantini en La Habana. Eso ocurriría en 1915. Tampoco era una anciana cuando tuvo lugar el romance. Tenía ella 42 años de edad. Él, 30.
Su verdadero nombre era Henriette Rosine Bernard. En 1862 entró a formar parte del colectivo de la Comedia Francesa y a lo largo de su vida contribuyó decisivamente al éxito de obras de Víctor Hugo y del propio Dumas. Sus mayores éxitos los conoció con las interpretaciones de La dama de las camelias y El aguilucho.
En 1880 emprendió una larga gira por Europa y América y no regresó a París, hasta 1893, cuando asumió la dirección del teatro Renaissance y, cinco años después, del Teatro de las Naciones. Sus problemas de salud no le hicieron interrumpir su carrera. Cuando murió, el 26 de marzo de 1923, se preparaba para filmar su primera película.
Dos veces estuvo en Cuba. En la primera visita dijo que los cubanos eran indios con levita. En la segunda, emplazada por el periodista Armando Dobal, del Diario de la Marina, se retractó de sus palabras en una carta que apareció en las páginas de ese periódico. El escribidor vio el documento original y tuvo una fotocopia, que se extravió, para no aparecer, en la redacción de una revista.
Existen varias versiones acerca del encuentro entre la diva y el diestro. Algunos afirman que ella acudió a verlo torear, «y cuando el matador ya había cumplido su faena y recorría la plaza orgulloso de su hazaña, cruzó su mirada con la misteriosa dama y ese contacto visual resultó suficiente para cautivarlo…». La invitó a participar en una becerrada con toda la compañía.
Otros aseguran que se conocieron en el hotel Inglaterra, donde ambos se hospedaban. Coincidieron en el restaurante del establecimiento y ella observó cómo, tras la cena, él encendía un tabaco y salía a la calle seguido por una corte de admiradores.
Volvieron a encontrarse en el mismo sitio y una vez que él encendió su tabaco, ella lo hizo llamar con un camarero. Galante y juncal, Mazzantini atravesó el salón, le besó la mano y preguntó en qué podía servirla. Dijo ella que quería que la enseñara a fumar uno de sus puros. Respondió el torero que eso era mucho más fácil que torear y mucho menos peligroso, y que lo haría encantado.
Ella se negó a que las clases fueran en público. Alegó que no quería que sus admiradores la vieran echar humo, y prefería que se vieran en su habitación o en la del torero.
Luis Mazzantini aceptó gustoso. Había encontrado un nuevo amor en La Habana, pero no uno cualquiera, sino el de una de las mujeres más codiciadas de su tiempo.
Se dice que, a partir de su encuentro con Sarah, el torero ya no fue el mismo. Sus presentaciones aquí dejaron entonces mucho que desear. La noticia del romance corrió con rapidez y no demoró en llegar a Europa. Pero el asunto parece no haber pasado de La Habana.
En 1905 muere la esposa de Mazzantini y él abandona definitivamente el ruedo. Jura que nunca más volverá a torear. Se corta la coleta y la ata a la muñeca de la difunta antes de darle sepultura.
Se dedica entonces a la política, y tiene éxito. Resultó Concejal del Ayuntamiento de Madrid, Teniente alcalde, miembro de la Diputación Provincial, y Gobernador civil de Guadalajara y Ávila.
Fallece en Madrid, el 23 de abril de 1926. Había sobrevivido tres años a la diva.