Lecturas
El poeta español Rafael Alberti y su esposa, la narradora María Teresa León entraron riendo en La Habana. A la salida del puerto, un cubano de a pie se ofreció para cargarles el equipaje y al preguntarle cuánto le debían, respondió que 20 dólares. Rafael le dio dos. Gracias, caballero, dijo el hombre, y lo saludó militarmente. El matrimonio había tropezado, de golpe, con la improvisación y la pobreza, pero gracias a eso entraron riendo en La Habana.
Costaba mantener la risa. Decaían los ingresos por las exportaciones y había hambre y desempleo en la Isla. Corría el mes de abril de 1935 y todavía se hacía sentir la represión que siguió al fracaso de la huelga de marzo. El coronel Fulgencio Batista inauguraba el terror. La Habana vivió bajo la ley marcial y el estado de excepción. No puede andarse en la calle después de las nueve de la noche y no son pocos los detenidos a los que en parajes solitarios se les obliga, a punta de ametralladora, a ingerir un litro del laxante conocido como Palma Cristi, aunque a veces en lugar del purgante, lo que se les suministra es aceite de aeroplano. Ilegaliza el Gobierno la Confederación Nacional Obrera, clausura la Universidad y los centros de enseñanza oficiales y Guiteras no demorará en caer en combate. Las legaciones diplomáticas están repletas de asilados y las cárceles, tanto la de hombres como la de mujeres, abarrotadas de presos políticos. Quieren los Alberti encontrarse con el escritor Juan Marinello y deben acudir a verlo al Castillo del Príncipe, donde guarda prisión junto al poeta Regino Pedroso, por la vinculación de ambos con la Liga Antiimperialista de Cuba.
¿Qué impulsa a los Alberti a venir a Cuba en aquel ya lejano año de 1935? Supuestamente recaudan fondos para los mineros asturianos. Vienen a tomarle el pulso a la realidad de la Isla tras la caída de la dictadura de Machado y en pleno ascenso de Batista. Escribía Nicolás Guillén en 1963: «Eso, el incipiente fascismo criollo nos hizo recibir a tan ilustres huéspedes con el temor de que a cada momento cargara con ellos la policía, y con todos nosotros también, sus modestos anfitriones cubanos». Añadía: «Rafael y María Teresa estuvieron en La Habana... Lo cierto es que no han dejado de estar en Cuba ni con Cuba. Podría decirse que vinieron entonces porque ya estaban con nosotros desde España...».
Cuba existía para ellos desde la más tierna infancia. Rafael había conocido la Isla gracias al piano de su madre. María Teresa, por las habaneras que le cantaba su tata María mientras la estrechaba en sus brazos de aragonesa fuerte y en el aliento cubano que se respiraba en su casa por los buenos habanos que fumaba su padre, que de joven había formado parte del ejército colonial y que cada vez que se disgustaba decía que debió haberse quedado en la Isla.
Derrocada la monarquía, en España transcurría la República y Rafael, militante de la izquierda, era la cabeza visible de la poesía revolucionaria española y llenaba sus poemas de la angustia y la esperanza del hombre de la calle. Tenían que andarse aquí con cuidado. Ambos habían estado ya en la Unión Soviética y dirigían la revista Octubre. Suficiente para llamar la atención de la policía. Así y todo, María Teresa ofreció una conferencia en la sociedad Lyceum, del Vedado, y Rafael, un recital de poemas, actos de los que la prensa se hizo eco, sin que las autoridades sospecharan de la pareja. Más aún. Pidieron al Partido Comunista reunirse con los escritores de izquierda, y el encuentro se celebró en la calle G esquina a 27, en el edificio donde entonces se construía el ya desaparecido Hospital Municipal de la Infancia, que había sido sede de la Escuela Normal para Maestros de La Habana. Esperaban conocer allí a Guillén, pero el autor de Motivos de son no fue invitado. No faltaron, por otra parte, las comidas en las que menudearon los vinos y los rones.
El poeta Ángel Augier, que fue el cicerone de la pareja durante aquella visita, se sorprendió al conocer al matrimonio. Esperaba a un par de intelectuales estirados y distantes, y encontró a una María Teresa «airosa, bella y locuaz», y a «un gallardo, pulcro y expansivo» Rafael. Pasa la pareja su primera noche en La Habana en el entonces muy modesto hotel Saratoga, distante de ser lo que es hoy, uno de los establecientes hoteleros más caros y exclusivos de La Habana. Los sorprende al amanecer el bullicio de la ciudad. Recorren su parte vieja, se duelen de los palacios convertidos en casas de vecindad y admiran las fachadas de las fábricas de tabaco, más cerca de las grandes residencias que de las instalaciones fabriles. Visitan la cárcel de mujeres de Guanabacoa y salen de La Habana, pero sin alejarse mucho. Diría María Teresa León: «Cuba tenía una pulsación de angustia aunque cantase, porque también se canta de rabia o de pobreza».
Vuelven en 1960 y se alojan en el hotel Sevilla. La Revolución ha triunfado y el júbilo popular inunda las calles. En el teatro de la CTC, Alberti protagoniza con Guillén una controversia poética y lanza la idea de adquirir lo que él llamó el avión de la poesía para defender el cielo cubano. Recorren la ciudad de Santiago de Cuba y visitan el cuartel Moncada y también la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos en El Caney de Las Mercedes, en la Sierra Maestra. El escritor católico José María Chacón y Calvo les ofrece un almuerzo en el Habana Yatch Club, y Hemingway en su finca Vigía, en las afueras de La Habana, abraza afectuosamente al matrimonio. Había conocido a la pareja en el momento de «las cosas extraordinarias», durante la Guerra Civil, en el frente de Guadalajara.
Hubo una tercera visita, en 1991. Recibe Rafael Alberti la llave de la ciudad. La Universidad de La Habana lo honra con el título de Doctor Honoris Causa y el presidente Fidel Castro lo condecora con la Orden José Martí, la más alta distinción que otorga el Estado cubano.
Ya María Teresa León había muerto, en 1988. Y había muerto Nicolás Guillén, y Marinello, y Regino Pedroso, y Félix Pita Rodríguez y Chacón y Alejo Carpentier y otros amigos de la Isla con los que el poeta alternó en Cuba o en los días de la Guerra Civil. Él es un sobreviviente. Ha vivido más que casi todos los miembros de la generación del 27, a la que pertenece. Sobre eso conversó con el presidente Fidel Castro tras la imposición de la Orden José Martí. Acerca de la violencia de la época, la destrucción y la muerte, los desastres naturales, la tragedia que significó la Guerra Civil, las agresiones y amenazas que Cuba ha tenido que enfrentar.
—Poeta, estamos vivos de milagro —le dice Fidel. Y Alberti responde:
—Es que los milagros existen, Comandante.
Rafael Alberti habla en susurros y, de pronto, guarda silencio y mide el efecto que lo que dice tiene en sus interlocutores. Viste un jean azul y una camisa de ramajes malvas y apoya en un bastón sus 88 años de edad. La melena le confiere aire de patriarca, pero toda la picardía le asoma por los ojos. «Siempre pensé que viviría hasta el 2025; ahora me conformaría con muchos menos, hasta el 2012 acaso. Una vez vi a un campesino de 110 años que contraía matrimonio con una mujer a la que triplicaba descansadamente la edad. ¡Maravilloso!». Eso lo dice un hombre que vivió intensamente la Guerra Civil española, que conoció todas las guerras que tuvieron lugar en ese siglo y que pasó exiliado casi cuatro décadas de su vida. «Treinta y ocho años en el exilio; 38 años es la existencia de un hombre. Bécquer vivió 34, Garcilaso, 35».
Esa mañana Casa de las Américas recibió a Rafael Alberti de la única manera que podía imaginarse, con música y poesía. Allí estaban dos de los mejores poetas repentistas del país —Adolfo Alfonso y Jesús Rodríguez— para hacer las delicias del escritor gaditano con las décimas que improvisaron al compás —guitarra y laúd— de tonadas campesinas y abrieron así paso a un diálogo fraterno, un mano a mano inolvidable entre el poeta Roberto Fernández Retamar, presidente de la institución, y el autor de Marinero en tierra en una Casa que, dijo la ensayista Luisa Campuzano remedando un verso del visitante, se condecora con un golpe de mar para saludarlo.
«Yo soy un poeta de la calle», dice Alberti. Retamar recuerda otro verso de su interlocutor: «Si Garcilaso viviera / yo sería su escudero. / Qué buen caballero era», y comenta enseguida que él, en cambio, ha tenido la suerte de guiar a Alberti por todas las áreas de la Casa. El autor de La arboleda perdida resta solemnidad al asunto: «Un Alberti con bastón; esa es la novedad de esta, mi tercera visita a Cuba. No tengo otros méritos que los de haber vivido y publicado mucho». «Nada, Rafael, —aduce Retamar— desde que nos enteramos de que los grandes eran modestos, nos metimos a modestos».
Y los dos poetas hablan sobre Góngora y sus Soledades, y de Lezama Lima, para quien el visitante tiene los mayores elogios, y de Nicolás Guillén y Juan Marinello, amigos de toda la vida. «No quisiera irme de Cuba sin conocer a Dulce María Loynaz, la admiro mucho; me dicen que también es una mujer increíble». Retamar recuerda Mi corza, un poema enigmático si lo hay, de lo más misterioso que se ha escrito, dice, y Alberti asiente. «Mi corza, buen amigo, / mi corza blanca… los lobos la mataron / al pie del agua…». Comenta Alberti como para sí mismo: «En realidad, me mataron a mí…».
Defender a Góngora de la Academia de la Lengua era un acto de justicia, dice. Un día, Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre y yo, entre otros, orinamos en la puerta de la corporación que «fija, pule y da esplendor» al idioma. Cuando volví a España, luego del exilio, Dámaso, que presidía la Academia, me preguntó si quería ingresar en ella. Le dije: Tú eres mi amigo, pero aun así yo me sigo orinando en la Academia. Por cierto, Dámaso negó haber orinado en el sagrado edificio. Pero lo hizo.
Miembro de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid, a ella acude periódicamente a impartir clases de pintura porque Alberti, una de las grandes voces del siglo XX, es tan buen pintor como poeta, o al revés y de ahí el predominio del valor sensorial evidente en casi toda su poesía.
¿Haría un dibujo para la portada del próximo número de la revista Casa? «Con gusto, a la orden». ¿Grabaría algunos de sus poemas para la colección Archivo de la Palabra? «Encantado»… Y con paciencia infinita el poeta de Cuba dentro de un piano dedica todos los ejemplares de sus libros que le ponen delante. No solo los firma, sino que deja dibujos preciosos en sus páginas iniciales.
¿El futuro? ¿Planes? La publicación en seis o siete volúmenes de sus obras completas, escribir y pintar. «Quiero insistir aún; no siento ningún temor a ser cada día más viejo», dice el poeta que un día escribió: «… no quisiera vivir en la escapada, / ni me fuera posible aunque quisiera, / yo soy un hombre de la madrugada / comprometido con la luz primera».
Compromiso que signó toda su ruta. Rafael Alberti falleció en 1999.