Lecturas
Esa noche estaba tan oscuro en el refugio, que ni las manos las veía. Angola definitivamente no se parecía a Cuba, allí hasta los mosquitos eran salvajes. Todo estaba en silencio afuera, Blanco era el que hacía la guardia de los flecheros. El albergue estaba a 15 metros de la cocina, donde estaba Blanco. Yo escasamente tenía sueño, después de haber expulsado a los sudafricanos, no tenía cosas más importantes en qué pensar, que salvar mi vida y llegar a Cuba en una pieza. Así que me invadía la nostalgia, sobre todo de mi hijo, aún en la barriga de su madre, bueno, mi esposa, a todo riesgo de lo que lleva esa palabra. Algo sonó en la cocina, supuse que Blanco se había quedado con hambre, como siempre.
—Déjame ir a pasar el insomnio en la guardia—, pensé en voz alta.
Agarré la AK, cuando iba saliendo una ráfaga de balas retumbó en el campamento. Me tiré al suelo y asomé la cabeza: Blanco, frente a la puerta de la cocina, batía su AK, alumbrando con las trazadoras, y gritando como un loco. El albergue completo se puso en guardia, medio pelotón salió a defender posiciones. El capitán Resquejo salió con dos más alumbrando con linternas. Blanco estaba sentado, con la AK en las piernas; alguien lo alumbró, de la frente le salían gotas de sudor, estando a seis grados Celsius.
—¿Qué pasó?... ¿Qué pasó?—, preguntó Resquejo.
— Alguien se movía por allá— dijo tartamudeando Blanco, con la mirada fija en el horizonte.
—¿Qué cosa?
—Alguien, y anda con una bazuca.
Las linternas buscaron el objeto. Efectivamente a unos 20 metros había un bulto, pero no se veía más nada. Un grupo nos acercamos lentamente. Blanco, el pobre…, bueno, estaba blanco. Fabré fue el primero en ver lo que era.
—Bajen las armas —gritó—. ¡Blanco, coño! Dejaste sin perro a alguien y sin termo a nosotros. (Léster Daniel Fernández Ballester, Las Tunas)
Diciembre del año 1977. Antonio Vilariño y yo nos encontramos en España para realizar una exploración sobre precios de distintos equipos que se necesitan para una importante inversión que se planifica realizar en Cuba.
A través de la Oficina Comercial de Cuba en Madrid se coordinan reuniones con distintas empresas españolas con posibilidades. El mes de diciembre es complicado en España. Se acercan las fiestas navideñas y de fin de año y todo el país se prepara para su celebración. No obstante, se logra organizar un buen programa de encuentros y visitas a instalaciones fabriles.
Una importante empresa española nos invita para que visitemos su oficina central en Bilbao y además la fábrica productora. Se propone realizar el viaje por carretera para que podamos admirar el paisaje. El tren y el avión son más rápidos pero no permiten ver las bellezas naturales del país.
Llegamos a un restaurante típico español. Largas mesas de madera con bancos muy parecidos a los utilizados en la Edad Media. Un lugar para disfrutar una buena comida. Entregan la carta. Uno de los españoles comenta en voz alta: «Hay aluvias». Los españoles se miran y se relamen de gusto anticipadamente. Todo parece indicar que ese es un plato exquisito. Nosotros miramos la carta. Hay carne de todo tipo: chuletas de cordero, chuletas de cerdo, filete mignon, carnes de res de distintos tipos. Uno de los amigos españoles nos pregunta: «¿Les gustan las aluvias»?
Yo inmediatamente respondo: «Me encantan» (solo sabía que son un tipo de frijol, pero no tenía idea de cómo las preparaban, mas conociendo a los españoles, seguro era algo delicioso). Vilariño, que tenía muy buen apetito, responde: «Sí, a mí me traen las aluvias, pero también un filete mignon bien grande».
El español le advierte: «Mire, no hay problemas con pedirle el filete mignon, pero si va a comer aluvias, mejor espera a terminar con ellas y después le traen el filete, porque LAS ALUVIAS SON LAS ALUVIAS». Le dije: «Vilariño, hazle caso a la voz de la experiencia. Después te comes el filete. Él contesta: «Tú sabes que yo me como todo lo que me pongan».
¡Y llegaron las aluvias! Para cada uno trajeron una olla sopera, con unos frijoles colorados grandes, rojos, espesos. Y dentro, nadando entre ellos: lacones enteros, trozos de jamón, carnes de distintos tipos, chorizos, tocinos, lomos ahumados y no sé cuántas cosas más.
Le dije: «Vila, ¿ahora qué?». Solo me respondió: «¡Me embarqué!». Y tuvo que hacer de tripas corazón y comerse todo aquello, incluido el filete. No pudo dormir esa noche. (Roberto Figueroa Silva, La Habana)
Transcurría el año 1996. Todo ocurrió en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez, de La Habana…
En la sala de Neurocirugía, en el 7mo. piso, se encontraban ingresados dos niños, después de haber sido operados por tumor de cabeza. Uno era de Chernobil, vino desde Ucrania; el otro era cubano, perteneciente a la entonces provincia La Habana, de un pueblo llamado Güines. Sus nombres eran: Sacha, de Ucrania, y Leordano, de Cuba.
Como todos los niños de esta sala, estos debían estar acompañados de sus madres o de algún familiar o persona cercana, porque sus condiciones de salud no les permitían valerse por ellos mismos. A estos dos los tenían en un cuarto aparte, por ser los más malitos. Después de operados, dependían del cuidado de sus madres, que los trataban con mucho amor, al igual que el personal de enfermería y los médicos.
El amanecer en la sala era de un silencio triste, ya que los pequeños no hablaban, no reían, ni caminaban. Eran animados por las voces de sus mamás y del personal que los atendía.
En el caso de la madre ucraniana, su nombre era Nina, y el de la madre de Leordano, Maura. Después de la hora del aseo de los niños, Nina preparaba un jugo natural de naranja y lo compartía también con Leordano (…). Estos alimentos eran asignados por las instancias de Tarará; centro cubano donde se encontraban alojados los niños de Chernobil.
La mañana se llenaba de agitación por la visita de los médicos, las curas (venía el carrito de las curas), y aquellas enfermeras llegaban muy alegres para que los niños las escucharan en su interior. (…) Después el almuerzo, hasta llegar la hora de la visita, que en el caso de estos pequeños en particular no recibían muchas, ya que los dos eran de lejos.
En el cuarto donde se encontraban tenían un fogoncito, que se había autorizado teniendo en cuenta las condiciones en que se hallaban los infantes. Nina, la ucraniana, con su ensalada de vegetales, y la madre de Leonardo con el café, que temprano en la mañana y en la tarde nos gusta a los cubanos. En muchas ocasiones se les daba a los médicos y demás personas que se acercaban al sentir el olor.
Así pasaba un día tras otro, hasta aquel de la anécdota del sillón de ruedas… En la sala existían no más de tres sillones de ruedas para trasladar a los niños a coger el sol, hacerse algún análisis u otra prueba, y eso la ucraniana no lo entendía. Era lo único que no quería compartir. El día amaneció un poco gris... La madre cubana preparó el sillón para darle el Sol a Leordano en la hora del mediodía. Se demoraba un poco en ajustar el sillón para que el niño no se cayera. Cuando ya estaba dispuesta a salir, la ucraniana le preguntó a través del traductor que para dónde iban. A darle sol al niño, porque el día está un poco gris, para que no se ponga amarillo, responde Maura. La otra casi no los deja salir. Llegó la enfermera en ese momento y preguntó que qué pasaba; que el sillón era para todos los niños de la sala.
Entonces fue cuando la ucraniana se quedó tranquila y se pudo dar el paseo. La enfermera, tratando de reflexionar con todos, explicó que había que comprenderla, que ella estaba en una situación muy triste, lejos de su país y de su familia. La madre cubana entendió que la enfermera tenía toda la razón.
Los traductores que acompañaban a Nina eran jóvenes cubanos que trabajaban en Tarará; le decían en español: «Nina, los cubanos somos así, tienes que aprender a compartir lo poco que tenemos». Ella respondía con un silencio y los miraba. Debo señalar que la unión de aquellas madres de distintos idiomas fue linda y la fraguó para siempre el destino de sus hijos.
Llegó el día del fin para uno de los niños: 16 de diciembre de 1996. Leordano partió alrededor de las 11:15 a.m. en la Terapia Intensiva del hospital. Nina era la que más lloraba, junto a la enfermera que lo atendía directamente.
Su madre, que en este punto puedo decir que era yo, no supe qué expresar. La mayor parte de mi vida la perdí ese día. (…).
Después, cuando partió el pequeño Sacha, me puse muy triste y no pude consolar a Nina. Eso ocurrió en septiembre de 1997 (…) Esta narración está dedicada a todos los niños que como Leordano y Sacha no tuvieron larga vida, pero sus añitos significaron toda una vida para sus madres. (Maura Portela Marrero, Mayabeque).
Sereno, majestuoso, aquel crucero surcaba las azules aguas rumbo a París. A bordo, una legión de turistas franceses disfrutaba feliz del regreso a casa, luego de haber visitado Cuba.
Formando parte de la tripulación, una joven cubana prestaba sus servicios en la augusta nave, contratada por aquella agencia de viajes gracias a su inteligencia. La chica hablaba un francés genuino.
Durante la excursión, la joven se percataba del interés que despertaba en un compañero de trabajo, de origen francés, cuando intercambiaba hábilmente con algún turista. Este, a su vez, hablaba el español con bastante soltura. Además, no perdía oportunidad para poner a prueba las habilidades que poseía la cubanita cuando de hablar francés se trataba. La sometía a preguntas que ella respondía siempre con acierto, socavando así la prepotencia de aquel sujeto. Aquella mañana el joven francés se le acercó presuroso, con un papel en la mano, haciéndola blanco, nuevamente, de su altivez.
—A ver, amiga mía, ¿sabe usted lo que esta palabra significa en mi país?
La cubanita leyó rápidamente y sonrió socarrona. «Pues no puedo decir el significado porque esto es, simplemente, una marca. No tiene traducción», aseguró. Asombrado y derrotado a la vez, la miró y pidió permiso para alejarse, pero la muchacha lo detuvo. —Calma, amigo mío, creo que tengo derecho a la revancha, dijo, mientras extraía del bolso que colgaba de su hombro papel y lápiz. —Veamos, ¿sabe usted lo que significa esta palabra en mi país? Y extendió, ante los ojos curiosos del francés, aquel letrero donde se leía: OFICODA. Examinó el joven la palabra una y otra vez, y muy contrariado dijo al cabo: —No alcanzo a saber el significado. —Pues bien, dijo ella satisfecha, si alguna vez decide vivir en Cuba y no sabe lo que esto significa, ¡morirá por inanición! (Julia Hernández Santallana. La Habana).
La valentía y solidaridad han distinguido a lo mejor de los cubanos. Mural de Raúl Martínez ubicado en la Cujae.
Quiero ser Presidente, le dije a mi mamá en un mitin de la plaza 28 de Julio en la ciudad de Iquitos. Tenía la edad de cinco años y Fernando Belaúnde levantaba el brazo en señal de «adelante» saludando al mar de gente. Me impactó sobremanera ver cómo tantas personas comulgaban con el ideal de un mismo hombre. Esa imagen y ese sueño se grabaron en mi subconsciente, se archivaron en un tierno rincón de mi mente pueril mientras crecía, y volvió a reaparecer hace unos años, con mayor insistencia hace unos días, todo gracias a la cubana Ernestina.
Terminada la Universidad, ingresé a laborar a un lugar caótico, ruinoso y de mala entraña; existía una bien surcada discriminación. Nunca un jefe saludaba al personal de «rango inferior». ¿Cómo puedes saludar con beso a esa cubana?, anda al baño y lávate, me increpaba una abogada regordeta refiriéndose a la cubana Ernestina, del personal de limpieza; pero la que en realidad necesitaba ir al baño y lavarse era aquella mofletuda que siempre olía a pezuña de burro (…). La cubana Ernestina se escabullía avergonzada de la oficina sin mirar atrás. Joven, ya no me salude delante de los jefes, mejor abajo nomás en la entradita y, arriba, haga de cuenta que ni me conoce, decía ella con una sonrisa precaria y gris. Jamás le hice caso, la saludaba con beso donde me la encontraba y con mayor gusto si había un jefe por ahí. Siempre la traté con cariño, en innumerables ocasiones escuché atento sus conversaciones tan sentidas. Ciertamente encontraba interesante todas sus experiencias de vida, era fiel a sus consejos porque realmente lo creía, estaba convencido de la importancia que tenía la esencia de ese ser humano.
Una tarde, revisando los correos en el trabajo, me llega el aviso de un banco que financiaba una maestría en gestión pública. Mi subconsciente activó como alerta de luz parpadeante el recuerdo y el sueño grabados en el mitin. Una herramienta en gestión es fundamental si se quiere ocupar un rol protagónico en el Estado, y más aún si pretendo un gobierno en algo decente, pensé. Me tomó un mes reunir toda la documentación que me exigían, nadie quiso ser mi aval, pero no me importó. ¿A dónde va tan contento, joven?, pregunta la cubana Ernestina. Voy a… voy a ser Presidente del Perú, respondo. Dejo mi solicitud en el banco. Las clases comienzan en una semana. La espera es insufrible. A 48 horas del inicio de clases, el banco por fin contesta. Usted tiene una cita con su sectorista hoy a las 5:30 p.m., dice el correo. ¿Por qué tan tarde?, cuestiono para mis adentros. Salgo del trabajo con tiempo y llego temprano. El sectorista me recibe con una cordialidad promedio y con el rostro serio, algo anda mal.
Perdone que hayamos demorado tanto, pero hemos sido muy minuciosos con su expediente, el comité de riesgos ha encontrado inconsistencias en usted, lamento informarle que su préstamo ha sido rechazado, dice el sectorista con palabras técnicas y en tono solemne, en lugar de expresar sin reparos que mi sueldo tiene aspecto de mierda, sabe a mierda y no puede ser otra cosa más que mierda pura, por lo que teniendo esa sesuda conclusión, dudan con justa razón de mi capacidad de pago. La luz deja de parpadear, el sueño se apagó, la oportunidad áurea de estar al frente de un mitin se fue. La cita había sido a esa hora porque el sectorista sabía que no duraría más de 5 minutos. Tuve que tragarme el sapo y regresar al trabajo cabizbajo a terminar con mis pendientes.
Desmotivado y afligido, la cubana Ernestina advierte mi malestar. ¿Todo bien, joven?, pregunta. Sí, solo que tendrás que esperar un poco para que sea presidente, rechazaron mi préstamo, digo. ¿Puedo ayudarlo en algo?, vuelve a preguntar. La verdad no creo que mucho, necesito $12 500 dólares a primera hora, respondo. Ernestina, limpia ese baño que está inmundo y no interrumpas al doctor, llama la atención con su vozarrón la abogada mofletuda que huele a pezuña. Chaucito, joven, se despide. Hago un amago de sonrisa, tengo el semblante averiado por la tristeza.
Al día siguiente y algo recompuesto, Ernestina se me acerca como escondiéndose, así lo hacía todas las veces por la vergüenza que le habían instaurado. Joven, un favor, quiero que converses con un amigo, te va a esperar. La cubana Ernestina me da un papel con una dirección. ¿Para qué?, pregunto. Anda nomás, de ahí me cuenta, chaucito, dice y se va. Llegada la noche, veo el papel en mi bolsillo, desganado y a regañadientes, pues no tenía muchas ganas de nada, decido ir. Acudo a la dirección para ver cuál era el favor que quería Ernestina. Llego a una casa por el olivar de San Isidro, pasaje Cura Béjar No. 169. Toco a la puerta, pido con el nombre que tengo en el papel. Una señora entrada en años me hace pasar. El señor baja en un momento, me dice. Observo la sala, hay un stand con varios libros de tapas añejas, sin duda el dueño de casa es una persona mayor que lee mucho. Gustavo Ontaneda, para servirlo, me sorprende una voz mientras husmeo los libros. Le doy la mano y sonrío. Estimado Luiz Carlos, una amiga me ha hablado de ti, me dice. Aquel señor era un alto funcionario del banco, Ernestina había trabajado más de 15 años con él. La persona que menos recursos tenía fue mi aval, sin dar un centavo y tan solo con el valor de su palabra abogó por mí.
A la otra mañana, el sectorista adusto ahora me pela los dientes, me sonríe con fervor y me trata como a un rey. Hubieras empezado diciéndome que conocías al gerente, pues, luchito, firma aquí, me dice el jijuna y yo escudriño todos sus movimientos con desprecio, con frialdad oriental. Regreso a mi trabajo. Delante de todos, abrazo a la cubana Ernestina e inflo sus cachetes a besos. Dime qué puedo hacer para pagarte todo esto, digo. Joven, usted ya hizo mucho por mí, la humildad y la sencillez no se negocian, responde. Se me hacen agua los ojos y la vuelvo a abrazar.
Es inevitable recordarla cuando estoy a pocos meses de la graduación. Con su trabajo diario supo ganarse la admiración y el respeto de muchos, porque ella es como un billete de un millón de dólares que por más que la arruguen, la tiren al suelo y la pisen, nunca perderá su verdadero valor, siempre seguirá valiendo exactamente lo mismo. Elegí entregarle mi amistad sin condición, ella a cambio me devolvió un sueño. Yo no sé si llegue a ser presidente, pero de lo que estoy seguro es que su ser y su palabra valen un mundo, su esfuerzo por salir adelante aún más, y ante una eventual campaña electoral la elegiría de nuevo. Yo voto por ella. Gracias, Ernestina, un beso. (Luiz Carlos Reátegui del Águila, Perú).