Lecturas
El amigo y colega Aldo Abuaf —italiano avecindado en La Habana— remite el siguiente mensaje electrónico:
«Quisiera aprovechar, si me es permitido, su espacio en esta columna para hacer una sugerencia. No se trata de un problema estrictamente ligado a las columnas del “escribidor”, pero algo tiene que ver ya que alude a lugares cargados de historia, cultura y arquitectura de esta capital.
«Me asombra cómo se desaprovechan o subestiman algunas fortalezas de La Habana. Me refiero, en lo esencial, a los castillos del Príncipe y de Atarés, que, al igual que el Morro, la Cabaña, la Real Fuerza, la Punta y La Chorrera, pudieran abrirse a los cubanos y a los visitantes en un plan turístico-cultural que bien pudiera ser de dos niveles: uno simplemente de turismo generalizado y otro, para especialistas.
«Espero que con su ayuda y la buena voluntad de los lectores que puedan intervenir en este sentido —y estoy seguro de que los hay —, tengamos pronto otros centros de interés turístico como ocurre ya en la zona del puerto y, en general, en La Habana Vieja, gracias a ese hombre extraordinario e infatigable que es Eusebio Leal».
Hace ya varios años que quien esto escribe tiene, con relación al Príncipe y Atarés, el mismo criterio que el del amigo Aldo Abuaf.
El escribidor ha visitado ambas fortalezas. Atarés, que comparada con la Cabaña es casi una fortaleza de bolsillo, regala desde lo alto al visitante, a la caída de la tarde, un paisaje que remeda la ciudad tan bien captada por René Portocarrero en sus pinturas. El Príncipe, extremadamente bien conservado en buena parte de sus edificaciones, podría utilizarse como recinto ferial, sin contar que algunas de sus áreas podrían rehabilitarse como aulas y talleres, porque lo fueron en su momento. Aún sobraría espacio para dar albergue a una o varias instituciones culturales, digamos el museo de la Policía, que lo hubo en Cuba, antes de 1959, en la sede del Gabinete Nacional de Identificación y en el demolido edificio del Buró de Investigaciones, a la entrada del puente Almendares.
De cualquier manera, sobre el Príncipe y Atarés apenas se habla y aunque la primera pertenece al complejo cultural Morro-Cabaña, no abre al público sus espacios.
La construcción del castillo de Atarés, en la loma de Soto, al fondo de la bahía habanera, fue motivada por la toma de La Habana por los ingleses (1762) que evidenció la necesidad de resguardar y defender los caminos que comunicaban a la ciudad con los campos vecinos. Así, luego de varias obras provisionales, se acometió la edificación de esa fortaleza a 1 500 varas al sur del recinto amurallado, entre 1763 y 1767. El propietario de los terrenos, Agustín de Sotolongo —de ahí el nombre de la loma— los cedió gratuitamente y se acometió la obra según los planos del ingeniero belga Agustín Cramer.
Aun después de construido Atarés, se notaban otras deficiencias en la defensa de La Habana. El asedio y toma de La Habana por los ingleses también pondría de relieve la insuficiencia del torreón de La Chorrera para impedir un desembarco enemigo por ese sitio, único en el cual los ingleses se proveyeron de agua potable. Había urgencia, dice el historiador Pezuela, de cubrir los aproches de La Habana por su parte más expuesta y, al mismo tiempo, proteger a las tropas que se opusieran a un desembarco, más fácil y probable por aquel lugar que por cualquier otro sitio.
Para evitar esos peligros se encargó igualmente al ingeniero Cramer la fortificación de la loma de Aróstegui, propiedad de Agustín de Aróstegui. Cramer se basó entonces en los planos del ingeniero Silvestre Abarca. Las obras comenzaron en 1767 y no se completaron hasta 1779. Para entonces, el brigadier Luis Huet había vuelto a modificar los planos de Abarca.
A esa fortaleza se le dio el nombre de castillo del Príncipe por el entonces heredero de la corona real española, el príncipe Carlos que llegaría a reinar, para desdicha de sus súbditos, con el nombre de Carlos IV.
En tiempos de Machado, Atarés estuvo bajo el mando del tristemente célebre capitán Manuel Crespo Moreno, y era la sede del Escuadrón 5 de la Guardia Rural, unidad excelentemente adiestrada que cubría con sus hombres la escolta del Presidente de la República. No pocos luchadores antimachadistas fueron allí torturados y asesinados, y algunos de ellos inhumados en las propias áreas del castillo.
En ese lugar, durante la sublevación del 8-9 de noviembre de 1933 buscaron refugio entre mil y 1 500 civiles, miembros de la organización ABC, y ex oficiales y militares en activo, opuestos todos al Gobierno de Ramón Grau San Martín. Los mandaba el comandante Ciro Leonard. Atarés fue el último reducto de los sublevados, luego de perder los cuarteles de Dragones y San Ambrosio y otras posiciones. Leonard había rechazado la idea de hacerse fuerte en las lomas de Managua o en la zona de Jaruco, como le proponían sus subordinados. Prefería esperar en Atarés, aseguraba, el refuerzo de 5 000 hombres prometidos por un ex alto oficial y que nunca llegaron. Confiaba, en verdad, en el desembarco de los marinos norteamericanos que lo sacaran de aquella ratonera.
Enseguida el ejército se emplazó en los alrededores de la fortaleza para recobrarla. Tropas de infantería se desplegaron en sus inmediaciones y a los ocho de la mañana del día 9 comenzó el cañoneo. Un mortero de trinchera tiraba sobre el castillo desde la intersección de las calles Concha y Cristina, y desde el Mercado Único de La Habana y la loma del Burro, lo hacían un cañón de 37 milímetros y cuatro cañones Schneider, respectivamente. Apoyaba la artillería auxiliar, y desde la bahía los cruceros Patria y Cuba, de la Marina de Guerra, abrían fuego con sus baterías de tres y cuatro pulgadas.
Desde Atarés respondían con fuego nutrido, pero resultaban terribles para los sitiados los efectos del mortero. Sus granadas, que caían con precisión matemática en el patio del edificio, causaban estragos enormes con los 260 perdigones de su interior y los fragmentos metálicos de la cubierta. El hacinamiento era tal en el castillo que cada granada al estallar ocasionaba numerosas víctimas. Una sola de ellas, se dice, mató a 20 soldados y causó decenas de heridos.
A las dos de la tarde, la situación de los sitiados se hacía desesperada. Se afirma que a esa hora el comandante Leonard delegó en un oficial amigo la misión de comunicarse por teléfono con la Embajada norteamericana para preguntar cuándo desembarcarían los marinos; y enterado de que no habría desembarco alguno, se privó de la vida con un balazo en la cabeza.
A esa hora, dentro del castillo, los abecedarios, sobre todo, clamaban por la rendición. A las tres, muchos de ellos salieron de la fortaleza y, con pañuelos blancos en las manos, se lanzaron ladera abajo. Fue fatal. Apresados entre el fuego de los sitiadores y el de sus compañeros, los muertos y heridos fueron numerosos. Tras ese incidente, pidieron parlamento los sitiados. A las cuatro de la tarde el ejército recuperaba Atarés y ponía fin a la sublevación.
El Príncipe permaneció siempre mudo en lo que a acciones de guerra se refiere.
En 1796 estuvo recluido allí Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia. Fue el primer preso político que se registra en esa fortaleza.
Durante el siglo XIX se utilizó como centro de reclusión, aunque la Cárcel y el Presidio de La Habana estaban instalados en Prado y Malecón. En 1904 se sacó el Presidio del viejo edificio y se instaló en el Príncipe, pero a partir de 1926, al edificarse el Presidio Modelo, en Isla de Pinos, solo quedaron en el Príncipe la Cárcel y el Vivac. La Cárcel de La Habana radicó en el Príncipe hasta los años 60, cuando entró en funciones el Combinado del Este.
Se dice que para fugarse del Príncipe había que tener ayuda de dentro y de fuera. A un cubano al que apodaban el Hombre mosca agobió tanto a las autoridades con sus fugas que un día lo «suicidaron» en el Príncipe. Ramón Arroyo, «Arroyito», el Bandolero sentimental, escapó también de esa penitenciaría y, capturado de nuevo, fue remitido al Presidio Modelo. Para garantizar que no volvería a fugarse, sus custodios, por órdenes superiores, lo asesinaron en el camino. El 21 de noviembre de 1951, Policarpo Soler y otros pistoleros protagonizaban en el Castillo del Príncipe una fuga sensacional. Fuera, los hombres de Orlando León Lemus, el Colora’o, apoyaban la evasión.
No son esas las primeras evasiones famosas que del Príncipe registra la crónica cubana. Ya antes, en 1888, hizo historia la que protagonizaron, en vísperas de su ejecución, el notorio bandido Victoriano Machín y su hermano.
Machín, con su banda, sembraba el terror y la muerte en Pinar del Río y en zonas del oeste de La Habana. Ante la indiferencia policial, actuaba con impunidad absoluta, hasta que un día del mes de agosto del año señalado, Francisco Fajardo, un honesto ciudadano de Guanajay, condujo a las autoridades hasta el lugar donde se ocultaban los delincuentes y las dejó sin alternativa. El 28 del propio mes juzgaron a Machín en el Castillo de la Fuerza y lo sentenciaron a muerte, e igual condena recibió su hermano, que había sido capturado en su compañía. Serían ejecutados a garrote el 7 de noviembre…
El día 3, sin embargo, cuando se llevaba a cabo el conteo de presos en el Príncipe, el calabozo 16 y medio, que ocupaban los Machín, estaba vacío. Limaron los barrotes de la pequeña claraboya que se alzaba a 11 varas del suelo y los fugitivos se escurrieron hacia los fosos deslizándose por una cuerda de algodón encerada de menos de un dedo de diámetro. Como resultaba totalmente imposible que los reclusos, aun encaramado uno sobre otro, pudiesen alcanzar la claraboya, lo que demostraba que no actuaron sin ayuda de los custodios, el Gobierno colonial dispuso de inmediato la detención del jefe de la prisión y apenas un mes después la Corona española decidió la destitución del gobernador general de la Isla, Sabás Marín, cuando Machín, personado en Guanajay, a plena luz del día y a la vista de todos, dio muerte a machetazos al hombre que lo había delatado.
No quedaría sin castigo. El teniente general Manuel Salamanca —rígido, inflexible, severo y honesto— al asumir el mando de la colonia responsabilizó a las autoridades civiles y militares y, desde luego, a la policía, con todos los actos que los bandidos pudiesen cometer. Poco después, Victoriano Machín era detenido en la ciudad de Cienfuegos y trasladado a La Habana donde, en la Cabaña, esperaría el día en que se cumpliría su sentencia.
Ante una multitud que nunca antes se vio en la capital para presenciar un acto como ese, se llevaría a cabo la ejecución de Machín. El terrible bandido, que tenía más de 30 asesinatos sobre sus espaldas, se portó, llegado el caso, como un cobarde; lloraba, suplicaba, se arrodillaba, se arrastraba por el suelo… Tuvieron que cargarlo para sentarlo en el garrote, y una vez allí, con las manos atadas, trató de morder al verdugo que, tan o más acobardado que la víctima, cayó al suelo desmayado.