Lecturas
Dedicaré la página de hoy a contestar, hasta donde el espacio me permita, preguntas que formularon los lectores en el transcurso de las semanas más recientes.
Antes quiero agradecer al colega Manuel Lauredo, de Radio Bayamo, su valioso envío que, lamentablemente, llegó tarde —muy tarde— a mis manos, pero que aprovecharé en otra ocasión. Interesante resulta la síntesis de la investigación sobre la estancia de Antonio Maceo, en 1890, en el Hotel Inglaterra, que remite Raúl Aguiar Rodríguez.
Asimismo agradece el escribidor a Juan Picart, de Sancti Spíritus, la colección de recortes que me remitió acerca del senador machadista Wifredo Fernández, padre de la fórmula conocida como «cooperativismo»; especie de pacto entre los partidos liberal, conservador y popular, todos con representación parlamentaria, y que allanó el camino de la reelección del dictador Gerardo Machado sin candidato opositor. Son notas dadas a conocer en la revista Bohemia en ocasión del suicidio del destacado político y periodista, en 1934, en los días en que, en la prisión militar de La Cabaña, esperaba ser presentado al Tribunal de Sanciones, como se denominó a la instancia judicial a que fueron sometidos los machadistas y que funcionó en el Capitolio. Los recortes incluyen cartas escritas por Fernández en la prisión y el artículo que Ramón Vasconcelos, «la pluma de oro del periodismo cubano», como se le llamaba, publicó a su muerte. El plato fuerte de esa recortería es el testimonio de Benjamín Olivero, jefe del grupo de la organización ABC que detuvo a Fernández y a otros dos cómplices de menor cuantía del dictador a bordo ya del barco de carga Erfurt, pese a la oposición del capitán de la nave que alegaba que sus pasajeros se hallaban bajo la protección de la bandera de Portugal. Tal vez en otro momento nos ocupemos de este interesante tema.
¿Sabía usted que en el Hospital General Freyre de Andrade, esa casa de salud de la avenida de Carlos III a la que nos aferramos en llamar, erróneamente, Hospital de Emergencias, se realizó en Cuba la primera operación de cambio de sexo? ¿Que allí funcionó el primer servicio de cirugía maxilofacial que existió en el país y que entre sus profesionales estuvo la doctora Ana Larralde, primera cubana que se especializó en esa rama de la Medicina? ¿Que en ese hospital nacieron la especialidad de Reumatología, la primera Clínica del Dolor y los primeros servicios de cirugía menor y geriatría de Cuba?
Esos y otros temas afines a esa institución médica aborda el doctor Manuel Blanco, director del Hospital General Freyre de Andrade, en un mensaje que remite a este escribidor. Precisa que fue allí donde se aplicó por primera vez en la Isla la anestesia epidural continua con catéter y que su hospital fue el escenario de la primera intervención quirúrgica que se transmitió en el país por circuito cerrado de TV.
Añade que el primer director de la institución fue el doctor Benigno Souza, cirujano eminente e historiador; autor de Máximo Gómez, el generalísimo, excelente y fluida biografía del general en jefe del Ejército Libertador, y que su primera superintendente de enfermeras fue Margarita Núñez, fundadora de la Sociedad Cubana de Enfermería. En Emergencias hizo la residencia en Cirugía el doctor Manuel «Piti» Fajardo, Comandante del Ejército Rebelde. Vivía entonces en la esquina de Valle y Basarrate.
Aporta Blanco un dato que sorprende al escribidor. El doctor William Mayo, fundador en Estados Unidos de las famosas clínicas de los Hermanos Mayo, fue paciente de este hospital, como lo fueron los luchadores revolucionarios Antonio Guiteras y Rafael Trejo, Pablo de la Torriente Brau y Aracelio Iglesias. Allí recibieron asistencia médica los estudiantes universitarios golpeados en el estadio del Cerro (Latinoamericano) cuando, encabezados por José Antonio Echeverría, protestaban contra la dictadura de Batista, y hacia esa instalación se remitieron los cadáveres de los mártires de Porvenir y Concepción, en la barriada de Lawton, y de Mario Reguera, entre otros muchos jóvenes asesinados por la policía batistiana.
Asegura el doctor Manuel Blanco que muchos son los hechos y personajes que se relacionan con el Hospital General Freyre de Andrade. «Este humilde e histórico hospital que resiste el paso del tiempo y que con el gran sentido de pertenencia de su colectivo sale en primera fila al combate en nuestro proceso de transformaciones, sabiendo lo que nos queda por hacer y convencidos del compromiso que tenemos con la historia y con el pueblo».
El mensaje de Eustacio Gutiérrez Hernández me trae recuerdos lejanos. Inquiere el amable lector nada más y nada menos que por el hombre de la Casa Prado. Durante años, mientras vivió la abuela del escribidor, su casa, que era también la de sus padres, fue el centro de reunión de la familia y allí se daban cita invariable, para el almuerzo dominical, algunos parientes allegados. Llegaban mi tío y su hijo y dos tíos viejos, hermanos de mi abuela, lo que hacía que, junto con nosotros, fuéramos diez a la mesa. Preparaba ella toda la comida; era la dueña indiscutida de los fogones, que eran de carbón ya que no permitió nunca que se instalara una cocina de gas. Había pocas variaciones en el almuerzo: arroz blanco, frijoles negros y alguna vianda frita, como platos acompañantes, y como plato principal una carne asada y mechada con jamón o una buena carne con papas, cuando no una cubanísima ropavieja. Mostrábamos un entusiasmo casi patriótico y constitucional por la carne de res, pero éramos poco allegados a las verduras y al pescado y nunca se ponían bebidas alcohólicas en la mesa, ni siquiera una triste cerveza ya que se suponía que a esa hora los hombres de la casa habían ya consumido su cuota en la barra de La Princesa, en 16 y Concepción, en Lawton, o en la bodega del gallego Daniel, en Diez y Acosta, en la misma barriada.
¿Qué tiene que ver todo eso con el hombre de la Casa Prado? Sucede que mientras se esperaba por la hora del almuerzo, mi padre y su hermano escuchaban en un modesto y antiquísimo radio de los llamados «de capilla» un programa musical que patrocinaba La Casa Prado, sastrería y camisería sita en Belascoaín 267, en Centro Habana. Desde que comenzaba el programa, casi al filo del mediodía, el conductor del espacio daba noticias acerca del hombre de la Casa Prado. Anunciaba, digamos, que en esa jornada estaría moviéndose en el Vedado. Así, vagamente hasta que su ubicación se iba precisando a medida que transcurría el programa. Está en los alrededores de la CMQ, en 23 y M, decía el locutor, y más adelante: en las inmediaciones del parque Mariana Grajales, en 23 y C, y ahora, cerca de Paseo o en los contornos del edifico Atlantic —actual Icaic— para asegurar, ya en los finales del espacio, que el sujeto se hallaba en los portales de La Pelota, que no estoy seguro que se llamara así entonces, en 23 y 12.
El asunto estribaba en identificarlo. Había que preguntarle si era el hombre de la Casa Prado. Si lo era, el agraciado recibía un bono contra el cual ese establecimiento comercial le obsequiaba una guayabera.
Ni mi padre ni mi tío ganaron nunca el concurso. Eran participantes pasivos. Seguían con la imaginación su periplo, pero jamás salieron de la casa a localizar e identificar al personaje, aunque más de una vez lo tuvieron relativamente cerca. La frase llegó a ser tan popular que en esos años se aludía como al hombre de la Casa Prado a aquel sujeto con quien era difícil encontrarse, aunque se procurara, o a quien aparecía sin que se le esperara.
Por la casa situada en la calle Aguilera esquina a Rafael de Cárdenas, frente al antiguo Club Ferroviario, en Lawton, pregunta Leydis Vázquez, estudiante de sexto año de la carrera de Estudios Socioculturales. En efecto, como asegura ella en su mensaje, allí radicó el sanatorio del doctor José Baralt Barnet para enfermas mentales. Pero antes fue la residencia de Rafael de Cárdenas, general del Ejército Libertador, y su familia. Una casa con historia no solo por su propietario, que fue además jefe de la Policía en La Habana, sino porque en esta pasó una temporada Anaïs Nin, la famosa narradora norteamericana, autora de Delta de Venus y La casa del incesto, entre otros libros, y que era sobrina de Antolina Culmell, la viuda del general. Por eso Anaïs, hija del gran pianista cubano Joaquín Nin, fecha sus cartas desde Cuba en «Finca La Generala, Luyanó», que a esa barriada pertenecía la zona en su tiempo, y después.
Rafael de Cárdenas murió muy joven. Falleció en 1911, a los 42 años de edad. Anaïs vino en 1917 y se maravilló con la naturaleza cubana: el aire, suave y agradable; los campos, fértiles y pródigos, y las palmas altísimas, alzándose hacia un cielo lleno de brillo. «Todo luce transformado por una calidez y suavidad ocultas», escribió. Una naturaleza, un campo, un cielo, un mar que le regalaron su belleza abrumadora, que muchos no percibían y que ella entendía como una forma divinamente pura.
Al abandonarla la familia, la casa quedó vacía durante un tiempo hasta que se instaló allí la 13ra. Estación de Policía. Cuando se construyó especialmente para esta un edificio en la misma calle Aguilera, el inmueble fue ocupado por el sanatorio Baralt.
Escribe Anaïs Nin en una de sus cartas habaneras: «Me encuentro viviendo en las afueras de la ciudad, en la más bella de las casas, casi un palacio, amueblado y decorado con exquisitez, rodeada de un jardín encantador…» Pero, de aquella casa encantada, convertida en casa de vecindad, no queda nada, solo los pisos y la escalinata monumental.
A ese edificio dediqué algunas páginas en el libro Así como lo cuento, publicado en 2004 en coedición entre Juventud Rebelde y la Casa Editora Abril.
Respecto a la pregunta de las ruinas que aún desafían el tiempo en la calle Calzada entre 2 y Paseo, son las del antiguo Hotel Trotcha. En una crónica publicada en el periódico habanero La Discusión, el 23 de enero de 1890, dice Julián del Casal:
«Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del suelo natal».
Una judía norteamericana se empeña en reconstruir la historia de su madre. La señora vivió en La Habana, en días de la II Guerra Mundial, y trabajó en un taller de talla de diamantes. Dice que su madre le contó que en ese tiempo hubo en La Habana, sobre todo en el Vedado, unos 20 de esos talleres. Los operarios vinieron en lo fundamental de Bélgica u Holanda y volvieron a Europa o viajaron a EE.UU. al finalizar la contienda bélica. Pregunta al escribidor cómo pudiera avanzar en su investigación. No sé, pero alguna información encontrará en el libro La comunidad hebrea de Cuba; La memoria y la historia, de Margalit Bejarano, publicado en 1996 por la Universidad Hebrea de Jerusalén.