Lecturas
Un lector que firma solo con su nombre de pila —William— y que reside evidentemente fuera de la Isla, quizá desde hace mucho tiempo, inquiere por el nombre actual del teatro Blanquita y pide datos acerca de esa instalación cultural.
El establecimiento en cuestión es, desde hace muchos años, el teatro Karl Marx, escenario de sonados espectáculos culturales y de importantes eventos políticos, como el I Congreso del Partido Comunista de Cuba, en diciembre de 1975. Con posterioridad, y a partir de 1976, acogió las sesiones de la Asamblea Nacional hasta que el Parlamento comenzó a sesionar en el Palacio de las Convenciones, abierto en 1979 con motivo de la Cumbre de los Países No Alineados.
El teatro Blanquita se inauguró en diciembre de 1949, y su propietario, el senador Alfredo Hornedo, le dio el nombre de su esposa, Blanquita. Triunfa la Revolución y en un momento que no puedo precisar ahora, el Gobierno cubano decide darle el nombre de Chaplin, en honor a ese genial actor todavía vivo entonces. Eso debe haber ocurrido en 1960 o después, ya que los periódicos del 24 de febrero de ese año dan cuenta de un acto que preside Fidel y lo sitúa aún en el teatro Blanquita. Tampoco tengo a mano la fecha en que comenzó a llamarse Karl Marx, pero ese era ya su nombre en 1975.
El Blanquita fue, en su momento, el mayor teatro del mundo. Contaba con 6 600 lunetas, 500 asientos más que Radio City Hall, de Nueva York.
En su cafetería podían ser atendidos 200 comensales de una vez. Disponía de una pista para patinaje sobre hielo.
De su infancia, el escribidor recuerda haber asistido allí, a teatro lleno, a las presentaciones de Sarita Montiel y de Liberace, destacado pianista norteamericano, traídos ambos a Cuba por el avispado Gaspar Pumarejo, el empresario de Escuela de Televisión, que se transmitía por el Canal 2, en la noche, y de Hogar Club que, con sus más de cien mil asociadas que abonaban la cuota de un peso mensual, garantizaba a su patrocinador un negocio redondo. Pumarejo tenía un olfato especial para contratar artistas, escribe el musicógrafo Cristóbal Díaz Ayala. Traía, costase lo que costase, figuras en el apogeo de su fama, como Liberace y la Montiel, o hacía venir a gente prácticamente desconocida y las convertía en ídolos, como hizo con Lucho Gatica, Paco Michel y Luis Aguilé. A otras, como a Mercedes Simone, «la Dama del tango», les hizo reverdecer en La Habana sus viejas glorias.
Por cierto, cuando Sarita Montiel, desde el escenario del Blanquita, miró hacia la sala, pensó que, por lo espaciosa, podía allí volar un avión y se sintió pequeñita. Aunque ya había hecho cine, nunca antes se había presentado en un teatro tan grande ni en ninguno. Pero se sobrepuso y convenció al público con su canto. Se dice que unas 140 000 personas la vieron y aplaudieron en el Blanquita durante sus actuaciones.
La página sobre las cajitas con comida, publicada la semana pasada, despertó una repercusión que no esperaba y quiero compartir con el lector algunos de los mensajes recibidos.
Alguien que firma Jorge T me dice que antes de 1959, en las conmemoraciones del 4 de septiembre, fecha del golpe de Estado protagonizado en 1933 por un sargento llamado Batista, en cuarteles e instalaciones militares, la comida se repartía en cajitas entre oficiales y soldados. Eduardo Sueret Reyes, por su parte, rememora en otro mensaje el arroz frito en cajita de la casa de comida china de la esquina de Toyo.
Otro lector, Norberto Vargas Martínez, natural de Manzanillo y avecindado en La Habana desde hace muchos años, asegura que las primeras cajitas que recuerda, salvo las de las dulcerías, corresponden a la Campaña de Alfabetización. Dice que cajitas con comida se les proporcionaban a los brigadistas alfabetizadores tanto en su viaje a Varadero, donde recibirían el entrenamiento necesario, como en el trayecto entre la playa y el lugar al que se les destinaba.
«Recuerdo que en el camino de Manzanillo a Varadero había puntos de abastecimiento en Bayamo, Camagüey, Santa Clara y Matanzas —escribe Vargas Martínez—. El transporte en que viajabas llegaba al punto de abastecimiento, se hacía el conteo de los pasajeros y a cada uno le entregaban una cajita de cartón que contenía una pieza de pollo asado, arroz y una vianda hervida, que podía ser boniato, yuca o papa. Para beber repartían jugo de mango enlatado, o una perga de cartón parafinado con jugo de piña, tamarindo o naranja. Nada de eso se ingería en el lugar, pues una vez que se repartía la comida, el viaje continuaba de inmediato. No se hacía estancia en esos puntos, si acaso unos minutos para acudir al sanitario. Por tanto, el contenido de las cajitas se ingería en la carretera o, si el viaje se hacía en tren, sobre los rieles.
«Como no había hora fija de llegada a esos puntos, ni coincidencia con la preparación de las cajitas, la comida, por lo general, estaba fría y los brigadistas bautizamos los pollos, como pollos fosilizados o momificados».
El edificio que ocupó este centro escolar en la Loma del Mazo corrió una triste suerte. Fue originalmente escuela de artes y oficios y albergó una escuela primaria hasta que dejó de funcionar como instalación docente. Vacías sus aulas, en silencio los corredores y salones, en espera de sabe qué destino, el inmueble, ya dañado, fue presa de depredadores que, a pedido de compradores inescrupulosos que pagaban a tanto la pieza, fueron despoblándolo de servicios sanitarios, ladrillos, cristales y mosaicos hasta dejarlo convertido en una verdadera ruina, una de cuyas alas se desplomó.
Sobre esta institución, que ocupaba la manzana enmarcada por las calles Cortina, Carmen, Figueroa y Patrocinio y que contaba con un edificio central de cuatro plantas, recaba información el lector Lorenzo Pacheco, de Santos Suárez.
Los hermanos Manuel y Gustavo Inclán tuvieron una niñez dura, dura de verdad. Huérfanos, sin amparo ni protección alguna, estos habaneros se vieron precisados a trabajar como mulos desde muy pequeños.
Desconoce el escribidor cómo les cambió la fortuna. El caso es que, con el tiempo, llegaron a ser muy ricos, y solteros y sin descendencia, decidieron legar 600 000 pesos para la fundación de una escuela de artes y oficios destinada a hijos de familias de bajos recursos. Manuel murió en 1910 y Gustavo cinco años más tarde. El abogado Francisco Angulo Garay, que quedó encargado del cumplimiento de la disposición testamentaria, decidió consultar el asunto y monseñor González Estrada, obispo de La Habana, le aconsejó que buscara la opinión de la Compañía de Jesús.
Los jesuitas, que terminarían auspiciando una magnífica Escuela de Electromecánica en Belén, pasaron la bola a los padres salesianos. Estos no estaban establecidos en la diócesis habanera. El padre José Calasanz —que el papa Juan Pablo II terminó declarando beato— único sacerdote de esa orden radicado en la capital, sirvió de puente entre el abogado y la señorita Dolores Betancourt, benefactora de la Escuela Salesiana de Camagüey. Mientras, Calasanz refería a sus superiores en Turín el interés del obispo González Estrada en la construcción de la escuela, proyecto priorizado en su programa episcopal, y el abogado Angulo Garay incrementaba hasta un millón de pesos el legado de los hermanos Inclán. Para no afectar los fondos de la obra, Calasanz decidió establecerse en la parroquia de Jesús del Monte, junto a monseñor Menéndez, el párroco. En ese tiempo —y vaya esta curiosidad— monseñor Evelio Díaz, que llegaría a ser Arzobispo de La Habana, era monaguillo en Jesús del Monte.
El 14 de mayo de 1919 se adquiría por 47 500 pesos el terreno. La construcción se inició en 1921 y dos años más tarde estaban listas la capilla y el área docente. En 1927, con la presencia del presidente Machado, se llevaba a cabo la inauguración oficial de la institución. Sus alumnos serían becados, pensionados y externos que cursarían allí la enseñanza elemental y la media, así como los oficios de impresión, encuadernación, ebanistería o mecánica.
Por discrepancias con la Junta de Patronos que administraba el plantel, los salesianos salieron de la institución en agosto de 1942.
Hace dos semanas —27 de octubre—, en la página titulada La evacuación, hablé sobre la plaza de Madrid que recuerda la batalla de Cascorro (1896) y exalta la memoria de Eloy Gonzalo, un soldado español al que los que lo recuerdan en España tienen como un héroe y al que la escultura representa en el momento en que, se dice, se disponía a incendiar un fortín ocupado por un grupo de mambises. La plaza española se llama precisamente así, Cascorro.
Ahora, desde el Cascorro nuestro, la localidad camagüeyana de ese nombre, recibo un interesante mensaje del profesor Ricardo Salazar Crespo en el que ofrece no pocos datos sobre ese sitio y me insta a enmendar algunos detalles de mi nota, si bien está consciente de que el posible error viene de las fuentes que consulté. Dice Salazar Crespo:
«Acerca de su escrito quiero expresarle mi contento por el tema que toca. Como residente en Cascorro desde hace cerca de 50 años, con el mismo tiempo integrado a la docencia, me he dedicado al estudio de la historia de esta localidad, y uno de los asuntos que he analizado desde hace años ha sido lo referido a Eloy Gonzalo, el titulado Héroe de Cascorro».
Dice el profesor que en 1998 visitó en Madrid la plaza aludida y que tiene la información que recoge el museo del ejército español y también lo que publicaron en Cuba quienes, en los años 20, entrevistaron a combatientes del Ejército Libertador que vivieron y hasta tuvieron, en alguna forma, relación con el hecho.
Todo eso permite a mi corresponsal afirmar que Eloy Gonzalo no se disponía a incendiar un fortín, sino la casa de Manuel Fernández Cabrera, alcalde de Cascorro, donde un grupo de mambises se había hecho fuerte.
Añade: «Existe un folleto escrito por un tal P. Giralt, titulado Datos curiosos del sitio de Cascorro, que se editó en 1897, a pocos meses de ocurrido el hecho, que arroja mucha luz acerca de la motivación de Eloy Gonzalo para ofrecerse a su “gran sacrificio”. Pero en esto no abundo, solo espero su reacción, manifestándole que estoy a su entera disposición para abordar aspectos sumamente interesantes de la historia de Cascorro que merecen divulgarse, y que serían del agrado de los lectores».
De más está decirle, amigo Salazar Crespo, que el puente está tendido. Agradezco su información; esta y la que puede hacerme llegar. Pero desde ya le digo: lo mismo da un fortín que una casa.