Lecturas
EL muy habanero barrio de San Isidro asumió, en tiempos de la primera intervención militar norteamericana, las cinco zonas de tolerancia que se conocían entonces en La Habana, es decir los núcleos de la prostitución en la ciudad.
Para ese entonces los chulos cubanos se identificaban por el andar y los gestos «de guapo», la barba rasurada con esmero y el rostro blanqueado con polvo de arroz, sin olvidar los tatuajes y el perfume. Llevaban la melena recortada y partida al lado izquierdo, mientras que un mechón les caía sobre la frente. Vestían por lo regular trajes con el saco de tres botones de moda en la época y que llegaban a la mitad del muslo y se tocaban con sombreros de pajilla. Eran los llamados «guayabitos» y, por el dominio del barrio y el control de la mayor cantidad de mujeres posibles, se enfrentaban a los «apaches», que es el apelativo que se daba a los proxenetas extranjeros.
Durante los siglos XVI y XVII proliferan aquí las llamadas mujeres «de mal vivir»: hacían su agosto con las estancias de las flotas en el puerto de La Habana. Afirma el doctor Benjamín de Céspedes en su libro La prostitución en la ciudad de La Habana que fueron negras y mulatas esclavas las pioneras de esa práctica: sus amos se apropiaban de la mayor parte de las ganancias obtenidas por ellas durante los seis días de la semana que dedicaban a lo que algunos llaman «el oficio más viejo del mundo».
Un informe correspondiente a 1659 que Juan de Salamanca, gobernador general de la Isla, remite al rey de España, da cuenta de que se ha visto precisado a tomar medidas con mujeres amancebadas con hombres casados y añade que obligó a los dueños de las negras y mulatas a que las tuviesen dentro de sus casas, sin darles permiso para vivir fuera de ellas ni permitirles el traslado a ingenios azucareros y corrales de ganado, «permiso que dichos dueños conceden con facilidad y gusto porque esas mujeres dan a sus amos jornales muy ventajosos a los que ganan en esta ciudad».
La situación cambia desde fines del siglo XIX. Las guerras de independencia empobrecen el país y crece el número de prostitutas blancas. A las cubanas se suman las prostitutas que llegan desde otros países. Un reportaje publicado en el periódico La Lucha dice que esas extranjeras venían «a veces engañadas, a veces por su voluntad, y siempre atraídas por el oro… Llegaban a los puertos en grupos, acompañadas de algún paisano buen mozo, elegante y gastador, que les prometía colocarlas de modistas, sombrereras, camareras… para luego inducirlas a la mala vida».
Añade el reportaje que esos grupos de extranjeras estaban formados, en su mayoría, por españolas, aunque puertorriqueñas, mexicanas, norteamericanas, francesas, austriacas, venezolanas, dominicanas y belgas se sumaban en mayor o menor escala a la lista. Siempre se supuso que Francia y Bélgica eran los mayores emisores de prostitutas, pero el dato hay que verlo con cuidado, porque en Cuba se dio en identificar como francesas a todas las muchachas que no hablasen el español. Francesas o no, hay que reconocerles que introdujeron prácticas, como el sexo oral, desconocidas aquí hasta entonces.
El café Vista Alegre, en Belascoaín esquina a San Lázaro, era un establecimiento frecuentado por trovadores e intérpretes musicales durante las primeras décadas del siglo XX. Escribe Eduardo Robreño en sus Esquinas de La Habana que Antonio María Romeu, el llamado Mago de las Teclas, era visita diaria del lugar y que allí tenían su cuartel general Graciano Gómez, Manuel Luna y otros trovadores de la época, entre ellos Sindo Garay y su hijo Guarionex. Precisa Robreño: «No sería aventurado decir que medio centenar de las más gustadas melodías de nuestro cancionero popular, surgieron o se esbozaron en aquel lugar. Y es que Vista Alegre fue centro perenne de reunión de los mejores cultivadores de la trova».
Alberto Yarini, El Rey, El Gallo de San Isidro, el más mentado chulo cubano de todos los tiempos, se dejaba caer, de cuando en cuando, por el Vista Alegre. Allí lo conoció Sindo Garay que por amistad, simpatía o vaya usted a saber por qué razón, compuso el bolero que lleva el nombre del célebre personaje. Dice:
«Nada temas, la vida te sonríe, / sigue en pos de orgías y placer, / que sumisas las pobres mesalinas, / raudales de oro vierten a tus pies. // Y en medio de esa vida de placeres / cual si fuera traído para ti, / más sincero que besos de mujeres / recibe el de tu amigo y sé feliz…»
Pese al buen presagio de Sindo, Yarini fue la víctima más connotada del enfrentamiento entre «guayabitos» y «apaches» en el San Isidro de 1910. La disputa entre Yarini y el chulo francés Louis Lotot en torno a Berthe La Fontaine—la petit Berthe; la pequeña Berta— fue en verdad la gota que desbordó el vaso. Ambos grupos luchaban por el control del barrio y los franceses se sentían molestos por las humillaciones que les inferían los cubanos y la ventaja que les sacaban. A juicio de este escribidor, Berthe, la mujer más bella que se vio jamás en San Isidro, no fue más que una carnada que Yarini, pese a ser el que era, mordió ingenuamente.
El semanario La Caricatura, de finales de noviembre de 1910, recoge el suceso «con fotografías y detalles», como voceaban su mercancía los vendedores de periódicos de antaño, los llamados «canillitas». Hay en la primera página un retrato de Yarini y otro de Lotot y un dibujo que recrea el tiroteo que involucró a ambos. El francés, que vestía un traje carmelita, con bombín, murió en el acto, víctima de un certero balazo en la frente. El cubano, todavía vivo, fue transportado, primero a la estación de policía de la calle Paula, en un coche, y luego, en ambulancia, al hospital de Emergencias, situado entonces en la esquina de Salud y Cerrada del Paseo. Un chorro de sangre, incontenible, manaba de su vientre.
Falleció a las 10:30 de la noche del 22 de noviembre. Se quiso que se le velara en el Círculo del Partido Conservador, organización en la que militaba el occiso, pero su padre, un distinguido dentista y profesor universitario, iniciador de la enseñanza de la odontología en Cuba, se opuso de manera rotunda y el cadáver fue trasladado, bajo protección policial, a la casa de la familia, en Galiano No. 22 (116, actual) entre Ánimas y Lagunas. Al llegar, había ya en la calle personas esperándolo. En torno al féretro, en la capilla mortuoria, montada por la funeraria Caballero, las guardias de honor se relevaban cada cinco minutos. Se calcula que unas diez mil personas desfilaron ante el cadáver para despedirlo.
Hay otra foto en la página inicial de aquella edición de La Caricatura. Se ve en esa a la multitud compacta que acompaña al cementerio los restos de Alberto Yarini. La misma multitud que colmó la calle Galiano desde Lagunas hasta Virtudes, y la calle Ánimas desde San Nicolás hasta Blanco, en espera de la salida del cortejo. Lo encabezaba una carroza imperial tirada por cuatro parejas de caballos y dotada de cuatro palafreneros, el cochero y un postillón. Lo seguía el coche con las coronas y a continuación la banda de música de la Casa de Beneficencia. El ataúd era transportado en hombros de seis amigos, que se turnaban por tramos. Detrás, la gente cubría tres cuadras largas y eran muchas las personas que se agolpaban en las aceras, portales y balcones para verlo pasar.
El cortejo salió por Galiano y buscó Reina; de ahí a Carlos III y luego a Zapata. En la esquina de Reina y Belascoaín ocurrió un motín, al negarse la multitud a que el féretro se introdujera en la carroza para que así siguiera viaje al cementerio. Se impuso al fin el sentido común y el ataúd fue acomodado en el vehículo, pero la gente lo siguió a pie hasta su última morada. Detrás avanzaban 200 coches, ocupados solo por sus cocheros. El general Armando de la Riva, jefe de la Policía, garantizaba el orden al frente de un grupo de agentes.
Fue lo nunca visto aquel entierro. El ilustre sociólogo y pensador Enrique José Varona, figura dirigente del Partido Conservador, encabezó con su firma la esquela mortuoria de Alberto Yarini. Y Miguel Coyula, nombre destacadísimo también de esa organización política, tuvo a su cargo la despedida de duelo.
El ñáñigo y el profesor universitario, el policía y el delincuente, el comerciante y el honrado artesano, el político y el proxeneta, el profesional y el operario, el negro y el blanco… se mezclaban entre la concurrencia.
No es fácil, a menos que se cuente con un guía, encontrar la tumba de Yarini en el cementerio de Colón. Este escribidor la ha visitado en dos ocasiones, con la ayuda, en ambas, del jefe de la Seguridad de la necrópolis, y está convencido de que no podría volver a ella por sí mismo. Recuerda vagamente que se impone salir de la calle principal, poco antes de llegar a la capilla central, y tomar rumbo a la derecha. Con orientación semejante no se llega, por supuesto, a ninguna parte.
El tiempo melló ese panteón. El sol y el sereno, el polvo y la lluvia han dañado su piedra durante más de cien años. Y no hay ya lápida alguna que lo identifique, si acaso la hubo; ni se conoce, a menos que se indague en el archivo del camposanto, quiénes son los que reposan en el lugar. Allí se encuentran, presumiblemente, los restos de una buena parte de la familia Yarini, imagino que los padres y hermanos. Si es así, se trata de una familia trunca, porque el célebre proxeneta murió sin hijos y lo mismo sucedió, hasta dónde sé, con sus dos hermanos.
Entonces no existe descendiente alguno que, guiado por el recuerdo, acuda al lugar con una flor.
Hace ya algunos años, en ocasión del estreno de la cinta Los dioses rotos, una joven desconocida se dio a la tarea de localizar la tumba de Alberto Yarini. La encontró no sin ayuda y —terminaron por contarme los empleados del cementerio que la acompañaron— se horrorizó ante lo desolado del lugar.
Encontró por pura casualidad un pequeño pedazo de madera. Extrajo entonces de su bolso un frasquito de pintura de uñas y con el diminuto pincel escribió sobre la tabla, con letras rojas irregulares, una sola palabra: Yarini. Acomodó sobre la losa lo que pretendió ser una tarja y puso una flor a su lado.
La flor, por supuesto, hace rato que desapareció para siempre, y el tiempo debe haber borrado también aquella señal. Pero bastó la intención para salvar otra vez a Yarini del olvido.