Lecturas
En un comienzo los condenados a muerte en La Habana cumplían su sanción en la horca. Esa máquina de matar estaba instalada en la plaza de las Ursulinas, que se aboca sobre la calle de Egido. A la calle de Bernaza se le llamaba el Camino de la horca porque conducía hasta el lugar del patíbulo. En 1810, cuando aún no se había construido la Cárcel de Tacón, la horca fue situada en la explanada de la Punta. En 1834, Fernando VII, el rey felón, abolió el uso de la horca en España y en todos sus dominios. Sería sustituida por el garrote. Durante decenas de años las ejecuciones fueron públicas. Luego el garrote se ubicó en el interior del recinto carcelario. En esa explanada murieron en garrote vil Narciso López, Eduardo Faccioso y Ramón Pintó, entre otros. Domingo Goicuría también guardó prisión en el lugar, pero fue ejecutado, también en garrote, en la loma del Príncipe, fortaleza convertida en prisión política desde 1796, cuando la estrenó como tal Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia.
La Audiencia Pretorial radicó y celebró sus reuniones en el piso principal de la Cárcel de Tacón desde la apertura de esa instalación penitenciaria. Y permaneció en ese sitio, ya como Audiencia de La Habana, hasta 1938.
En 1930, salvo la parte ocupada por la Audiencia, la Cárcel Nueva, que en esa fecha era ya vieja, viejísima, quedó vacía. En el vetusto edificio se instalaron entonces las oficinas del Ayuntamiento y de la Alcaldía de La Habana, y allí estuvieron mientras se efectuaba la restauración del palacio municipal —antiguo Palacio de los Capitales Generales; hoy Museo de la Ciudad— dispuesta por el alcalde Miguel Mariano Gómez.
Nueve años después el edificio de la Cárcel era desmantelado. Sobre el terreno donde se asentó se construyó el Parque de los Mártires, en recuerdo de cuantos sufrieron prisión o muerte en esa cárcel. No fueron demolidas y, como reliquias históricas, forman parte del parque dos celdas bartolinas en las que se encerraba a los presos más contumaces o a aquellos a los que se quería castigar con mayor dureza. Quedó en pie además la capilla donde numerosos héroes y mártires pasaron las últimas horas de su vida.
El 24 de febrero de 1895 la inauguración del carnaval de La Habana correspondiente a ese año coincidió con el inicio de la Guerra de Independencia. Como el horno no estaba para pastelitos, el general Emilio Calleja Isasi, gobernador de la Isla, ni lento ni perezoso, dictó un bando que puso en vigor la ley de orden público de 1870 y se acabó la fiesta.
No volvieron los carnavales habaneros hasta 1902, en vísperas de la instauración de la República. Carlos de la Torre, a la sazón alcalde de La Habana, dispuso que en los paseos carnavalescos «tanto los jinetes como los carruajes, sin excepción alguna, irían al trote largo o andadura del país». Fue en esas fiestas cuando por primera vez desfiló un automóvil, propiedad de la familia Zaldo. No sería, sin embargo, hasta 1908 cuando se eligió aquí por primera vez a la reina del carnaval y sus seis damas. La elegida se llamaba Ramona García y era una modesta operaria de la fábrica de cigarros El Siboney.
Para los festejos de 1914, el alcalde Fernando Freyre de Andrade autorizó que las comparsas salieran de sus barrios respectivos y dispuso asimismo que además de serpentinas y confetis, los paseantes pudieran arrojar huevos rellenos de harina de castilla.
Trágico fue el resultado de la primera medida, pues no se sabe cómo las comparsas de El Gavilán y El Alacrán, que desde tiempo atrás mantenían una rivalidad irreductible, coincidieron en Belascoaín y San Lázaro. Acometió una contra la otra y hubo muertos y heridos de parte y parte. Ahí no acabó la cosa. Los de El Gavilán lograron apoderarse del símbolo de la comparsa rival y advirtieron que lo enterrarían en los terrenos del Torreón. Lo hicieron, en efecto, pero al día siguiente los alacraneros, con su abanderado al frente, invadieron el barrio de San Lázaro y lo desenterraron, operación que cobró nuevas vidas.
A Freyre de Andrade no le quedó más alternativa que la de suspender las salidas de las comparsas —no volverían a aparecer hasta 1937—, pero a él mismo no le fue mejor en cuanto a los huevos rellenos de harina, cuando en el paseo del tercer domingo se convocó al concurso de Máscaras a pie.
Esa tarde, el alcalde concurrió al teatro Alhambra. Se representaba La casita criolla, y en esta el actor Gustavo Robreño hacía una representación perfecta del alcalde capitalino. Concluyó la puesta de la pieza, salió Freyre de Andrade a la calle y los transeúntes, creyendo que se trataba del actor que participaría en el concurso, la emprendieron con él a huevazo limpio, es decir con aquellos huevos rellenos de harina de castilla que el mismo alcalde había autorizado.
Durante el siglo XIX fueron famosos los bailes de máscaras que tenían lugar en el teatro Tacón los domingos de carnaval; domingos que llevan los nombres de Piñata, la Vieja, Sardina y Figurín. Fue precisamente con uno de esos bailes que se inauguró el referido coliseo el 28 de febrero de 1838, y no sería hasta el 3 de marzo siguiente cuando se dio inicio allí a las representaciones teatrales. A fines de esa centuria y a comienzo del siglo XX fueron muy famosas las orquestas de carnaval de Raymundo Valenzuela. Era tan solicitado el artista y tenía tantos compromisos que se veía obligado a formar varias orquestas: la primera de Valenzuela, la segunda, la tercera… Todas empezaban a tocar a la hora programada y en determinado momento del baile aparecía Raymundo en compañía de su hermano Pablo para poner un toque mágico a la jornada.
A Raymundo Valenzuela y sus orquestas de carnaval dedicaría José Lezama Lima su poema El coche musical.
Cuba y Estados Unidos establecieron relaciones diplomáticas a nivel de embajadas en 1923, durante el mandato del doctor Alfredo Zayas y Alfonso, cuarto presidente de la República de Cuba. El 5 de marzo de ese año, Enoch Crowder presentó sus cartas credenciales como embajador de Washington en La Habana; el primero, y en diciembre, Cosme de la Torriente, coronel del Ejército Libertador y canciller durante el Gobierno del general García Menocal, se acreditaba en Washington con igual rango.
Hasta ese momento los vínculos entre ambos países se mantenían a nivel de ministro plenipotenciario. Para esa fecha, Crowder llevaba más de dos años en La Habana como enviado especial del presidente Harding. Llegó el 6 de enero de 1921, a bordo del acorazado Minnesota, y allí mantuvo sus oficinas hasta que el buque regresó a Estados Unidos. Se instaló entonces en el hotel Sevilla y, colmo y pasmo de la injerencia, fustigó a Zayas con 15 memorandos confidenciales sobre asuntos que solo incumbían a los cubanos y que recorrían una escala que iba desde el presupuesto y la honradez administrativa hasta los impuestos y los contratos para las obras públicas. Se las arregló, no se sabe cómo, para que Boaz W. Long, ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Cuba, fuera llamado a Washington y poco después se anunciara allí su renuncia.
Para entonces Estados Unidos solo mantenía embajadas en dos países del continente: Canadá y Perú.
El primer hospital moderno y científico que tuvo La Habana fue Reina Mercedes, llamado así en honor de la esposa del rey Alfonso XII, muerta poco después de la boda. Cesada la soberanía española en Cuba, el nombre de la instalación se redujo a Mercedes, a secas.
No fue la creación de este hospital, en 1886, fruto de la gestión oficial. Tampoco lo fue su sostenimiento. Ello se debió a la iniciativa, los desvelos y el buen manejo del médico cubano Emilio Núñez de Villavicencio y a la contribución de un grupo de benefactores, mientras que su administración estuvo a cargo de una Junta de Patronos. También al empuje privado se debe la fundación de excelentes quintas o casas de salud como Sanitaria de Belot, Garcini, Santa Rosa, San Leopoldo, La Quinta del Rey…
Los médicos municipales hicieron su aparición en Cuba en agosto de 1871, y en octubre se creaba la primera Casa de Socorros, institución para la atención primaria y sobre todo de urgencia. Llegaría a la Revolución, que, con grandes transformaciones en sus propósitos y desenvolvimiento, la convertiría en policlínico. El necrocomio se inauguró el 19 de marzo de 1880.
Los primeros hoteles o albergues para forasteros —de alguna manera hay que llamarlos— surgen en Cuba durante los primeros tiempos de la colonización española. Los cabildos entregaban a los vecinos cierta cantidad de tierra para que la cultivaran o la dedicaran a la cría de ganado mayor o menor. El beneficiado quedaba obligado a iniciar la crianza entre los seis y los 12 meses después de haber recibido la encomienda y debía suministrar a la villa, para el consumo público, el número de reses que el cabildo le asignara y hacerlo al precio fijado por los regidores. Además en el centro de su propiedad y próximo a la casa que utilizaría como vivienda se le obligaba a construir un local, que debía surtir de agua y de leña, para el alojamiento gratuito del viajero. A eso se le denominaba la casa del pasajero.
Hacia 1830 no existían aún hoteles en La Habana, pero en 1828 se reportaban 1 157 «cuartos interiores» para alquilar. El mobiliario de esas habitaciones desconcertaba, de entrada, a los extranjeros que las rentaban, pero terminaban agradeciendo, sobre todo, la cama.
Sobre las camas de la época afirma Robert Francis Jamesson, oficial de la Marina británica, en sus Cartas habaneras (Letters from The Havana; 1820):
«La más comúnmente usada es una simple cruceta de madera en la que se extiende un pedazo de lona. Sobre ella se coloca un par de sábanas finas entre las cuales uno se acuesta, mientras una delicada armazón sostiene una red que lo envuelve a uno protegiéndolo de los mosquitos. Es lo que se llama catre. Hace falta un poco de hábito para reconciliar los huesos con él, pero la frescura que ofrece induce a uno a preferirlo al colchón».
Jamesson, que fue el primer representante de Inglaterra ante la Comisión Mixta para la abolición de la trata negrera —de ahí el motivo de su estancia en la Isla— describe el día tipo de un hombre con recursos en La Habana de entonces.
¿Qué hace el habanero cuando no tiene nada que hacer? Sobre ello también se pronuncia Jamesson en sus Cartas habaneras. Toma un baño, se viste para el almuerzo, que casi siempre es sobre las tres de la tarde, duerme la siesta…, dice.
Apunta de manera explícita: «Cuando no hay nada que hacer, puede mecerse uno en un amplio sillón…».
En sus comentarios al libro de Jamesson, el erudito Juan Pérez de la Riva precisa que esa es una de las referencias más antiguas al sillón de balance que se hallan en la literatura. Balance que según creemos, dice Pérez de la Riva, fue inventado por algún cubano de fines del siglo XVIII.