Lecturas
Ese día Eliseo Grenet, el popularísimo creador de Mamá Inés, estaba más alegre que nunca. Su sucu-sucu Felipe Blanco que, como quien dice, acababa de componer, se adueñaba, con su ritmo contagioso, de la preferencia de los bailadores y en aquella jornada, en un estudio privado de Radiocentro, adquiría matices inéditos en las voces y guitarras del trío de Servando Díaz que, con la asesoría del mismo Grenet, lo montaba con vistas a su presentación inminente en el teatro América. Los compases del sabroso son pinero —«Ya los majases no tienen cueva / Felipe Blanco se la tapó…»— escapaban por la puerta entreabierta del local y contagiaban a artistas y a empleados de la CMQ, cuando alguien se acercó al compositor para comunicarle, no sin cierta complacencia, que de nada valía ensayar tanto cuando la Comisión de Ética Radial había resuelto suspender la difusión de la pieza.
Grenet pareció restar importancia al comentario; no quiso darlo por cierto y prosiguió con su trabajo como si nada le hubiesen dicho, pero era inútil que fingiera indiferencia. Sabía muy bien que aquella suspensión podía comprometer el éxito del espectáculo previsto para el teatro. La cabeza le dolía ya terriblemente cuando abandonó el estudio y se dirigió hacia la oficina de un alto ejecutivo de la emisora para que confirmase o desmintiese la noticia. El hombre le doró la píldora.
—Hay algo de eso… nada grave, entiéndelo. La Comisión se planteó el caso de Felipe Blanco, pero si tú cambias los dos versos que se le objetan, nadie impedirá que se siga tocando.
El compositor escuchó con alivio aquellas palabras. Si se trataba solo de dos versos, estaba dispuesto a sustituirlos con tal de que su sucu-sucu no fuera suspendido. Pero el dolor de cabeza no cedía y se había hecho mayor cuando su esposa, María Eugenia García, pasó a recogerlo para asistir juntos a una recepción que tendría lugar en la Embajada de Colombia. Allí el malestar se tornó intolerable y lo obligó a retirarse a su casa. La vieja hipertensión arterial que aquejaba a Grenet hacía crisis y lo fulminaba con un derrame cerebral. Nada pudieron hacer los médicos por impedir la hemiplejia. A las dos de la mañana del día siguiente entraba en agonía y cuatro horas después dejaba de existir el autor de Si me pides el pesca’o, La mora y Si muero en la carretera, entre otras composiciones que pasearon su nombre por el mundo y pusieron muy en alto la música cubana. Dicen los que lo vieron en sus momentos postreros que mientras se le iba la vida movía acompasadamente el brazo derecho como si estuviese percibiendo una extraña melodía que se empeñaba en trasmitir a una orquesta invisible.
Su amigo, el poeta Nicolás Guillén, en la crónica que con motivo de su muerte dio a conocer en noviembre de 1950, lo describía así: «Eliseo Grenet tenía 57 años, pero fingía 40. Pequeña la talla, anchos los hombros, corto el cuello que sostenía una cabeza poderosa, de líneas fuertes y bien distribuidas, el físico del popular compositor ofrecía un aspecto sui géneris. Una pulgada menos, y habría sido la catástrofe. Viéndole, nos sentíamos inclinados siempre a concederle dos pulgadas más…».
Nació en La Habana en 1893, y tenía solo nueve años de edad cuando sorprendió a los que lo conocían con una revista musical que estrenó en la escuela donde estudiaba. Era la época del cine mudo y las salas cinematográficas requerían de un pianista que acompañase las películas donde Francesca Bertini moría dramáticamente de tuberculosis en los brazos inevitables de Gustavo Serena. Pronto el muchacho, como pianista, comenzaría a buscarse la vida en el cine La Caricatura, donde le pagaban un dólar por noche hasta que poco después, y siendo todavía un adolescente, pasó a dirigir la orquesta del teatro Politeama Habanero, con la que estrenó no pocas zarzuelas. En 1926 dirigió el conjunto musical del teatro cubano de Arquímedes Pous. Con Ernesto Lecuona compuso Niña Rita o La Habana en 1830 y, ya en la cúspide de su fama, musicalizó varios poemas de Guillén: Negro bembón, Tú no sabe inglé, Sóngoro cosongo…
Afirman los estudiosos que sin el antecedente de Niña Rita no hubiera habido teatro lírico en la Cuba de los años 30. Muy apreciable es asimismo la música que escribió para el cine y que llegó a la gran pantalla en las voces de Miguelito Valdés, Josephine Baker, Libertad Lamarque, Jorge Negrete y Miguel Ligero, entre otros.
Gerardo Machado estaba en el poder y el Lamento cubano, de Grenet, que algunos compararon con El jibarito puertorriqueño, se hizo intolerable para los sicarios de la dictadura. Un esbirro machadista le aconsejó que saliera de Cuba para evitar males mayores. Al compositor no le quedó otra alternativa que seguir aquella recomendación, que más que tal era una orden, y decidió embarcar rumbo a España. Ya con el buque a punto de zarpar, el capitán lo llamó a su presencia y Grenet acudió a su encuentro con la idea de que el dictador no lo dejaría salir del país.
—Veo que viaja usted en tercera —le dijo el oficial.
—Es que no tengo dinero para viajar con más comodidad.
Las palabras del capitán entonces le devolvieron a Grenet el alma al cuerpo:
—Pues venga conmigo a mi camarote. Yo conozco su obra y no puedo permitir que un compositor de su talla viaje en tercera clase.
En España lo esperaba una sorpresa gratísima: su Mamá Inés recorría triunfalmente el mundo y rivalizaba en popularidad con El manisero, del también cubano Moisés Simons. Mil representaciones consecutivas alcanzaba en Madrid su zarzuela La virgen morena, cuando la capital francesa reclamó al compositor. Francia, que tradicionalmente había ignorado a América, empezaba a interesarse por las cosas de este continente y fue la música cubana —con Simons y Grenet por medio— la que abrió esa puerta, escribió por aquellos días Alejo Carpentier, a la sazón en París y testigo lúcido de ese acontecimiento. Una música, sentenciaba Carpentier, que olía a batey de ingenio, a patio de solar, a puesto de chinos, a pirulí premiado… y que no era otra que el son que irrumpía por igual en teatros y cabarés y la conga que Grenet imponía desde el cabaré La Cueva, de su propiedad.
Cada noche, en el Palace, Rita Montaner arrancaba ovaciones espontáneas con sus interpretaciones de Mamá Inés, y en otros centros nocturnos el público la reclamaba. Decía Carpentier: «Ingleses y franceses la bailan o hacen esfuerzos por bailarla. La movilidad y el dinamismo de esa música vencen todos los escrúpulos. Muchachas oxigenadas, que nunca salieron de París, cobran impulsos tropicales y exigen el bis a gritos. Los archiduques rusos pierden sus monóculos. Los yanquis gritan: Oh, wonderful! Las pálidas hijas de Albión olvidan por un instante sus poses prerrafaelistas al enterarse del sortilegio sonoro que viene de las Antillas».
Se quejaba Grenet de que las orquestas europeas, pese a su virtuosismo, no lograran interpretar a la perfección la música cubana; la síncopa de nuestros ritmos se hacía indescifrable para esas agrupaciones. Esa realidad lo llevó a concebir un nuevo ritmo a partir de las comparsas habaneras. Instrumentos esenciales en la cadencia novedosa serían el tambor conga y los cencerros, cuyos repiqueteos serían imitados por el piano. La melodía resultaría tan sencilla como un canto de niños. El 12 de junio de 1934, ya con la música en la mano, Grenet convocaba en La Cueva a los mejores coreógrafos y profesores de danza de Francia. Atacó la orquesta los compases y cinco parejas de bailarines de rumba comenzaron a moverse en la escena. Profesores y coreógrafos fueron instados entonces a escoger los pasos que más les gustaran y que servirían de base a la nueva danza. Antes de retirarse, dejaban establecidos los cinco pasos básicos de la conga, decía Grenet. Y puntualizaba enseguida: «Así quedó lanzada».
Pero ¡ojo! Advierte el erudito cubano Radamés Giro que Grenet no creó un nuevo género, pues para entonces la conga ya existía. Lo que hizo fue una estilización, con su correspondiente coreografía, para darla a conocer al público parisiense. Es una conga de salón que, por otra parte, ya se hacía en los cabarés de mala muerte de La Habana.
Cuando la conga hacía furor en Europa y se infiltraba en EE.UU., Grenet regresó a Cuba. Poco después partió hacia Nueva York y brindó allí, con bailarines cubanos, una demostración del cálido ritmo. Su estancia en Buenos Aires y en otras capitales latinoamericanas fue apoteósica, pero se quedó con las ganas de revivir en Hollywood el éxito clamoroso que consiguió en Madrid con La virgen morena. Jorge Negrete había logrado entusiasmar con esa zarzuela a algunos productores, y Frank Capra propuso a Grenet llevarla al cine en technicolor. No fue posible. Preludiaba la II Guerra Mundial e Inglaterra rompía hostilidades con la Alemania nazi. Como consecuencia 12 grandes proyectos cinematográficos quedaron en suspenso, entre estos la obra del cubano.
Sus últimos años en Cuba los pasó enfrascado en una lucha tan feroz como estéril contra el mambo, que consideró una desnaturalización de la música cubana. En Isla de Pinos, meses antes de su muerte, descubrió el sucu-sucu y le llamó poderosamente la atención. Era una danza que los pineros bailaban desde muy atrás y que debía su nombre al sonido característico que provocaban los bailadores sobre el piso al arrastrar rítmicamente los pies: sucu, sucu, sucu…
Grenet se enamoró de ese ritmo y pronto su Domingo Pantoja se convirtió en un hit, en tanto que Felipe Blanco sonaba el día entero en los radios domésticos y en los aparatos automáticos de los establecimientos comerciales y más de un humorista tomaba su letra como punto de partida para elaborar un chiste político o de temática escabrosa. Apunta Cristóbal Díaz Ayala que si bien las composiciones de Grenet en esa línea fueron exitosas, no hubo en el ritmo otras piezas de impacto ni otros autores lo secundaron. Precisa el destacado musicógrafo: «En realidad, el sucu-sucu tiene un patrón rítmico y melódico muy limitado; no permite muchas variaciones».
—Ya puedo morir tranquilo —decía el compositor—, porque el sucu-sucu es música cubana, libre de la odiosa contaminación extranjerizante.
No murió en paz, sino atenazado por la amenaza de la Comisión de Ética Radial sobre su Felipe Blanco, lo que no quiere decir que fuera el disgusto lo que le provocó la muerte. Pero así lo interpretó la gente. Millares de personas desfilaron ante su cadáver y acompañaron sus restos al cementerio en peregrinación silenciosa y solidaria.
Como en la muerte del trovador Manuel Corona, que pidió que hubiese junto a su tumba café y guitarras, Eliseo Grenet reclamó a sus amigos que no lo despidiesen con marchas fúnebres, sino que le cantaran sus composiciones favoritas, Mamá Inés, Facundo… Pero el maestro Gonzalo Roig, llegado el momento y en discrepancia con el deseo de Grenet y el criterio de algunos de sus amigos, prefirió ejecutar, al frente de la Banda Municipal, el Lamento cubano.