Lecturas
Hubo tiempos en que la Florida dependía de la Capitanía General de La Habana. En esa época, la capital de Cuba era, como ciudad, mayor y más importante que urbes como Nueva York y Filadelfia. Los ingleses, en 1762, no ocuparon la Isla; les bastó con ocupar La Habana. Que España, al año siguiente, cediera a Inglaterra toda la península de la Florida con tal de recuperarla, da una idea de la importancia que Madrid concedía a la capital de la Mayor de las Antillas.
Cayo Hueso era considerado parte de la Florida. De ahí que cuando España cedió esa península a Inglaterra, el Cayo también se consideró cedido. Pero Londres apenas le hizo caso al islote, que siguió siendo utilizado como asiento ocasional de pescadores nacidos en Cuba y en otras islas del Caribe. Cuando Estados Unidos logró su independencia arribaron al lugar ciudadanos de la nueva nación; aun así, durante años, Washington tampoco ejerció ningún control sobre Cayo Hueso ni lo reconoció. Tampoco lo haría gobierno alguno.
Fue quizá esa circunstancia la que motivó que en 1815 el Gobernador de La Habana otorgara el territorio del Cayo a Juan Pablo Salas. El avispado criollo retendría poco tiempo la propiedad. Crecía la presencia de ciudadanos norteamericanos en la Florida y Salas creyó que lo más conveniente sería vender el Cayo. Así lo hizo. Lo malo es que lo hizo dos veces. Primero, a un tal John Strong, y luego a John W. Simonton, que no demoró en traspasarla al general John Guedes, ex gobernador de Carolina del Sur. Fue entonces cuando se descubrió la trampa de Juan Pablo Salas. El asunto llegó a los tribunales y Simonton se alzó con la propiedad en disputa. No tenía más derecho que Strong, pero sí más influencias en Washington.
Ya para entonces el Gobierno norteamericano había decidido tomar cartas en el asunto y reconocer sus derechos sobre el Cayo. En efecto, el 25 de marzo de 1822, el teniente Matthew C. Perry, de la Marina de Guerra, desembarcaba en dicho territorio, plantaba la bandera de su país y proclamaba la soberanía norteamericana sobre Cayo Hueso.
Procedió asimismo a cambiarle el nombre. Bautizó el territorio como Thompson’s Island, en honor de Smith Thompson, secretario de Marina, y dio al puerto el nombre de Rodgers, en homenaje a un héroe de guerra. Ninguna de las nuevas denominaciones tuvo arraigo. Key West —Cayo Oeste— es su nombre oficial, aunque la gente de ascendencia española sigue llamándole Cayo Hueso porque, dice la tradición, los primeros colonizadores encontraron muchos restos de esqueletos humanos en sus playas.
Se le llame de una manera o de otra, la más meridional de las localidades norteamericanas, a unas tres horas de camino de Miami, es una ciudad turística por excelencia y goza del favor de viajeros de todas partes del mundo. Varias líneas de cruceros hacen escala allí. Las facilidades para el visitante son tan numerosas y extendidas que se llega a pensar que el Cayo está dedicado del todo a la industria del ocio. Sus restaurantes y hoteles, para todos los niveles adquisitivos, superan cualquier expectativa. Hay en sus museos muestras de tesoros salvados de terribles naufragios, y las tiendas de curiosidades atraen la atención del caminante. Tiene fama Cayo Hueso de ser, junto con San Francisco y Nueva Orleans, una de las urbes más liberales de los Estados Unidos, donde el entusiasmo de su gente y el paso alegre y descansado de la existencia convida a una estancia bohemia y relajada.
Hace cuestión de un mes, mi esposa Silvia Mayra y yo nos fuimos a Cayo Hueso, no como el reportero que soy, para lo que no estaba acreditado, ni como turista, sino como un viajero curioso de nuestra historia. Porque esa pequeña isla es, al decir de Jorge Mañach, un pedazo honorario de la tierra cubana. Hueso y médula de la patria, como afirma Fina García Marruz. Un lugar tan enlazado con el surgimiento de Cuba como nación que José Martí llamó «la yema de la República» al «Cayo querido».
Queríamos localizar en el cementerio de la ciudad la tumba de Juana Borrero y depositar una flor sobre ella, aquel lirio blanco con pistilos de oro que tanto habría agradado a Julián del Casal. Habíamos visto ya en la misma necrópolis el monumento a los mártires de la independencia de Cuba y el panteón donde fueron a parar, luego de que los desenterraran en La Habana, los restos de los tripulantes del acorazado Maine. Es domingo y no hay nadie en la oficina del camposanto que nos ayude a localizar el paradero del sepulcro de aquella adolescente atormentada, un caso excepcional de precocidad literaria: a los 12 años de edad tenía escritos ya algunos de los mejores sonetos de nuestras letras. Caminamos sin rumbo entre panteones donde pululan nombres de raíz latina, y la suerte nos ayuda. Lo hallamos cerca de la entrada, hacia la derecha; un sepulcro modesto cuya lápida consigna sus fechas de nacimiento y muerte (18 de mayo de 1877-9 de marzo de 1896) y una inscripción que, en su brevedad, la define como la gloria de Cuba que sigue siendo.
Arde la guerra del 95 y los amigos del doctor Esteban Borrero se van a la manigua o a la emigración. Por sus ideas separatistas, los Borrero también se ven obligados a salir de Cuba. Llevan dos meses apenas en el Cayo cuando Juana, enferma ya de cuidado desde antes de su salida de La Habana, contrae, según unos, la fiebre tífica; una pulmonía, según otros. «La sierpe que llevo oculta en el pecho me muerde…», escribe a su novio, el poeta Carlos Pío Uhrbach, incorporado ya al Ejército Libertador, y le pide con insistencia, más bien le ordena, que vaya a verla. El médico que la asiste y su mismo padre, también médico, poco pueden hacer por ella. Está muy grave, gravísima, y sale de su casa, por las tardes, a visitar el cementerio donde será inhumada, este cementerio donde estamos ahora, para irse acostumbrando al paisaje donde se levantará su morada en la eternidad.
No había cumplido aún Juana Borrero los 19 años de edad al ocurrir su deceso. En un poema que le dedica en su adolescencia, Casal advierte en ella la tristeza de los seres que morirán temprano. Ella sintió, en vano, por el poeta de Bustos y rimas una atracción que fue más allá de lo poético y que la acompañaría a todo lo largo de su vida breve. Carlos Pío sintió por Casal el mismo atractivo y la misma fascinación y ese sentimiento los unió en un noviazgo al que se opuso el padre de Juana.
No llega el novio a verla con vida. Pero Maceo lo manda a que en su nombre se entreviste en secreto con Tomás Estrada Palma, y Carlos Pío arriba al Cayo disfrazado de fogonero. Junto con su hermano Federico, también poeta, visita entonces la tumba de Juana. Por la alameda que conduce al cementerio se le ve avanzar. Se quita y se pone las gafas. Mira hacia atrás, como si sospechase que alguien lo sigue; camina con la frente erguida, sorbiendo la hiel de su dolor… Simpatiza Carlos Pío a todos los que lo conocen. Está hecho de esa mezcla tan cubana de pena y sonrisa. De vuelta a la manigua insurrecta, evoca en una carta a la amada muerta: «Ojalá sucumba en el primer combate y caiga, con su nombre en los labios, sobre esta patria que no la guarda». Muere poco después, en efecto.
Se dice que antes de 1760 vivía ya en Cayo Hueso gente nacida en Cuba. La primera fábrica de tabacos que existió en esa localidad data de 1831. Eso pone de manifiesto, afirman los estudiosos, que existía comunicación y quizá algún tipo de comercio entre el Cayo y La Habana. Esas fábricas o chinchales se multiplicaron al estallar la Guerra de los Diez Años, en 1868. Miles de cubanos se asentaron entonces en Cayo Hueso y el idioma español pasó a ser una lengua de uso diario. Se fundaron periódicos para los emigrados y surgieron escuelas bilingües. En 1871 abrió sus puertas el Instituto San Carlos, llamado así en honor de Céspedes, y cuatro años después un hijo del Padre de la Patria era electo alcalde de la villa.
Antes de la llegada masiva de cubanos movidos por la guerra, Cayo Hueso había sufrido una serie de incendios que devastaron gran parte de su zona urbana. Los cubanos se pegaron a la tarea de reconstrucción y gracias a su esfuerzo el Cayo adquirió una imagen nueva y próspera. En muchas edificaciones, la madera se sustituyó por ladrillos rojos. Y tejas cubanas se emplearon en las cubiertas. Todavía se mantienen algunas de esas edificaciones como testimonio de una época en la que los cubanos tanto aportaron al engrandecimiento económico y social de Cayo Hueso e hicieron de la localidad un lugar preeminente en la Florida.
Los gallos son una especie de animal sagrado en Cayo Hueso. Se mueven por los sitios más impensados y hacen virtualmente lo que les da la gana. Les llaman allá gallos gitanos. Nadie los ahuyenta, y desde hace varias décadas son motivo de controversia entre sus defensores y los que quieren eliminarlos. Hay también gatos de seis dedos. Es, por un gen determinado, una característica propia de animales de esa raza que llegaban a la localidad procedentes de Boston. Vi esos animales en la casa de Ernest Hemingway. Se considera que esos gatos traen buena suerte.
El autor de Adiós a las armas, que tuvo en La Habana su única casa verdaderamente estable, vivió en Cayo Hueso entre 1931 y 1939 y plasmó en su novela Tener o no tener muchas de sus vivencias de esa etapa. Un tío de Pauline, su segunda esposa, regaló al matrimonio ese inmueble de la calle Whitehead, construido en 1851.
Una anécdota deliciosa se asocia a esta casa. En 1937, cuando el gran escritor regresó de España —eran ya los días de la guerra civil— Pauline le dio la sorpresa de la piscina. Era la primera alberca que se construía en Cayo Hueso y Hemingway se sintió encantado de disponer de una de su propiedad.
La complacencia, sin embargo, pasó rápido; no más al enterarse de que construirla había costado unos 20 000 dólares. Le pareció inconcebible pagar esa cantidad de dinero para darle un valor añadido a una propiedad por la que en su momento el tío de su esposa pagó ocho mil dólares. Se dice que entonces sacó un centavo de su bolsillo y se lo entregó a Pauline mientras que, con ironía, le decía que dadas las circunstancias le entregaba su último centavo. La broma perdura en el tiempo y un centavo se ve empotrado en el piso, bajo la columna verde, cerca de la piscina.
Yo, por si acaso, dejé otro centavo al lado del suyo.
José Martí está por primera vez en Cayo Hueso en la Navidad de 1891, y la más nutrida de las emigraciones, la que nunca dejó apagar el fuego de la independencia en sus altares, lo recibe con los brazos abiertos. Con bandas y banderas. Una multitud enorme lo acompaña hasta el hotel Duval. Allí, desde su lecho de enfermo, lima asperezas entre los pinos nuevos y los viejos. Perduran todavía en el Cayo ciertas disensiones, resabios de la política del 68, pugnas entre aldamistas y quesadistas. Martí junta criterios y aúna voluntades. Hombres que llevan años sin hablarse, se abrazan en su presencia. Escribe allí mismo las bases del Partido Revolucionario Cubano, y cuando habla en el San Carlos, el viejo club de los cubanos, su discurso ya no tiene el dejo de fe ciliciada de sus discursos de los últimos años, sino un acento de gloriosa certidumbre.
Eso y la visita de Fidel Castro a Cayo Hueso en 1955 lo veremos la semana entrante.