Lecturas
El que más y el que menos recuerda la insistencia de la abuela sobre la conveniencia de ingerir el pescado fresco. Se imponía entonces adquirirlo lo más cerca posible de su captura; así, supuestamente, su sabor era muy superior al del pescado refrigerado. Lo ideal era entonces comprar el pescado vivito y coleando en la misma orilla del mar, aunque como eso no siempre era posible quedaba el recurso de las pescaderías o del vendedor ambulante que lo transportaba en una canasta y lo escamaba por encargo del cliente y ante su propia vista. Aquellos hombres a los que insistíamos en llamar «pescadores», aunque supongo que nada pescaran, más que vendedores ambulantes tenían una clientela más o menos fija. Sucedía algo curioso: era «marchante» el cliente y «marchante» el vendedor; «casero» el que compraba y «casero» el que vendía.
En una época en la que no se conocía el refrigerador y ni siquiera el hielo, la salazón fue una forma de conservar el pescado. Pero el pescado salado quedaba para los más pobres. Los más prósperos, si querían conservar el pescado que compraban fresco le extraían las agallas y las tripas, lo abrían a la mitad y lo rellenaban con azúcar prieta. Así preparado, lo guardaban en un lugar ventilado, afirma Guillermo Jiménez en su La cultura culinaria del mar en Cuba, publicado en la revista Catauro.
Añade que si se pretendía mantenerlo durante un tiempo más largo, el relleno se elaboraba con migas de pan tierno envueltas en el «espíritu» del vino a 32 grados; relleno que se imponía introducirle al animal en cuanto fuera sacado del agua. Se envolvía después el pescado entre ortigas y estas a su vez se cubrían con paja, que se remojaba con regularidad.
En tiempos de la trata negrera, un esclavo con marcas de viruela en el cuerpo, que señalaban que había padecido la enfermedad, se vendía más caro que el esclavo que no las tuviese. La persona que padecía la viruela, de quedar viva, quedaba inmunizada para siempre, y eso, en el caso de un esclavo, daba cierta tranquilidad al comprador: su pieza de ébano no se le moriría de viruela ni la padecería. Como los tratantes de esclavos debían garantizar de alguna forma al hacendado la salud del negro que le venderían, ofertaban preferentemente negros que ya hubiesen sufrido la enfermedad, y recurrían a una argucia cuando no los tenían disponibles. Con un hierro al rojo vivo marcaba el cuerpo a sus piezas para presentarlas así como vencedoras de la enfermedad. Era una época en la que la lepra, llamada también mal de San Lázaro, se atribuía al exceso en la ingestión de carne de puerco; sobre todo de un puerco alimentado con palmiche.
Los primeros europeos que conocieron, y probaron, el tabaco fueron Rodrigo de Xerez, hombre de confianza del almirante Cristóbal Colón, y Luis de Torres, judío converso. El hecho, de enorme trascendencia en la historia universal, ocurrió en el cacicazgo de Maniabón, en la bahía de Gibara. Fue allí que Xerez y Torres vieron a nuestros aborígenes que echaban humo por bocas y narices luego de inhalar de aquellos «mosquetes». Luego de darse ellos mismos su «patadita», corrieron a comunicar el hallazgo. Fue un informe negativo —el primero que se registra— sobre el tabaco.
Lo interesante del asunto es que Rodrigo de Xerez, como quien no quiere las cosas, llevó tabaco escondido a España y disfrutó de aquellas hojas hasta que su mujer lo descubrió. Como era algo inusitado, la buena señora, sin duda de armas tomar, denunció a su marido a la Santa Inquisición: Rodrigo de Xerez estaba «espiritado», es decir, endemoniado. La respuesta no se hizo esperar y el fiel ayudante de Colón fue a dar con sus huesos a una mazmorra.
Está fuera de toda duda que Torres y Xerez son los europeos que «descubrieron» el tabaco. Lo consigna Colón, de primera mano, en su Diario. No se sabe, sin embargo, si es cierta o apócrifa la anécdota acerca de la denuncia que a Xerez hizo su mujer. Verdadera o falsa, todos los historiadores del tabaco la repiten, y así también lo hace el ensayista y narrador cubano Reynaldo González, premio nacional de Literatura, en su libro El bello habano.
Digamos, como colofón de esta historia, que cuando Rodrigo de Xerez logró salir de su largo encierro, no pudo reprimir su asombro al ver la cantidad de gente que fumaba a su alrededor con la mayor tranquilidad. Y es que, dice Reynaldo González, gozaban de licencia eclesiástica para hacerlo.
Advierte el autor de El bello habano: «Si esto no es verdad, de todos modos repítanlo, que nos conviene, como se dice, porque es un símbolo de cómo el tabaco siempre comenzó burlando leyes, burlando dictámenes, bulas papales; cómo supo esconderse y ganar la pelea. Don Fernando Ortiz lo retrató como provocador religioso, en una misa en Perú, durante la cual, a falta de incienso, quemaron palos de tabaco, una tremenda herejía para la época».
Cuando La Habana halló su asiento definitivo a la orilla del puerto de Carenas, los habaneros se abastecían del agua de una cisterna que los historiadores ubican en la desembocadura del río Luyanó. Otra fuente de abastecimiento parece haber sido un pozo cuya localización corresponde a la actual Plaza de la Fraternidad.
Traer el agua a La Habana desde el río Almendares fue un sueño acariciado por los primitivos habaneros. Para hacerlo se valieron de la llamada Zanja Real. El agua represada en El Husillo corría por un cauce que seguía por las cercanías de San Antonio Chiquito, pasaba al pie de la loma de Aróstegui, donde se construyó después el castillo del Príncipe, y terminaba en el Callejón del Chorro, donde derramaba por un boquerón en la actual Plaza de la Catedral.
Ese fue, grosso modo, el recorrido de la Zanja. Sería muy largo enumerar los ramales y subramales de su intrincada red de distribución, que servía a hospitales, fortalezas, conventos, molinos de tabaco y granos, trapiches azucareros y edificios importantes, así como a los vecinos en general por medio de fuentes públicas, ya que la mayor parte de ellos no podía pagar las tomas o pajas de agua que exigía el Ayuntamiento y mucho menos construir aljibes, que eran patrimonio exclusivo de los ricos.
Las fuentes estaban diseminadas por toda la ciudad. Para beneficio del común se construyeron asimismo algunos lavaderos públicos y abrevaderos para el ganado. Se calcula que a comienzos del siglo XIX había en La Habana más de 130 de esas fuentes.
La construcción de la Zanja comenzó en 1566. Para allegar el dinero necesario para la obra se estableció el impuesto conocido como Sisa de la Zanja, que gravó bastimentos como el vino, el jabón y la carne, y sustituyó a un fracasado derecho de anclaje que se estableció con el mismo fin. Su costo fue, dice Emilio Roig, de unos 35 000 pesos y tenía dos leguas.
Las demoras fueron muchas. El huracán de 1575 destruyó cuanto se había avanzado hasta entonces. Dilataba asimismo la obra la continua falta de dinero y la interrumpía por períodos más o menos largos, lo que obligaba a las autoridades habaneras a acudir al rey español para que reactivara la sisa. Una vez construida, la Zanja debió ser objeto de reparaciones constantes no solo por los daños que ocasionaban las crecidas del río, sino por las averías que causaba la transportación de madera hasta el Cerro, los desechos de trapiches y molinos asentados en sus márgenes y los derrumbes provocados por animales.
Dice Eladio E. Alonso: «Al fin, tras vencer toda una serie de obstáculos… la Zanja quedó terminada en 1585, pero los derrumbes de los terrenos por donde pasaba y las tormentas tropicales que la afectaban no permitieron que el agua llegara a la Plaza de San Francisco hasta 1591, y al año siguiente al Callejón del Chorro».
La Zanja Real quedó abandonada después de 1835, cuando el Conde de Villanueva terminó el acueducto de Fernando VII. Aun así sus aguas continuaron usándose en algunos barrios, se utilizaron para el riego o como fuente de energía en industrias estatales o privadas. Fue rehabilitada en 1895, en los días de la Guerra de Independencia. Las autoridades coloniales temían que los mambises atacasen y destruyesen el acueducto de Albear, y recobraron la antigua Zanja como acueducto alternativo. Entonces había en La Habana 895 aljibes y 2 976 pozos que fueron inhabilitados durante los años iniciales de la República.
Dice el profesor Delio J. Carreras Cuevas, historiador de la Universidad de La Habana, que desde la fundación de esa casa de altos estudios, en 1728, hasta su secularización, en 1842, se graduaron allí 858 profesionales, en los grados mayores de licenciatura, doctorado y magisterio, distribuidos así en las facultades clásicas: Leyes, 265; Teología, 196; Artes, 185; Cánones, 121 y Medicina, 91.
Expresa además que en los días de la toma de La Habana por los ingleses, entre 1762 y 1763, la Universidad cerró sus puertas; de suerte que no se reportaron graduados en esa etapa.
En lo que hoy es el parque América Arias —frente al Memorial Granma— estuvo instalada la estación del ferrocarril urbano, cuyos trenes transportaban pasajeros hasta el Vedado. Donde después se construyó el hotel Sevilla, hubo un almacén de madera. Tres de esos establecimientos se asentaban sobre el Paseo del Prado y por esa misma calle sacaban su mercancía en carretas tiradas por bueyes.
En esa época, el Necrocomio de La Habana —lo que hoy sería el Instituto de Medicina Legal— se hallaba en la esquina de Zulueta y Cárcel y por ahí se entraba también a los fosos municipales.
En el Necrocomio, durante la Guerra de Independencia, se velaron los restos del coronel mambí Néstor Aranguren, y en 1906 los del general Quintín Banderas, muerto durante la llamada Guerrita de agosto que encabezaron los liberales contra el presidente Tomás Estada Palma.
En esa época, los trajes para caballeros, de alpaca negra y azul, se vendían en 16,80 pesos oro español, y los de dril blanco en 8,50 pesos oro, mientras que un restaurante del Paseo del Prado ofrecía un menú compuesto por consomé, huevos a la turca, filete de pargo gratinado, riñones furbilete, frutas varias, pan y café, por 80 centavos.
En esa fecha no existía aún la moneda cubana y circulaban en el país las monedas norteamericana, española y francesa. Un centén español equivalía a 5,63 pesos plata, en tanto que el luis francés a 4,51, más o menos, pues había que estar al tanto del cambio del día, que se publicaba en los periódicos.