Lecturas
Uno de los actos sociales más sonados de La Habana colonial fue la fiesta que los condes de Fernandina ofrecieron en honor de la infanta Eulalia de Borbón, hermana del rey Alfonso XII, de España, y de su marido, el infante Antonio de Orleans, a su paso por esta capital en 1893. Una noche inolvidable que reunió a toda la nobleza y a todas las bellezas de la época. Los caballeros lucían en el pecho las placas de las órdenes caballerescas, los collares y las bandas honoríficas, y las damas llevaban en el peinado la corona de su título. Esa suntuosa recepción, al decir de viejos cronistas, fue solo comparable con el soberbio baile de trajes auspiciado 30 años antes por el capitán general Francisco Serrano y su esposa, la trinitaria Conchita Borrell, en el Palacio de la Plaza de Armas, y el baile que se celebró en honor del príncipe Alejo, hijo del zar de Rusia, a bordo del buque de guerra Gerona, en la rada habanera.
Ya para esa época habían perdido los Fernandina toda su fortuna y con esta su lujoso palacio del Cerro. Vivían en la misma barriada, en una casona alquilada y no por ello menos lujosa, en la Calzada del Cerro esquina a Santa Teresa. En ese edificio, que ocupa hoy el hospital pediátrico municipal, tuvo lugar la fiesta y hay que decir, en honor a la verdad, que los condes, aunque ya arruinados, se gastaron en ella su platica.
Dice el arquitecto Luis Bay Sevilla en sus Viejas costumbres cubanas que el primer Herrera que llegó a la Isla fue el cuarto marqués de Villalta y casó aquí, en 1722, con una muchacha de la familia de los futuros condes de Casa Bayona. Un hijo de ese matrimonio contrajo nupcias a su vez con la sobrina del primer Conde de Casa Jaruco. Un fruto de esa unión, Gonzalo de Herrera y Beltrán de Santa Cruz, fue, por Real Despacho de 10 de mayo de 1816, el primer Conde de Fernandina. Al fallecer dos años más tarde, el título condal pasó a manos de su hijo José María, a quien se le confirió la condición de Grande de España en 1819. El segundo conde falleció en 1864. Su hijo, de igual nombre, heredó entonces el título y los bienes de su padre. Son el tercer Conde de Fernandina y su esposa Serafina Montalvo Cárdenas, los protagonistas de esta historia.
Había acumulado la familia una gran fortuna. Era propietaria, en Matanzas, de una finca cañera de 110 caballerías donde se hallaba emplazado el ingenio Santa Teresa, también de su propiedad. Poseía además el ingenio Guarro, cerca de Bauta, y la casa marcada con el número 440 (antiguo) de la Calzada del Cerro, construida por el segundo conde y que por sus detalles de composición marcadamente italianos hacía recordar a los especialistas las grandes villas de Palladio. El vasto portal, las finas balaustradas y el jardín con estatuas y bancos de mármol tallados en un solo bloque, la convertían en una de las más bellas mansiones del barrio y anticipaban lo que podría apreciarse en su interior.
Una de las mejores colecciones de arte de la Cuba colonial, acopiada por el segundo conde y engrandecida por su hijo, estaba en esa residencia. Óleos de Goya, Lorraine y Murillo, una alegoría de Rubens sobre una plancha de bronce, el famoso cuadro de La Perricholi, la amante de Amat, virrey español del Perú, pintado por el peruano Luis Montero, y varios lienzos del mexicano Páez, entre estos uno de sus célebres Cristo, la conformaban. Entre sus piezas se contaban además objetos provenientes de viejas dinastías imperiales chinas, gobelinos y abussones legítimos, costosísimas alfombras persas, finas porcelanas de Sevres, jarrones etruscos… El oro y el marfil estaban satos en aquella residencia. La plata que allí existía, tanto en cubiertos como en objetos de vajilla, podía rivalizar con lo mejor del mundo y sus monumentales bandejas y juegos de té de plata martillada procedían de las más acreditadas casas inglesas y francesas. Muy valioso era asimismo el mobiliario de Boullé, confeccionado por los mejores fabricantes franceses, y las vajillas de los tres condes provocaban la admiración y la envidia de sus invitados. La del primero con escudo grande en el centro; la del segundo con armas más pequeñas, al centro también, y corona y manto de duque, atributos de la Grandeza de España; y la del tercero con una G gótica bajo corona ducal en el borde.
Hoy es difícil llegar a conocer con precisión todo lo que los Fernandina reunieron. Los inventarios judiciales que se levantaron cuando los tribunales incautaron sus bienes recogen muchos cuadros sin señalar sus autores, y estatuas, cristales y muebles sin describirlos. El tercer conde había acumulado deudas cuantiosas y lo que fue suyo pasó a manos de Pedro Lacoste, rico terrateniente de las zonas de Holguín, Gibara, Colón y La Habana, que era su principal acreedor. Aun así Lacoste le concedió un plazo de tres años para que recuperara la casa del Cerro. No pudo hacerlo.
José María Herrera, tercer Conde de Fernandina y su esposa Serafina Montalvo vivían en grande. Se establecieron durante años en París y dejaron sus intereses en Cuba en manos de apoderados. Tuvieron tienda y no la atendieron. Tal vez de haberse ocupado directamente de sus asuntos y no haber tirado el dinero por la ventana hubieran podido sobrevivir a negocios desafortunados y a las crisis por las que atravesó el azúcar en su tiempo. Pero a Serafina le dio por rivalizar en gangarrias y trapos con la emperatriz Eugenia, de Francia, y la competencia resultó fatal. Sus propinas eran siempre superiores a las del Barón de Rotchilds. Un día, en Londres, pagó 25 000 pesos por una pareja de caballos con tal de que no fuera a parar a manos del Príncipe de Gales. Alternaban los condes con Isabel II, la destronada reina española, y eran visita frecuente en su casa; en tanto que la suya, donde tenían lugar las más sonadas fiestas de la Ciudad Luz, se convirtió en el centro de la aristocracia parisiense. Así alcanzaron allí gran celebridad, incrementada por la belleza deslumbrante de Serafina Montalvo, que hizo que Napoleón III se arrojara perdido a sus pies.
Si allá lo fueron, aquí no podían ser menos en ocasión de la visita de la Infanta Eulalia. Refieren las crónicas que el día de la fiesta, desde las nueve de la noche, un cordón ininterrumpido de carruajes ocupaba toda la Calzada del Cerro, desde la esquina de Tejas. Al llegar a la curva de Palatino era imposible dar un paso.
La casona de la Calzada del Cerro esquina a Santa Teresa resplandecía de luces. En las paredes podían admirarse un valiosísimo Guido Reni, que representa al centauro Neso en el instante de robarse a Dejanira y recibir el flechazo de Hércules; y dos originales de Murillo. Entre las reliquias más preciadas que conservaban los Condes de Fernandina, salvadas del naufragio económico, figuraba un mueble pequeño, casi un juguete, de ébano y marfil, y una copa esmaltada regalada por el rey Luis Felipe para el bazar que en el año 1843 organizaron las primeras monjas del Sagrado Corazón que llegaron a Cuba, objetos que al ser subastados quedaron en poder del segundo conde. En otra vitrina estaba el paladeo de oro que la emperatriz Eugenia regaló a la madre del Conde al nacer en París la primera de sus hijas.
Entre los retratos se contaba uno con la siguiente dedicatoria: «Recuerdo de cariño a la Condesa de Fernandina, de su amiga Isabel de Borbón. París 31 de agosto de 1881», que al verlo emocionó a la infanta Eulalia.
A las once, hicieron su entrada en la casa los infantes españoles seguidos por su comitiva: el Duque de Tamames, diplomático; la Marquesa de Arco Hermoso, dama de Corte de la Infanta, y el capitán Pedro Jover, gentilhombre de Cámara. A ellos se sumaba el Capitán General.
Rompió entonces la orquesta con el rigodón de honor que, entre otras parejas, bailaron Eulalia y el Gobernador, Serafina y el Infante de Orleans, y el Conde de Fernandina y la Marquesa de Arco Hermoso. También el Duque de Tamames y la Condesa de Buenavista, el Gobernador de La Habana y la Condesa de Macurijes, el general Arderius y la Condesa de Santa Coloma…
Acometió la orquesta otros aires y bailó toda la concurrencia hasta la hora del buffet. Veintiséis mesas para seis comensales cada una estaban dispuestas en el salón. Lamentablemente, la crónica no recogió el listado de los platos servidos ni las bebidas que deleitaron a la concurrencia.
Después siguió la fiesta. Eulalia, que la conocía desde que era una niña, reafirmó su criterio de que su anfitriona cubana era capaz de reinar en cualquier salón, por exclusivo que fuera.
Eulalia de Borbón fue el primer miembro de la Casa Real española que visitó La Habana. Llegó el 8 de mayo de 1893, un día en que «el sol ponía en el aire soplos de incendio», y su estancia apenas duraría una semana. España había sido invitada a participar en la Exposición Universal de Chicago y debía enviar una representación de alto nivel. Se requería de alguien capaz de despertar simpatías en Norteamérica y que, a su paso por Cuba, donde soplaban otra vez vientos de revolución, desvaneciera recelos y aplacara los ánimos. Nadie mejor que Eulalia para eso. Una mujer bella, en la flor de su edad —29 años—, culta, amiga de escritores y artistas, y de ideas liberales, tan liberales que a veces eran tachadas en la Corte de escandalosas.
Quiso la Infanta formarse una opinión propia sobre la situación cubana. No le bastaba lo que decían los periódicos. Tampoco los juicios que sobre el tema tenía Cánovas del Castillo, el presidente del Gobierno, «ciego en esto como nadie lo fue». Buscó entonces entrevistarse con el mayor general Calixto García, «el culto cabecilla», como ella le llamó, y con Rafael Montoro, el político autonomista, «gran cubano con madera de estadista como no lo teníamos en la península», y entre ambos, cada cual desde su punto de vista, dieron a Eulalia el cuadro de «la situación cubana como lo era en realidad».
La Infanta pareció comprender. Y se atrevió a sugerir, en la Corte, la autonomía para la Isla antillana. Cánovas estalló en cólera. Eulalia no se dio por vencida y pidió a Madrid otro trato para Cuba. «Es fama que tiene la voluntad recia», escribió de ella José Martí, que no fue remiso a elogiarle su risa bullente, el cabello áureo, los ojos azules, la fisonomía resplandeciente y móvil.
Muchos años después escribiría Eulalia en sus memorias: «La fiesta que en mi honor dieron en su palacio los condes de Fernandina, me impresionó vivamente, por su elegancia, su distinción y su señorío, todo bastante más refinado que en la sociedad madrileña de la época… La Habana es una ciudad rica, espléndida, galante, hecha al derroche, a la suntuosidad y al lujo, a las elegancias europeas y al señorío criollo. La Habana, nos hizo un recibimiento cálido, afectuoso y simpático, sin severidad formularia, pero lleno de emoción, como son los cubanos».
(Con documentación de Juan de las Cuevas)