Lecturas
El primer zoológico con que contó La Habana pasó sin pena y sin gloria.
No se piense en una instalación como las que conocemos hoy, sino en algo modesto, bien modesto, tanto que en sus comienzos se limitó a un estanque rectangular que tenía en el centro una representación en miniatura de la Isla y en el que se exhibían dos pequeños cocodrilos. La muestra, sin embargo, gustó tanto a los vecinos de la zona del Campo de Marte, en una de cuyas esquinas se emplazaba, y sobre todo a los niños, que su creador decidió ampliarla con varios corrales para dos o tres flamencos, unas cuantas grullas y algunos patos y sendas jaulas para un venado y un mono.
El autor de la obra fue José Díaz Vidal, un modesto empleado de la Secretaría (Ministerio) de Obras Públicas al que apodaban Cheo y se ocupaba de la jardinería del referido Campo. La construyó con su propio dinero y con la ayuda que le prestaron sus compañeros de trabajo. Poco se sabe acerca de aquel diminuto zoológico. Emilio Roig, en su libro La Habana: apuntes históricos, dice que comenzó sus exhibiciones en 1909 y que cuando desapareció contaba ya con unos 900 animales, pero para el profesor Abelardo Moreno Bonilla la muestra nunca fue más allá de aquel puñado de animales de que se habló antes.
Fuera de una manera o de otra, el caso es que aquel zoológico desapareció cuando Carlos Miguel de Céspedes, secretario de Obras Públicas en el gobierno de Machado, se empeñó en transformar el viejo Campo de Marte en la actual Plaza de la Fraternidad, con motivo de la celebración en La Habana de la Sexta Conferencia Internacional Americana de 1928.
Ya para entonces habían existido otros establecimientos similares, pero no abiertos al público. En la Quinta de los Molinos, residencia de recreo del Capitán General, hubo, para solaz y esparcimiento de los gobernadores españoles, una incipiente colección zoológica conformada en lo fundamental por aves acuáticas y algunas otras especies. Existió otra colección zoológica en una finca que la Compañía de Jesús tenía en la barriada habanera de Lawton y que debió ser visitada con fines recreativos e instructivos por alumnos del Colegio de Belén cuando ese prestigioso centro docente radicaba en La Habana Vieja y no en Marianao. A esa finca, que yo conocí desde fuera en los años 50, cuando todavía pertenecía a la Iglesia, le llamaban La Granja y tenía uno de sus límites en el parque de la calle B, espacio que quizá en un tiempo fuera parte de dicho predio.
En un recuento como este no puede quedar fuera la colección de monos, en especial de chimpancés y orangutanes, que tenía Rosalía Abreu en su casa-quinta de Palatino, en el Cerro.
Todavía existe la casa. «Se trataba —dice Moreno Bonilla— de una gran residencia rodeada de muchos árboles y jardines delimitada por una cerca de ladrillos, en la que la señora Abreu había hecho construir instalaciones especiales para un grupo numeroso de antropoides, a los que daba esmerada atención. A varios de los chimpancés les dio un entrenamiento especial que les permitía vivir en la casa libremente y hasta sentarse a la mesa para recibir sus alimentos». Allí se reprodujeron orangutanes. Nunca antes en el mundo esa especie se había reproducido en cautiverio. Corría la década de los 20.
Rosalía Abreu murió y la llamada Finca de los Monos fue desactivada rápidamente. Sus herederos vendieron parte del terreno y los antropoides fueron a parar a zoológicos norteamericanos. Años más tarde, el doctor Moreno Bonilla tuvo la satisfacción de comprobar en el zoológico de Filadelfia, a donde se trasladaron ejemplares de aquella colección, que los orangutanes de Rosalía seguían reproduciéndose. Descendiente de ese grupo fue la pareja que Moreno adquirió para el Jardín Zoológico de La Habana. Se llamaban, para perpetuar el nombre de sus progenitores, Guas II y Guarina II.
Pero no coloquemos la carreta delante de los bueyes y vayamos por partes.
Vicisitudes y demorasPorque no fue hasta 1937 cuando Moreno Bonilla y otros profesores de la Universidad de La Habana, como los doctores Nicolás Puente Duany y Carlos G. Aguayo, comenzaron a gestar la idea de construir un parque zoológico para La Habana. Como no disponían de otro dinero que el que ellos mismos aportaban, crearon un patronato para impulsar el proyecto. La iniciativa no cayó en el vacío, pues al año siguiente el presidente Federico Laredo Bru dispuso por decreto la creación del Jardín Zoológico Tropical y designó una comisión «para que organice el Patronato Nacional que allegará los fondos necesarios para establecerlo y desarrollarlo». Por decisión presidencial el ministro de Educación supervisaría el avance de los trabajos y el Patronato quedó conformado por delegados de todos los organismos e instituciones que tenían relación o responsabilidad con el mundo animal.
Ya para entonces Moreno y el resto de los profesores universitarios del grupo inicial habían estudiado las áreas de la ciudad donde podía emplazarse el zoológico, y eligieron la finca La Rosa, entre la Calzada de Aldecoa y el río Almendares, donde estaba situado el Vivero Forestal del Ministerio de Obras Públicas, así como los grandes talleres y el parqueo para vehículos desactivados o decomisados por ese organismo.
Aquí el relato se empata con el inicio de esta historia, pues el jefe del Vivero no era otro que Cheo Díaz Vidal, aquel modesto jardinero del Campo de Marte que había logrado ascender en su vida laboral. De más está decir que Díaz Vidal acogió con júbilo el proyecto y cedió espacio y dio facilidades para que en áreas a su cargo se construyeran jaulas y corrales para los animales.
El asunto, sin embargo, no marchaba con la rapidez esperada. El Patronato, cuya organización se dispuso en 1938, no se constituyó hasta cinco años después, en 1943. Su presidencia de honor recayó en el sabio naturalista don Carlos de la Torre, y la presidencia ejecutiva en el doctor Puente Duany, mientras que Carlos G. Aguayo y Abelardo Moreno Bonilla asumían la dirección y la vicedirección, respectivamente. Pero los caudales seguían siendo escasos, ya que a los aportes que gestionaban los miembros del Patronato entre particulares se sumaba una escasa ayuda oficial. Así, el Ministerio de Agricultura contribuía con los sobrantes anuales de los fondos del Negociado de Caza y Pesca de la Dirección de Montes, Minas y Aguas de esa entidad, y facilitaba además dos obreros para las tareas de construcción y mantenimiento. Otros tres obreros y algunos materiales aseguraba el Ministerio de Obras Públicas, en tanto que el Gobierno Provincial garantizaba un crédito de 500 pesos al año y el Ayuntamiento habanero hacía una subvención de 4 200 pesos anuales.
Con ese dinero, más el cobro de cinco centavos por la entrada y la cuota anual de un peso para el Miembro Protector, categoría que se otorgó a aquellos que querían contribuir al desarrollo del zoológico, echó a andar el nuevo establecimiento con las exhibiciones y servicios recreativos y de educación para los visitantes. En 1944, el Jardín Zoológico contaba ya con 180 animales, de los cuales 95 correspondían a especies de aves y 39 a reptiles.
Pero el terrible ciclón del 44 arrasó con todo.
Esplendor y despuésEl Patronato carecía de dinero para la reconstrucción del Zoológico y el Ministerio de Obras Públicas asumió su administración. Estaba en el poder el doctor Ramón Grau San Martín y un vasto plan de construcción se hacía evidente en la ciudad. Se proyectaron plazas y plazoletas, se erigió la Fuente Luminosa, se edificó el Barrio Obrero y se trazaron nuevos viales, entre estos la Vía Blanca. Se propició, en la intersección con la Calzada de 10 de Octubre, el enlace de las calles Dolores y Lacret. Se construyó la avenida 26... Es entonces que el ingeniero José R. San Martín, el ministro de Obras Públicas que era primo del Presidente, decidió incluir el Zoológico como una extensión de esa doble vía que dividió en dos la finca La Rosa. A partir de enero de 1948 el Negociado de Arquitectura de Ciudades y Parques, de Obras Públicas, se hizo cargo del establecimiento, que poco después sería adscrito al Departamento de Urbanismo del mismo Ministerio. La entrada principal quedó frente a 26 y no sobre Aldecoa, como era hasta entonces.
Es en esa época cuando se construyeron las instalaciones generales del acueducto y el alcantarillado de la instalación, las calles interiores, el foso de los leones y el de los osos, algunas jaulas... Fue una era de esplendor. Pero se cometió una falla grave: se echó a un lado, no se les dio participación alguna en el proyecto, a profesionales que, con su experiencia, mucho pudieron haber ayudado a hacerlo mejor.
Carlos Prío, que sucedió a Grau en la presidencia, no dio atención alguna al Zoológico, y con Batista, después de 1952, la cosa fue de mal en peor, pues el gobierno pasó la responsabilidad de la atención y mantenimiento de la instalación a la Organización Nacional de Parques y Áreas Verdes (ONPAV), institución autónoma dirigida por el dócil y obediente Leonardo Anaya Murillo, batistiano hasta la médula que utilizó en su beneficio personal las asignaciones presupuestarias incrementadas ampliamente.
El autor de esta página conserva un recuerdo doloroso de ese período. El Zoológico, en general, lucía sucio y desatendido y los animales, desnutridos, se morían de hambre en sus jaulas.
Otra vidaEse fue el Zoológico que encontró la Revolución. El nuevo gobierno debió enfrentar en aquel año de 1959 realidades políticas y económicas muy urgentes y delicadas, y aun así tuvo presente al Zoológico desde el primer momento. Se designó como director al doctor Moreno Bonilla y se procedió a ampliarlo en la medida en que lo permitiesen las edificaciones circundantes. Ocuparía entonces un área de 1¾ caballerías (23 hectáreas), lo que incrementó su superficie en un 40 por ciento, y se planificó como un centro de nuevo tipo, con una concepción que eliminaba cercas y rejas donde fuera posible y se valía de árboles y plantas para separar las exhibiciones contiguas. Los caminos interiores, que eran rectos, se hicieron sinuosos a fin de romper la visión de continuidad y evitar que el visitante, al estar frente a una exhibición, desviara su atención hacia lo que venía después. Al propio tiempo se proyectaba la ampliación del ya existente Parque Zoológico de Santiago de Cuba y se estudiaba la posibilidad de construirlos en otras ciudades. Fue ese año de 1959 cuando nació el proyecto de construir en las afueras de La Habana el Zoológico Nacional, con toda la superficie que requiriera y donde los animales se exhibirían en condiciones similares a las que tienen en los lugares donde viven de manera habitual.
(Con documentación de Carlos A. Álvarez Bianchi. Fuentes: Textos de Emilio Roig y Abelardo Moreno Bonilla.)