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Capitanes Generales (III y final)

El Conde de Valmaseda, recuerda René González en su libro Los capitanes generales en Cuba (1868-1878), dijo: «El que no está conmigo, está contra mí», frase que más de cien años después haría suya el presidente Bush.

Si Valmaseda fue el artífice de las trochas militares, que no paralizaron la guerra, pero sí obstaculizaron planes y movimientos del Ejército Libertador, su sucesor, el mariscal de campo Francisco de Ceballos, Capitán General interino, creó las contraguerrillas para combatir a los mambises e hizo recoger a todos los vagabundos en campos y ciudades y los envió a trabajar en la construcción de fortificaciones. Se le tenía como un hombre noble y caballeroso, de recto proceder, y muy valiente. Con su bastón y sin otra escolta que la de un puñado de policías, sofocó y desarticuló él solo la huelga de los cocheros de La Habana, y con mano férrea sojuzgó a los Voluntarios. Cometió, sin embargo, el error de decir la verdad. En un informe que envió a Madrid reveló la realidad de la guerra y desenmascaró las malintencionadas falacias de sus antecesores en cuanto a la contienda. Ese documento decidió su destino. Fue sustituido y abandonó la Isla en abril de 1873, luego de nueve meses en el puesto. No por eso acabó su carrera. Se le confiaron en España importantes responsabilidades militares y fue ministro de Guerra y ayudante del rey Alfonso XII.

Su sucesor, el teniente general Cándido Pieltain, tuvo el viento en contra desde su llegada a Cuba. Ningún alto cargo, salvo el jefe del Apostadero de La Habana, fue a recibirlo al puerto y pronto se vio obligado a aceptar la renuncia del general Riquelme, que ocupaba hasta ese momento la jefatura de operaciones del Ejército. Sustituyó Pieltain a los jefes principales y pasó a condición de cuartel a los que hasta su llegada condujeron la guerra. Pidió refuerzos, que nunca llegaron, y procedió a licenciar a unos 2 000 soldados que habían cumplido ya su tiempo de servicio. Eso le granjeó la crítica de los Voluntarios, que nunca lo vieron con buenos ojos, dadas sus ideas liberales. Había conseguido el gobernador sortear las intrigas de los integrantes de ese odiado cuerpo paramilitar, pero cedió a sus presiones al disponer la venta en subasta pública de los bienes embargados a los patriotas, disposición que Madrid desaprobó. Su gestión, en resumen, fue un fracaso doble, en sus planes militares y en su afán de implantar reformas liberales. Dimitió y, autorizado por su gobierno, abandonó la Isla sin esperar el relevo.

Virginius

Los cinco meses de mandato del teniente general Joaquín Jovellar se vieron signados por los sucesos que se derivaron de la captura del vapor Virginius, que transportaba hombres y pertrechos bélicos para los mambises. El buque de guerra español Tornado lo capturó en aguas internacionales y lo condujo a Santiago de Cuba. Allí, por órdenes del brigadier Burriel, jefe de la plaza, se sometió a sus tripulantes a un consejo de guerra y se les condenó a muerte. Las primeras sentencias se cumplieron en la madrugada del 4 de noviembre de 1873, el mismo día del arribo de Jovellar. Si bien el nuevo gobernador no pudo impedir esas muertes, tampoco hizo nada por evitar los 37 fusilamientos del día siete y los doce del día siguiente. No hubo más muertos porque el almirante Lambton Lorraine, a bordo de la fragata inglesa Niobe, atracada en el puerto de Santiago, solicitó el cese de la repugnante carnicería. Los españoles temieron que Lorraine bombardeara la ciudad, como ya lo había hecho con un poblado de la costa hondureña, y suspendieron los fusilamientos.

Aquella inhumana matanza dejó en situación muy comprometida a España y a sus autoridades en Cuba. Podía servir de pretexto a EE.UU. para intervenir en la guerra. Se iniciaron conversaciones entre Washington y Madrid en torno a los sucesos. Muchos oficiales españoles advirtieron que saldrían de las filas si el Virginius era entregado a las autoridades norteamericanas y Burriel era aclamado por los Voluntarios. El Arzobispo de Santiago, que saludó con entusiasmo los fusilamientos, fue excomulgado por el Papa, y Jovellar no tuvo otro camino que sustituir a Burriel antes de renunciar a su cargo. No obstante, dice el teniente coronel González Barrios en su libro, trató en su corta gestión de completar las fuerzas de Voluntarios y las Milicias, organizar el Ejército, mejorar los haberes y las raciones de la tropa y fortalecer las defensas de las poblaciones. Creó además las compañías de administración militar con el convencimiento de que un ejército moderno no podía operar sin ella.

Concha

El panorama militar era complejo en la Isla cuando el capitán general José Gutiérrez de la Concha asumió el mando en 1874. Máximo Gómez había atravesado la trocha de Júcaro a Morón y se combatía fuerte en Las Villas. Era la tercera vez que ocupaba el gobierno de la colonia. En un período anterior reprimió con puño de acero los levantamientos de Agüero, en Camagüey, y de Armenteros, en Trinidad, y fue brutal con los expedicionarios de Narciso López. A 51 de ellos los hizo fusilar en el castillo de Atarés y entregó luego sus cadáveres a las turbas para que los profanaran y mutilaran, y en un espectáculo circense, en la explanada de La Punta, hizo ejecutar a López en garrote vil. Eso llevó a exclamar a un abogado norteamericano de Illinois que Cuba sufría el peor gobierno del mundo. Ese abogado era Abraham Lincoln.

Había sido ministro de Guerra y también de Marina y Ultramar. Cuando en 1868 los militares se sublevaron contra Isabel II, la soberana pidió ayuda a Concha y le encargó la presidencia del Consejo de Ministros. Pero no fue mucho su celo en combatir la insurrección y en definitiva la reina fue destronada. Concha pasó a residir a Francia y no volvió a España hasta que en 1874 el general Pavía disolvió el parlamento y puso fin a la primera república. Fue entonces que volvieron a confiarle los destinos de Cuba.

Ya aquí acometió cambios en el Estado Mayor y en las comandancias generales. Esos cambios afectaron el desenvolvimiento de las operaciones militares, dice el teniente coronel González Barrios. Agrega el investigador que ante la imposibilidad de recibir refuerzos desde España, Concha creó los «batallones de milicias disciplinadas de color», fuerza armada, bien vestida y alimentada para enfrentarla a las tropas mambisas. «Con el tiempo la medida fue quedando a un lado, fundamentalmente por el temor de que los negros, una vez pertrechados, pasaran al bando insurrecto», precisa González Barrios.

Concha afirmaba que para gobernar a Cuba bastaba un violín y un juego de naipes. Pero la fórmula no le funcionó durante su último mandato. Se le acusó de traficar con esclavos y se dice que ya en el albur de arranque vendió en su provecho a todos los negros que sus propietarios confiaron al gobierno para que prestasen servicio en ambulancias, convoyes y trabajo de fortificaciones. Cobró fama de bebedor y jugador, acrecentada con su presencia en las veladas y tertulias de la Condesa de Jibacoa. En la Quinta de los Molinos fue víctima de un atentado del que salió ileso. Jamás se encontró al culpable, aunque se sospecha que fue un Voluntario. Escribió tres libros sobre sus experiencias cubanas.

Vuelve Valmaseda

Tampoco pudo el Conde esta vez sofocar la guerra. No llegó al año en su mando y se fue como llegó: sin un saludo, sin un alma que lo vitoreara. Odiado por los cubanos y peleado con el Casino Español. Vino otra vez Jovellar. Había cobrado nombre en España luego de su fracasado paso anterior por la Isla: ministro de Guerra, compañero del rey Alfonso en importantes hechos de armas y presidente del Consejo de Ministros. Pensaba ya en no volver más a Cuba y acompañar al monarca en el final de la guerra carlista, cuando el estruendoso fracaso de Valmaseda llevó a Madrid a proponerle otra vez la Capitanía General. Sería el último Capitán General en Cuba durante la Guerra de los Diez Años y arribó a La Habana el 18 de enero de 1876.

Dice González Barrios: «Para Jovellar el mando de la Isla significaba un serio reto, pues estaba convencido de que los métodos seguidos hasta entonces, lejos de llevar a la victoria sobre las armas cubanas, conducirían a la ruina total de la Isla y de la propia España». Reorganizó el Ejército y al frente de la tropa dirigió una activa campaña contra Máximo Gómez en Las Villas, en la que prácticamente se combatió a diario. Jovellar y Gómez se enfrentaron en Cafetal González, una de las batallas más gloriosas de las gestas mambisas, y aunque los resultados iniciales del encuentro fueron favorables a los cubanos, los españoles, repuestos del impacto sorpresivo, organizaron una persecución que agotó a la caballería insurrecta y obligó a los cubanos a replegarse. Supo Jovellar aprovechar el espíritu regionalista que imperaba en las filas liberadoras y afectaba la disciplina y logró detener la extensión de la guerra más allá de Las Villas y desgastar a Gómez en aquel territorio. «Pero la guerra continuaba su curso y los independentistas cubanos, disciplinados o no, mantenían latente la intransigencia anticolonialista sin deponer sus ya veteranas armas. A la sazón, Jovellar declaró “inútil toda la sangre española que se ha derramado y se está derramando en esta Isla”, apunta González Barrios.

Así, en medio de una contienda con futuro incierto, Jovellar presentó su renuncia y no se la aceptaron. Cánovas del Castillo encontró una solución salomónica. Permanecería en Cuba en su puesto de Capitán General, a cargo del gobierno de la colonia y el control de la situación económica y política de la capital, en tanto que el capitán general Arsenio Martínez Campos, el principal vencedor de las guerras carlistas, asumía la conducción de la guerra.

Jovellar, de inicio, no aceptó, pero el ruego del gobierno y del propio Alfonso XII le hizo variar de idea. Esperó a Martínez Campos en el puerto y subió al barco que lo trajo a darle la bienvenida. Lo hizo vestido de civil. Daba a entender así que se desentendía de las cuestiones militares.

Martínez Campos saldría triunfador de la Guerra Grande. Le llamaron El Pacificador. Puso en práctica los mismos procedimientos que empleó en España para acabar con los carlistas; la seducción y la humanización de la lucha, unidas a activas operaciones contra un adversario que conocía desde años atrás, cuando enfrentó la invasión a Guantánamo por Gómez, en 1871. Cesó la guerra a muerte y los débiles y vacilantes abandonaron las filas mambisas. Máximo Gómez se lo hizo saber cara a cara: «La insurrección muere, no por las armas españolas, sino por las condiciones personales y la política de usted».

Jovellar abandonó la Isla el 18 de junio de 1878, finalizada ya la contienda. En España, el rey premió sus servicios con el ascenso a Capitán General y el título de Caballero del Toisón de Oro. Ocupó altos cargos y fue gobernador de Filipinas. Martínez Campos, su sustituto en el cargo, salió de Cuba el 5 de febrero de 1879. El monarca le ofreció la presidencia del gobierno y la cartera de Guerra. Pero eran muchos y muy fuertes sus enemigos y se conjuraron para amargarle la victoria. Volvió a Cuba cuando la Guerra de Independencia y fue derrotado. Tenía sangre africana en sus venas y eso también se lo echaban en cara. Era hijo de un militar español y una negra cienfueguera.

Solo me resta, tras este arduo recorrido de tres semanas, recomendar la lectura del libro Los capitanes generales en Cuba (1868-1878), del teniente coronel René González Barrios, publicado por ediciones Verde Olivo. Será una experiencia provechosa.

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