Látigo y cascabel
Deben haber sido fabulosos los Jardines Colgantes de Babilonia; los que, 600 años antes de Cristo, mandara a construir Nabuconodosor II, rey de Caldea, para que su esposa, acostumbrada a vivir rodeada de bosques y follajes, se sintiera más a gusto en una ciudad casi desértica y, según consta en los libros de Historia, bastante polvorienta.
Aunque estos no fueron los primeros «edenes» fastuosos que conoció la humanidad, sí alcanzaron inmensa notoriedad. Tanta, que clasificaron entre las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. En lo adelante sería una muestra de caché exhibir parcelas donde elegancia, color y creatividad anduvieran juntos; espacios que reflejaran la sensibilidad artística y el conocimiento del entorno que tenía el diseñador.
Y claro, Cuba no se perdió esa moda. A finales de la década de los años 20, cuando La Habana comenzó a expandirse, el urbanista francés J.C.N. Forestier concibió un plan con el objetivo de embellecer y ampliar la capital cubana. Muy influenciado por la jardinería europea, el galo pensó en la construcción de grandes avenidas al estilo de la Quinta o la de los Presidentes, donde abundaran espacios verdes que las adornaran, y en las que predominaran las formas geométricas y las llamativas podas.
Más cercano en el tiempo está el Jardín Japonés, del Jardín Botánico Nacional, creado por el afamado arquitecto y paisajista Yoshikuni Araki, quien por medio del agua, rocas y vegetación, logró una perfecta armonía, y regaló a La Habana una obra verdaderamente inspirada y bella.
Entonces, el apego y la admiración de los cubanos por la jardinería no es cosa de hoy, y que esta siempre será bienvenida cuando su disfrute —si no enseña su oreja peluda el mal gusto— ofrezca goce estético y espiritual.
Así, aplaudo la iniciativa del gobierno de la Ciudad para hacer más agradable nuestros paseos, explotando una añeja práctica del gusto de muchos —sobre todo en momentos en que la situación económica del país no permite asumir las necesarias reparaciones y pintura de inmuebles y fachadas—, que devuelva el esplendor a una urbe que ha inspirado a poetas, novelistas, músicos... Esa Habana que algunos ciudadanos inconscientes se empeñan en maltratar y afear.
No puedo hablar de todo lo que en este sentido se ha hecho, sin embargo, quiero llamar la atención sobre el peligro de que algo ideado para realzar ejerza el efecto contrario, quizá porque los «ornamentos» no estén ubicados en el mejor lugar o porque el kitsch señoree en algunos de ellos.
Ese fue el caso, por ejemplo, del cisne que, ubicado frente a la Facultad de Artes y Letras, por un tiempo le hizo la «competencia» visual a una obra de probada calidad como Inducción Cromática para La Habana, con la cual el reconocido artista venezolano Carlos Cruz Diez saludó el aniversario 40 de Casa de las Américas, hace justamente una década.
Mal convivían el proyecto de vanguardia de Cruz Diez, que ha encontrado su espacio perfecto, y esta ave de cuello estirado con apariencia de papier maché, la cual no tuvo la suerte del popular «patico» de Andersen, y que sabiamente ha sido retirado. Aunque, para ser del todo sincero, consideré menos feliz el ¿pavo real? que, situado en la rotonda que da paso a Vía Blanca, 26 y Boyeros, miraba con ojos desorbitados hacia la Calzada del Cerro. Ambas propuestas ¿estéticas?, en mi opinión, poco tenían que ver con lo cubano y con nuestra cultura popular; jardines que queriendo evidenciar refinamiento no consiguen alcanzarlo.
Y no es que quiera los Jardines de Versalles en La Habana, pero sé de artistas-jardineros que componen obras maestras aprovechando con ingenio y creatividad los contrastes de dimensiones, texturas, formas y colores que brinda la naturaleza.
Entonces, enhorabuena por este nuevo esfuerzo para hermosear el lugar donde habitamos, pero es esencial no perder de vista que el pseudoarte y la escasez de gracia se pueden colar con mucha facilidad allí donde sobran las buenas intenciones.