Inter-nos
¿Acaso lo que Dick Cheney quería en 2007, y para lo cual presionó a George W. Bush, el hijo, será parte de los planes del Pentágono de Barack Obama?
La pregunta viene al caso, porque las memorias del ex vicepresidente revelan que intentó sin éxito que el jefe del régimen de entonces lanzara un ataque militar contra Siria en el verano de hace cuatro años. Entonces puso ante el gabinete la justificación habitual, Siria tendría un sitio nuclear; pero nadie lo secundó y, según sus lamentos, fue «la voz solitaria» en el Gabinete.
Sin embargo, tres meses después de su propuesta fallida, el buen socio de Israel bombardeó el lugar, a pesar de que la Agencia Internacional de Energía Atómica no fue capaz de asegurar el aserto que aparece en el libro de Cheney a punto de ponerse a la venta: Mi tiempo. Una memoria personal y política.
La razón probable a la poca receptividad del gabinete Bush a tan peligrosa y halcónica propuesta, habría que encontrarla en otra guerra, la de Iraq, que también fue obra y gracia del ultraderechista Cheney, el hombre de los intereses de la Halliburton, que tanto provecho le sacó como contratista al asalto de las hordas imperiales contra el país mesopotámico.
Era mucho el compromiso, en ese año Estados Unidos había multiplicado por seis los ataques aéreos, tenía programado incrementar en 30 000 efectivos más sus fuerzas, se dedicaba a incentivar enfrentamientos entre la resistencia y el ejército mahdi para dividir más aún al país, y cuando ya estaban próximas las elecciones de noviembre fue humillado y ahorcado Saddam Hussein, aunque el brazo ejecutor fueran los iraquíes, haciendo de totí.
Y aunque las elecciones las ganó el demócrata que había prometido concluir la guerra y traer a casa las tropas de combate, nada de nada. Ahí están todavía 50 000 efectivos estadounidenses en Iraq, y los mercenarios contratistas suplen el rol de las fuerzas regulares para garantizar los intereses de EE.UU. (en enero de 2011 habían 87 000 contratistas en Afganistán y 71 000 en Iraq).
Añadan que las divisiones internas se mantienen, no hay prácticamente recuperación de la infraestructura destruida ni de la economía, como no sea en ganancias de las petroleras transnacionales que se repartieron ese botín, y los iraquíes ponen muertos a diario en una violencia que no tiene fin, y que justifica que se le clasifique como una guerra eterna.
Los recursos que ha menguado para el escenario iraquí la actual administración los ha revertido en Afganistán, donde las operaciones tienen un carácter más sofisticado y están probando todo el armamento robótico, y donde al mismo tiempo se ha triplicado la presencia estadounidense. No olvidemos que Obama mantuvo, hasta hace un par de meses, a Robert Gates como secretario de Defensa, por tanto, era la prolongación oficial de la guerrerista política del republicano.
Realmente ha resultado tan guerrero como Bush. La guerra de Afganistán la amplió a Paquistán, y según declaraciones de las fuerzas militares y de inteligencia de EE.UU. apenas hay cien combatientes de la terrorista Al Qaeda; las «revoluciones» en los países árabes, más allá del disenso interno, tienen el sello de las operaciones de inteligencia estadounidense, Libia le corresponde enteramente, y el presupuesto militar de Estados Unidos sobrepasó todas las barreras. Eso es la política militar de Barack Obama.
¿Quién puede asegurar que no abra las puertas a la agresión contra Siria, sometida ya a una guerra sucia en los medios mundiales y a la presión de una rebelión interna? ¿Intentará el efecto dominó en América Latina, una posibilidad de intención si seguimos el hilo conductor de la constante arremetida contra Venezuela?
No son pocos los politólogos que aseguran que Obama, en esencia, ha continuado y expandido las políticas de la era Bush.