Inter-nos
Por estos días de tragedia en Chile, el terrible terremoto de 8,8 grados que sacudió una parte importante del país andino parece haber tenido una consecuencia de magnitud planetaria, pues un geofísico de la NASA de EE.UU., Richard Gross, asegura que redujo la duración del día en 1,26 microsegundos, y desplazó el eje de la Tierra en ocho centímetros. Conocemos también ahora que el sismo de 9,1 ocurrido en diciembre de 2004 en Sumatra, Indonesia, y que provocó el devastador tsunami, también redujo el día 6,8 microsegundos.
Supongo que eso puede estar encogiéndonos la vida a todos, más allá de los miles que perdieron la existencia en esas catástrofes, que se unen a otros eventos extremos de la naturaleza, como el huracán Katrina que asoló a Nueva Orleans en 2005.
Pero lo peor es cómo se les encoge el alma a algunos, y lo amoral pasa a ser el modus vivendi. Y, cuidado, no me refiero a quienes ahora en Chile han estado saqueando en busca de alimentos, porque tiene toda la razón la alcaldesa de la ciudad de Concepción, cuando admitió: «Hay una situación muy compleja. La gente honesta está, yo creo, con una sensación de indefensión gigantesca», una justificación para ese proceder, que se ha visto repetido en otras ocasiones, en otras partes del mundo.
Sumo ahí lo que pudo haber sucedido en la ciudad estadounidense del Golfo de México, cuando el país más rico del mundo, en especial el entonces rector de la Casa Blanca, George W. Bush, el hijo, se desentendió del asunto y abonó el caos y otras conductas, que ahora salen de nuevo a la palestra. Estas últimas son el meollo de la reducción moral.
En Nueva Orleans, hubo una sola respuesta inmediata: sacar a la policía a las calles inundadas, enviar tropas, y contratar a los mercenarios de Blackwater —los mismos que medraban fortuna y cometían crímenes en Iraq— para «mantener el orden», y resultó que algunos de los agentes actuaron como «gángsteres sin ley».
Entonces hubo testimonios y denuncias de que los guardianes demonizaban al pueblo negro de Nueva Orleans, mientras reprimían y disparaban contra las personas que buscaban comida, tratándolos de delincuentes. Se llegó a decir, con sobrada razón, que a la mano ciega del huracán se habían unido las de quienes estaban realizando una limpieza étnica.
Ahora, el diario Times Picayune, el principal periódico de Nueva Orleans, ha expuesto que un ex supervisor de la policía —el teniente Michael Lohman— se confesó culpable de obstruir las investigaciones de la fiscalía federal, y reconoció su participación en una conspiración para justificar y encubrir el ataque a tiros contra seis personas desarmadas en el Puente Dezinger, en la mañana del 4 de septiembre de 2005, en medio de la terrible situación provocada por el paso del Katrina y la desidia de las autoridades.
Lohman no ordenó colectar la evidencia o interrogar a los testigos, permitió reportes con información falsa, ayudó en el plan de plantar un arma bajo el puente para justificar la masacre y mintió a los investigadores que cuestionaron la acción policiaca.
Todavía no hay muchos comentarios sobre el asunto en la Policía, la Alcaldía, y menos aun en los protagonistas de la indiferencia oficial que provocó estas «víctimas colaterales», a manos de quienes se supone debían proteger y no herir o matar.
Las víctimas fueron Ronald Madison, de 40 años, deficiente mental; y James Brissette, de 19, también asesinado. Otras cuatro personas que le acompañaban resultaron heridas graves, entre ellas Susan Bartholomew, quien perdió parte de su brazo; su esposo Leonard Bartholomew III, con impacto en la cabeza; su hija Leish y un sobrino, José Holmes, quien sufrió múltiples heridas.
Por supuesto, los abogados defensores de los seis uniformados que apretaron los gatillos y del que los encubrió, han alegado «inocencia» para su clientela, que habían salido impunes cuando el caso colapsó en una corte en 2008.
Más allá del caso judicial que ahora se reabre —y pudiera ser o no que a los culpables llegue el castigo merecido—, se hace evidente que de nuevo la conducta psíquica violenta brota como epidemia gangrenosa en EE.UU., un desorden social de amplitud cuya raíz está en el permanente uso y justificación de la fuerza, llevada a doctrina de seguridad nacional por repetitivas administraciones que siguen manteniendo guerras e invasiones como línea política para dominar al mundo.
¿Qué importancia pueden tener seis negros baleados en Nueva Orleans, o los miles de iraquíes y de afganos que todavía hoy están muriendo en sus países hollados por las fuerzas estadounidenses? Efectivamente cuánto se nos encoge la vida...