Inter-nos
El 6 de abril de 1909, un hombre se liberaba de la obsesión que había marcado su vida. Aprovechando la magnífica temperatura de esa jornada, con máximas de 15 grados bajo cero y mínimas de 33 grados bajo cero, el comandante de Marina y explorador norteamericano Robert E. Peary escribía en su diario: «La recompensa de más de tres siglos, mi sueño y ambición durante 13 años. ¡El Polo, por fin mío, no puedo creerlo...».
Peary, su amigo Matthew Henson y cuatro esquimales habían alcanzado por primera vez en la historia el Polo Norte geográfico. Los acompañaban 40 perros y el regusto de haber cerrado uno de los capítulos más importantes en la historia de las conquistas geográficas.
El Polo Norte, a diferencia del Polo Sur, no es tierra firme. El hielo flotante del océano Glacial Ártico, con un grosor hasta de cuatro metros, forma un enorme desierto blanco.
Cuentan que Peary decidió que la única manera de ser tan grande como Cristóbal Colón, su personaje favorito, era convertirse en el primer ser humano que alcanzara «el norte más lejano». Lo intentó en vano en tres ocasiones, y llegó a sufrir la amputación de los dedos de los pies por las congelaciones. «Unos cuantos dedos no son un precio demasiado elevado a cambio de alcanzar el Polo», decía mientras preparaba la cuarta y definitiva expedición. Una banderita remendada quedó como prueba del éxito.
Las viejas crónicas que relatan los primeros encuentros del ser humano con los extremos del planeta tienen el deslumbramiento de los primeros exploradores marinos. Los dos polos eran fascinantes y hermosos en la misma medida que crueles y despiadados, pero en la Antártica el cielo era, más que en ningún otro sitio, sinónimo de paraíso. Un mundo misterioso y mágico que fue observado por primera vez en toda su belleza por el capitán James Cook, que entre 1772 y 1774 ya había dado la vuelta al mundo cruzando en dos ocasiones el círculo polar Antártico. Cook localizó entonces inmensas colonias de focas que ahora apenas se ven en aquellos parajes solitarios, cada vez más ajenos a la imagen que deslumbraba en los siglos XVIII y XIX.
Hoy los polos se derriten, los bosques del Ártico parecen borrachos vacilantes porque no tienen donde afincar sus raíces, los osos hambrientos se entregan al canibalismo esperando la muerte y los hielos se abren anunciando la apertura de dos nuevas grandes vías marítimas y el acceso fácil a enormes y codiciados yacimientos petrolíferos.
Ayer, un informe de la Comisión de Investigación del Ártico, preparado para el presidente George W. Bush, y el Congreso de su país, prácticamente se alegró de esta circunstancia dramática. «El descenso de la capa de hielo en el Círculo Ártico implica que las rutas antes impenetrables ahora están abiertas gran parte del año, y con menos hielo, habrá un mejor acceso a la exploración y extracción de petróleo en esa zona, que contiene cerca del 25 por ciento de las reservas de petróleo y gas del mundo».
La diferencia en los costos es notable, dijo Mead Treadwell, el presidente de la comisión. Transportar un contenedor entre Europa y las islas Aleucianas en Alaska cuesta unos 500 dólares. Para llevar el mismo contenedor entre Europa y el puerto de Yokohama, a través del canal de Suez, hay que pagar unos 1 500 dólares.
Se frotan las manos, codiciosos, y le dan la espalda al hecho real de que, si se agrava el calentamiento, el nivel promedio de los océanos podría subir nada menos que siete metros. Catástrofe que no es para mañana. Si Groenlandia perdiera modestamente solo un diez por ciento más de sus hielos, los niveles de los mares crecerían en 70 centímetros, muchas islas quedarían bajo las aguas y el Polo Norte no sería un descubrimiento, sino una triste alucinación del pobre Peary.
¡El Polo, por fin de nadie, créalo!