Desde la grada
Se retiró Serena Williams. Lo dije por nostalgia y a modo de experimento en un parque, en medio del debate, y tres o cuatro señores mayores comenzaron a alabarla. Lo dije en una guagua y un muchacho de mi edad, sin conocerme, me dijo: «asere, es una monstrua». No lo dije en la redacción y una colega que guarda pocas simpatías por el deporte indujo el tema y me preguntó si escribiría al respecto.
Pero no es fácil, una vez que tienes el papel en blanco delante, encontrar las justas palabras, acaso las frases exactas para radiografiar a semejante deportista. En casos similares, los periodistas de esta rama solemos ensalzar a los atletas con apologías que merecen, pero que de tanto reiterarse pierden fuerza.
Serena, en todo caso, más que adjetivos que la elogien y más que recuentos que demuestren la exacta magnitud de su grandeza, parte del punto de la insumisión a un deporte que por años ha encumbrado cualidades humanas tan problemáticas como el racismo, el sexismo o la excesiva tendencia elitista.
Al inicio conté tres ejemplos reales que a lo mejor sirven para ilustrar las dimensiones que alcanza la leyenda de una de las dos hermanas Williams, la gran Serena, una de las tenistas más grandes que ha parido la historia y además un símbolo de rebeldía e ímpetu.
Pero esto, reitero, ya lo sabemos. Habría que volver entonces al punto de cómo una estadounidense negra logró batir a base de talento, osadía y tolerancia los viejos prejuicios de una masa millonaria de fanáticos, casi del mundo entero. No solo se les enfrentó, venció cuanto quiso y cambió la realidad, sino que además terminó siendo amada.
La idolatría pudiera ser entonces el concepto idóneo para el fenómeno de la hermana de Venus —¡vaya par, porque de la otra Williams también pudiera decirse mucho!—. Una mujer de raíces africanas se convirtió con los años en diosa en las canchas donde iba (y va todavía en muchas partes), la gente pudiente y, en su momento, la gente blanca.
Por eso no son pocos los 23 Grand Slam que aparecen en sus vitrinas ni el primer puesto del ranking WTA que mantuvo por 319 semanas. ¡319 semanas! Equivale a poco más de seis años. Seis años en que fue intocable, en que nadie pudo practicar un mejor tenis. Fueron seis años válidos para poner el mundo a sus pies.