Añoranza por la conga Autor: Adán Iglesias Publicado: 21/09/2017 | 05:41 pm
«Ahora sí la tiraron pa’l maíz». Fue esa, y no otra, la frase que vino a mi mente mientras leía la cuarta Circular emitida por la Dirección Nacional de Béisbol en la presente temporada. Es esa, y no otra, la expresión que le escucho a mi vecino, tan rural como la idea, cuando se topa con una decisión distante de su más elemental algoritmo de razonamiento que, por desprejuiciado y espontáneo, es algunas veces mucho más certero que el mío.
Entre otras cosas, la nueva instrucción prohíbe terminantemente el sonido de las «congas, orquestas y otros instrumentos musicales como trompetas» fuera de los entreinnings de cada juego de béisbol. No había que ser adivino para saber que el novedoso decreto levantaría los más encendidos criterios, contrapuestos por demás, sobre lo razonable de una medida que intenta borrar, si eso fuera posible, la banda sonora de la pelota cubana durante las últimas cinco décadas.
Antes de seguir, debo confesar que no soy un amante de la conga —aclaro que en su versión de graderío—, y que jamás se me ha ocurrido, ni creo que se me ocurrirá, participar en ellas, incluso, ni ser testigo cercano de sus actuaciones.
Pero debo reconocer que desde que tengo uso de razón, que es casi desde que me gusta el béisbol, he asumido a las congas como parte indisoluble de nuestros estadios. Y si soy consecuente al aceptar la diversidad, no puedo desconocer que existen muchísimos aficionados, tan fieles como yo a este pasatiempo nacional, que disfrutan de su ritmo mientras transcurre el partido.
Dicho esto, urge preguntarse la pertinencia ahora de esta «aclaración», con la serie ya en desarrollo. Pues bien, el reglamento aprobado para la presente temporada establece en el segundo punto de su artículo 22 que «queda terminantemente prohibido en el desarrollo de los juegos utilizar música con instrumentos electrónicos, así como su amplificación». Y eso lo apruebo con las dos manos, incluso le sumo un pie si fuese necesario.
Estoy entre los que siempre ha rechazado la presencia en los estadios de orquestas completas, equipadas y amplificadas como si se tratara de un bailable en el Salón Rosado de la Tropical, y no un juego de pelota.
Ahora bien, ¿qué definiremos a partir de ahora como conga, visto que todo cae dentro del mismo saco? ¿La medida irá contra aquellas medianamente organizadas y habituales —ha habido provincias y equipos que se han sentido inferiores por no tener una que los respalde—, o limitará también a cuatro o cinco aficionados que, de manera espontánea, vayan al estadio con un cajón, un cencerro y una corneta y se unan para animar a su equipo en los momentos más candentes del juego?
Es cierto que todas tienen luz verde para sonar después del tercer out de cada inning, justo cuando unos salen corriendo buscando un baño, otros tras la opción más cercana y barata para saciar su apetito, y aquellos que se mantienen en sus butacas aprovechan para comentar —por no decir discutir, que para eso somos cubanos— sobre la táctica del mánager o qué tan bueno es cierto jugador. Pero, de seguro, nunca sonarán igual.
¿Qué hace a las congas tan nocivas para el juego? ¿El ruido? Mi recuerdo más marcado y reciente de un estadio ensordecedor me traslada al Victoria de Girón, de Matanzas, durante el play off de la pasada campaña, y no precisamente por una conga. Allí, me atrevo a decir, miles de ciertas cornetas plásticas comercializadas en la provincia y sonadas al unísono, creaban un ambiente estremecedor. Y eso, entre otras cosas, hoy distingue a la afición de esa provincia. ¿Alguien cometerá el desatino de limitar la venta de estos artefactos o prohibir la entrada al estadio con ellos?
Demos entonces un vistazo a los argumentos esgrimidos en el nuevo «edicto» beisbolero. Según reza en su letra, «las congas están interfiriendo en la concentración de los jugadores, (causando) molestias constantes de la música sobre los dogouts no permitiendo, incluso, las efectivas comunicaciones de las direcciones de los equipos con los atletas en el terreno, afectando también en las transmisiones de la televisión y de radio». Fin de la cita.
Vayamos por partes. En el nivel que se supone —o al que se aspira— tiene nuestra Serie Nacional, el jugador que pierda la concentración por el ruido proveniente de las gradas, que no sea capaz de aislarse de lo que suceda más allá de los límites del terreno, simplemente no está en condiciones de participar en un torneo de máxima calidad. Y si pretende que nada de eso le afecte, mejor se dedica a jugar pelota en una consola de videojuegos.
Hasta donde conozco, las comunicaciones e instrucciones en un juego de pelota están mediadas por un complejo sistema de señas para evitar la anticipación del rival. No obstante, pensemos que en algún momento cualquier mánager necesita dar una orientación verbal, y no se lo permite el sonido de la conga sobre el dogout. Habría que preguntarse entonces por qué tiene que estar la entusiasta conga ubicada, precisamente, encima del banco del respectivo equipo. ¿No son los estadios lo suficientemente amplios como para delimitar el lugar más indicado donde el sonido generado por estos aficionados no interfiera las «efectivas comunicaciones de los directores con los atletas en el terreno»?
Recuerdo del pasado Clásico Mundial la notable banda que, en el Yahoo! Dome de la ciudad japonesa de Fukuoka, armada con inmensos tambores y electrizantes trombones, generaba una atmósfera impresionante, pero desde el fondo de aquel futurista estadio, techado por demás. ¿Por qué no pensar en un sitio donde la conga y sus adeptos puedan expresar sus particulares maneras, sin molestar a mánagers, jugadores, las transmisiones de televisión y radio y al resto del público que disfruta el béisbol con expresiones más calmadas?
Quienes se sienten aliviados con tal decisión argumentan que en ningún estadio del mundo —obvia referencia a Grandes Ligas o al béisbol japonés—, se permite este tipo de jolgorios. Cuando más, son solo posibles en los entreinnings. Olvidan —más bien soslayan— que el béisbol es, en ciertos países como el nuestro, más que un deporte. Es parte de la cultura, por cierto, diametralmente diferente a la anglosajona o asiática. ¿Qué sentido tiene cercenarla por decreto?
Juro que no me imagino a la Federación Inglesa de Fútbol permitiendo los estremecedores cantos de los aficionados de Old Tradford solo antes del pitazo inicial. O que Manolo el del Bombo apenas pueda «martillar» sobre su enorme tambor cuando Vicente del Bosque esté junto a sus discípulos en el vestuario, corrigiendo la táctica para encarar el segundo tiempo del partido. O que se firme una ley que condene al silencio —durante 90 minutos— a «la 12», la mítica tribuna que alberga a la barrabrava de Boca Juniors en su Bombonera bonaerense.
La conga es la variante más autóctona que tienen los aficionados cubanos de marcar la territorialidad, de hacer sentir al rival que está en patio ajeno, de influir para que a un lanzador se le pierda el home, para «intimidar» al mejor bateador adversario cuando su conexión pueda decidir un juego.
Que en torno a ellas se sigan generando las más visibles muestras de indisciplina social y desorden dentro de los estadios es una realidad. Que algunas veces se dediquen a amplificar los más denigrantes coritos en contra de los protagonistas del espectáculo, también es cierto. Pero condenarlas, que es lo que se hace al limitarlas, será como botar el sofá por la ventana, cuando no es este el culpable de tantas infidelidades.
Definitivamente, reducirlas al «tiempo muerto» del juego sería como encarrilarlas hacia la extinción. Tal vez nos acostumbremos a una pelota más silente, pero lo más probable es que muchas más personas que Micaela sufran por su ausencia.