Ayanda Magolo, un sudafricano dueño de un depósito de cadáveres, y sus trabajadores, aún no se recuperan del mayor susto de sus vidas. Mientras cumplían con su jornada, escucharon de repente una voz que pedía ayuda desde el compartimiento refrigerado. Magolo, que no quería mostrarse asustado ante sus empleados, llamó a la policía, y cuando los agentes abrieron las puertas del refrigerio se encontraron a un anciano de 80 años que un día después de ser declarado muerto de un ataque de asma, no hacía más que preguntar cómo había llegado hasta allí.