Tantas veces me lo han preguntado que acabé por definirlo. Entrevistar es una inmersión. Entrevistar es tocar. Cuando no hay lo uno ni lo otro, no hay estremecimientos que afloren. Una de las claves es la concentración, cuando esta se extravía, comienza el desfile, el relleno.
Más de una vez he dicho que no haré más ninguna entrevista. Ni una más. Me roban la energía, me estrujan. Algunas te dejan perplejo, te silencian; otras son devastadoras o eufóricas: tendrías que correr, que gritar al terminarlas.
El destino me ha dado tres tazones. He tenido que hacer muchas, ante el micrófono de una cabina o en plena calle, ante un teatro lleno o en un café, para una emisión radial o para una revista impresa. Grabadas y ¡en vivo! Y cuando busco el silencio, cuando lo procuro, de pronto se arraciman los pregoneros, suenan todos los teléfonos, todas las bocinas, se abren todas las puertas, arremete el aguacero.
Hay que invocar todo lo que tengas a mano
Cuando preparé el libro El hueso en el papel recuperé entrevistas que parecían perdidas. Al final, intenté resumir lo que esos diálogos habían dejado en mí, cual un bonus track. Eso es justo lo que me tuerce, lo que me mueve: cómo llevar (sin traiciones y en su justa medida), la emoción que uno ve asomar en las manos, el tono con que se subraya una frase, la vida que se escapa en cada palabra.
La escultora Caridad Ramos al final de nuestro diálogo, juntó los labios y sopló lentamente. Yo le había preguntado sobre la vida. «Eso es, ese soplo». Durante mucho tiempo me detuve ante ese pasaje con absoluto sobrecogimiento.
Una mañana me dirigí a Carlos Varela en una conferencia de prensa. No me gustan, por exhibicionistas y teatrales: el ejercicio de dar y recibir siempre me ha parecido íntimo. Una amiga me había hablado del I Ching, el libro oracular chino, y como flotaba aquella canción de las tres monedas al aire, le pregunté al cantor que milagro quería que bajara. Juro que no sabía el drama que asomaba detrás, la gravedad que pendía sobre su progenitora, la invocación. Se hizo un silencio pasmoso, difícil, que solo quebró un colega que vino en mi auxilio.
Otra vez la atmósfera se rompió con el actor Adolfo Llauradó. Aquel diálogo tuvo su impromptu. Lo entrevisté en casa de su tía Iris, en Santiago, en medio de una celebración familiar. Cuando le pregunté cuál sería su mejor película, sobrevino lo inesperado: «Sería la historia de mi vida», me dijo. Y yo, siguiendo la cuerda, me atreví a indagar cuál sería su nombre: «Tal vez sería, Lucía se desencadena», agregó.
Mis manos se movieron instintivamente para apretarlo, pero me detuve. ¿Uno debería abrazar a un entrevistado que se desdobla, que se derrama ante ti?
Hay entrevistados colaborativos y locuaces, los de la risa fácil, verbosos, si te descuidas… te entrevistan a ti. Y en el extremo, cual antónimos, van los parcos, a los que has de sacarle el verbo de la boca, pescarle el sustantivo. A algunos, hay que tirarles el cable a tierra.
He usado WhatsApp y el correo electrónico para preguntas de ida y vuelta, mas prefiero mirar a los ojos de mi entrevistado. Una mirada es insustituible. No hay derecho a la liviandad, no hay espacios para la estafa. Entrevistar no es la pregunta ni es la respuesta: es beber de un suspiro el aliento de una vida.