Yo fui empujado al teatro para ver Leviatán por mi colega Katiuska Ramos, cuya brújula suele apuntar con bastante certeza, y por Belice Blanco, la maestra de la luz. Ella había articulado en el vestíbulo de la sala Mambí una exposición de seres fantasmales, de seres de la calle, en pleno diálogo con la puesta en escena.
Entrar al teatro es, tantas veces, entrar a uno mismo.
La descarga cayó sobre mí como la granizada sobre el zinc, como una arremetida sin paraguas: «(…) voy a comerme tu cerebro /te voy a convertir en lombriz/en una apestosa lombriz rosada/ te quiero ver dentro de otros cerebros /menea menea menea (…) ¿alguien conoce al Señor Leviatán?/ esa es la peor lombriz de todas /menea menea menea /hay un vigilante a tu alrededor /hay un vigilante a nuestro alrededor/ hay lombrices que vigilan a otras lombrices…».
Es la letra, el grito subterráneo, la conciencia en derrame de uno de los personajes que concibió Juan Edilberto Sosa Torres en la obra para el grupo de experimentación escénica La caja negra, que él dirige.
Eso sí, os advierto, hay que cuidarse: este dramaturgo y poeta suele trastocar, hundir, ungir, urdir sus propuestas en la vena misma, en la memoria de aquellos que corporizan sus seres escénicos. Y estos emergen ya con sus dolores, para que la sangre venga hirviente, y sin embargo, sutil.
Juan Edilberto siempre intenta un paso más y Leviatán es, a no dudarlo, un capítulo de cierre y de apertura en su estela creativa. Admiro en él esa tenacidad de empujar y de empujarnos, de entornar las puertas hacia otros universos, de resemantizar las frases hechas, de recontextualizar personajes y espacios, de tender puentes insospechados.
Leviatán es la ciudad invisible, la ciudad doliente que nos habita, que nos aprieta. Es una disección lírica, dramática, esotérica y loca. La locura es un hueco negro, es la luz atrapada. La locura es la humanidad in extremis. La locura es una barca lanzada a un mar sin costas. La locura es una interrogante perpetua.
Leviatán es la odisea espartana tejida desde las cloacas. Es un flechazo Zen. Es la inserción en el envés, es la historia paralela de dos universos, es la inmersión en lo que fue para comprender lo que se es.
Leviatán primero fue la búsqueda, la vida, la mirada escrutadora. Luego la escena, finalmente la literatura. El teatro destilando la letra. Una cosa parió la otra. Juan Edilberto Sosa Torres ha transgredido estructuras, métodos y escenarios. Ha afincado un estilo colectivo de construcción y tuvo (tiene, tendrá) que refundar públicos. Experimentar es siempre un riesgo y es siempre un impulso. Es romper una pared.
Que la editorial villaclareña Sed de belleza haya apostado por este texto, restituye a la obra en su espíritu, evoca esa trinidad escénica de rito, representación y literatura. Nos permite imaginar la obra, revisitarla, reconstruirla. Nos da pase al verbo, a la carga, incluso fuera de las tablas. La edición de Miriam Artiles y el diseño de Héctor Gutiérrez para este libro, han puesto lo suyo. El teatro, una vez más, demuestra todas sus pluralidades, todas sus lecturas.
Sin obsesiones no habría Leviatán, sin Cristos Locos y Aniñas (personajes), no habría Leviatán; sin locuras no habría Leviatán; pero no la habría sin poesía, sin esa sajadura, sin ese quintaesencia que va quedando tras exprimir los zumos. Por estos tiempos, hay algunos espacios donde el graznido pesa más que el vuelo. Dista mucho Leviatán de esos ruidos, dice lo que tiene que decir en una cuerda de perpetuo brillo. Y esa poética de Juan Edilberto, esa vitalidad artesiana y holística, forma parte por derecho propio de la vanguardia del teatro cubano contemporáneo.