La hemos leído, la hemos repetido muchísimo. La frase aparece escrita inicialmente en la revista neoyorquina La América, en mayo de 1884, en el artículo «Maestros ambulantes». Cruza el texto como una revelación, como un relámpago. Es rotunda y hermosa. Resulta un párrafo de una sola línea: «Ser culto es el único modo de ser libre». Lleva el sello inequívoco de José Martí.
¿Hemos reparado en la hondura, en la autoridad de la sentencia? ¿Acaso hemos reducido la cultura a la esfera artística? ¿Por qué afirma el héroe que la libertad solo es alcanzable si se logra ser culto? Son preguntas que deberíamos hacernos.
La Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) define la cultura desde la integralidad que le resulta consustancial, inseparable. Esa institución asume que se trata «del conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social (…) Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias».
La cultura, naturalmente, incluye la esfera artística; mas la rebasa. No se trata de reconocer un estilo, de memorizar un nombre; sino de aquilatar el espíritu encarnado en tal o cual manifestación, tantas veces logrado en una puja heroica contra las adversidades. La cultura celebra, visibiliza las autenticidades de una comunidad y de una sociedad toda, al mismo tiempo que la saca del ensimismamiento, que la despliega.
La cultura nunca se fatiga, porque la creación es infinita. No resulta un adorno, es siempre un latido. Ese proceso trasciende épocas y geografías, es el espejo perfecto para identificar los valores sobre los cuales nos edificaremos. Solo si un colectivo humano se sumerge en esa herencia de valores, derechos, afectos y creencias, puede encontrar la libertad, es decir, la luz.
Cuando la cultura falla, se estrechan los caminos y terminan apagándose, apagándonos. Cuando la cultura falla, se cuela un fanatismo paralizador que, como un tsunami, desborda la sociedad hasta ahogarla. Cuando la cultura falla, falla la libertad y comienzan las guerras.
La libertad, fundada en el conocimiento, permite recorrer cualquier senda sin juicios preconcebidos. Como el buen vino, escancia hasta la última gota de saber en nuestra vida y ensancha la felicidad hasta el infinito. La libertad implica la comprensión de las «otredades» desde el respeto y excluye cualquier tipo de discriminación.
«Nadie es como otro. Ni mejor ni peor. Es otro», escribió el filósofo francés Jean Paul Sartre.
Libertad y cultura son tronco y raíz de un mismo árbol. No hay la una sin la otra. En el Liceo de Tampa, en 1891, nuestro Héroe Nacional puso a Cuba a flamear en su oratoria: «Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre».
Libertad es dignidad, es el ejercicio de ella. La libertad no la garantiza un papel, su búsqueda es ardua y perpetua. La libertad presupone amplitud mental para entender la diversidad de la existencia y la pluralidad de las ideas.
Libertad es prosperidad y ninguna idea que la sofoque, prevalecerá. La libertad nos corre el horizonte. Esas claridades solo emergen después de una inmersión profunda y salvadora en la cultura. «Ser culto es el único modo de ser libre», no es otra frase para repetir, sino un mensaje para entronizar.