Una sentencia es un arranque de lucidez, una frase que condensa la experiencia, un camino que rasga el horizonte, que nos permite ver más allá. El refranero popular está lleno de esa sabiduría ancestral. Seres ilustres han iluminado el camino con máximas o frases que han pasado a la historia.
Cada ocasión tiene su proverbio.
Hay una sentencia que anima a los madrugadores con el favor de Dios, y otra que los sofrena, porque la madrugada no garantiza un amanecer más cercano. Parecerían antitéticas a primera lectura, pero la vida te pondrá la oportunidad de calibrar una u otra, según la solución que el destino te depare, según el entuerto que puedas desfacer.
Los grandes pensadores asiáticos aparecen envueltos en el misticismo, en una profundidad sobrecogedora. Para el filósofo chino Confucio (551-479, antes de nuestra era), que legó toda una escuela de pensamiento, la enseñanza más fértil no radicaba en las teorías, sino en el ejemplo, en la reflexión interior. Así lo muestra en uno de sus apotegmas: «¡Qué importa saber qué es una línea recta, si no se sabe lo que es la rectitud!».
El premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore (1861-1941) era devoto de la sencillez. Del punto de vista con que mires las cosas, dependerá el valor que le dispenses, el brillo que le aquilates. Y así escribió: «¡Qué pequeña eres, brizna de hierba! Sí, pero tengo toda la tierra a mis pies».
El célebre pacifista, pensador y político indio Mahatma Gandhi (1869-1948), quien lideró la lucha de su pueblo contra el colonialismo británico, afirmó: «Cuando me desespero, recuerdo que a través de la historia, los caminos de la verdad y del amor siempre han triunfado. Ha habido tiranos, asesinos, y por un tiempo pueden parecer invencibles, pero al final, siempre caen».
Nuestra Cervantes, Dulce María Loynaz (1902-1997), me confesó ser deudora del pensamiento de esa cultura que tiene entre sus cimas a Gandhi y a Tagore. En su libro Finas redes (1994), sus versos resultan sajaduras: «Si crees que ya es hora /no te detenga el raso de la tarde, / ni la lluvia cayendo en la alta noche / ni la flor por cuajar…».
Melancolías de Otoño (1997), por su parte, es francamente lapidario. Basta anotar aquí dos de sus frases, la XXI: «Hay gente que si pudiera, arrancaría los rayos de la luna, para amarrarse los zapatos» y la CXII: «Ten miedo de la voz de alguien que haya callado mucho. Ten miedo…».
A la obra «avasalladora y decisiva» del educador José de la Luz y Caballero (1800-1862) debemos algunos de los aforismos más notables del pensamiento fundacional cubano. Otra vez el ejemplo asoma: «Instruir puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo». Y la única senda que se puede cruzar con paso seguro: «Solo la verdad nos pondrá la toga viril».
Abraham Lincoln (1809-1865), el décimo sexto presidente norteamericano, aquel que condujo a la victoria de la Unión sobre la Confederación de los estados esclavistas del Sur, sentenció, desde su experiencia vital, desde su exégesis: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».
Voy a asomarme, por enésima vez, a una de las páginas de La Edad de Oro. Voy directo al segundo párrafo de la pieza Tres Héroes. Antes de hablar de Bolívar, Hildalgo y San Martín a los niños de América, el héroe cubano José Martí (1853-1895), precisa: «Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía».
Esa es la Libertad, la única, por la que vale la pena quemarse.