Cuando mi vecina me devolvió el libro que le había regalado, cuando me dijo que en su casa no querían acumular polvo, la hice sentarse un momento en la sala. Abrí la página, leí, más bien dramaticé «El Collar» del francés Guy de Maupassant.
Cuando la envejecida Matilde Loisel detiene a su amiga, la señora de Forestier, esta no la reconoce. Le confiesa que ha trabajado muy duro en los últimos diez años. Había tenido que pagar la deuda contraída,para devolverle la joya que una vez aquella le prestó; la original, se había perdido… Y entonces sobreviene lo tremendo:
«¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío? ―Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos (…) La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos: ¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!»
Nunca he podido pasar de ese cuento. Nunca he perdonado a Maupassant. Mi pequeña vecina lloró. Me quitó el libro y corrió a su casa.
De dolor se trataba el cuento del español Armando Palacio Valdés, o de amor, o de los dos. No hay lo uno sin lo otro. Era la historia del coronel Toledano, mal llamado Polifemo, «un hombre que infundía pavor». Andresito jugaba con el perro del gigante, hasta que este le advierte a gritos que no vuelva
a hacerlo nunca, nunca más. Y da un giro triunfante sobre los talones.
A sus espaldas, sin embargo, no hay temor, sino tristeza. Polifemo vuelve a la humanidad cuando se entera que el niño vive en un hospicio. El asombro surca el aire: «Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío…? Cuando quieras… ¿lo oyes?». El autor suma una línea final cual una estocada: “Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo”.
Pobres de aquellos que no han aprendido a llorar.
Cuando acabé el libro Reto a la soledad, de Orlando Cardoso Villavicencio, enmudecí. Durante diez años, siete meses y un día (1978-1988), el joven cubano padeció de un cruel encarcelamiento en Somalia. Había sido capturado en tierra etíope, donde cumplía misión internacionalista. La prisión de Lanta Buures un nombre para la ignominia. No es el único.
Las rejas no buscan atrapar el cuerpo, sino quebrar el espíritu.
Uno de los pasajes más singulares del volumen asoma cuando le hacen llegar una reproductora y unos casetes. «¿Para qué perdían su tiempo mandándome semejante música?», escribe, al descubrir a Mozart entre ellos. Un día,cansado de escuchar lo mismo, decide probar con el genio de Salzburgo: «Algo me dejó con cierta inquietud», anota. En el próximo intento, vendrá la revelación:
«Había que dejarse llevar. Era como leer una gran
novela, solo que en este caso la música me transportaba ensimismado a hermetismo de sabia iluminación (…) Pronto Mozart se convirtió en mi favorito».
La música es la puerta de la libertad. Puestos de acuerdo él y su madre, todos los días, a las cinco de la tarde, escuchaban el Concierto para arpa y flauta de Mozart. Y así lo cuenta: «Yo era la flauta, triste, que acolchonada en dantesco entorno atravesaba la distancia para aferrarse lloroso al cuello de mi madre; mientras que esta, bajo la maestría inigualable del arpa, desgarraba de las cuerdas infinitos tentáculos desesperados asidos a mi esperanza».
Alguien me preguntó una mañana, qué importancia tenía la poesía. ¿Acaso sirve para algo?, remarcó. Yo le dije unos versos del turco Nazim Hikmet sobre el ataque nuclear a Hiroshima: «Soy yo quien golpea a tu puerta / A todas las puertas, a todas las puertas /Pero ustedes no pueden contemplarme (…) Una niña que ha ardido cual si fuera papel / no come caramelos».
La poesía es la síntesis suprema.
No tengo vitrinas ni espacios climatizados para los libros de mi biblioteca personal. Tal vez son mis únicos tesoros. Ellos me siguen por aquí y por allá, disputándome el lugar. De vez en cuando debo moverlos, debo sacudirlos; pero su polvo es de oro.