Cuando Carlos Ruiz de la Tejera terminó su peña del Museo Napoleónico, lo esperé. Quería estrechar su mano, quería tocarlo, quería agradecerle en persona. El actor había compartido en broma y había reflexionado en serio sobre el papel del humor en la sociedad. La hiena parece reír, pero es apenas una mueca. Uno ha de reírse de las almas feas, no de las narices feas. Si queremos saber cómo es una persona, preguntémosle de qué se ríe… remarcaba, entre la entrega de sus piezas antológicas y la demostración de los invitados.
Hay risas fabulosas, carcajadas contagiosas que nos relajan: son la expresión auténtica de la alegría. Hay risas nerviosas, sonrisas que intentan salvar una situación incómoda. Risas irónicas que han de leerse por el envés. Hay risas de pura cortesía, y las hay crueles, sardónicas, risas que emergen cuando no hay nada por lo que valga la pena reír.
Cuba tiene en su memoria una larga lista de escritores, actores y programas humorísticos que han marcado época. Siempre recuerdo las mañanas dominicales de mi niñez y aquel artista increíble, singular, fuera de liga: Armando Calderón. El hombre que exhumó viejas cintas, que hizo historia dando voz a lo que nació silente. Y que nos sembró ciertas frases, ciertos personajes, mientras disfrutábamos aquellas comedias de los inicios del cine.
Enrique Arredondo era un maestro de la improvisación y lo seguía siendo, cuando podíamos intuir por dónde venía. Se le extraña monumentalmente. Encarnaba el Tío Simeón de Alegrías de sobremesa, el Bernabé de Detrás de la fachada, el Cheo Malanga de San Nicolás del Peladero, con la misma efectividad. Era un reto para el elenco de sobrados actores que le rodeaban en aquellos programas.
Sería bueno regresar de vez en cuando a beber de la esencia de esas propuestas que permanecen incólumes asomadas al recuerdo. El humor requiere altura estética y ética. Cuando faltan, cuando las diferencias empiezan a tomarse como inferioridad, emerge un humor burdo y lacerante, insano y autofágico que, como un látigo (sin esos cascabeles en la punta que reclamaba Martí), restalla sobre nosotros mismos.
Dulce María Loynaz se refirió a la risa en su discurso de agradecimiento al concedérsele el Premio Cervantes de Literatura. Estaba relacionado con su padre mambí y el hallazgo de un ejemplar de Don Quijote en plena manigua. La risa como camino que salva de la emboscada. Poco tiempo después me confesó que las lágrimas son producto de la soledad; pero que la risa, en cambio, tenía algo ecuménico, algo que podía compartirse con los demás.
Los cubanos somos un pueblo de sol, extrovertido, nos reímos mucho. Es una marca identitaria, sin establecer clichés, porque cada persona es su propio país. Los cubanos solemos reírnos de nuestras propias carencias, de nuestras desgracias. Quizá sea ese «tónico», ese «respiro para apaciguar el dolor», del que hablaba Charles Chaplin. ¿O tal vez nos hemos reído demasiado?
La risa puede ser un arma de doble filo: unas veces te rescata, y otras, te inmoviliza.
Han pasado los años, pero el tiempo nunca borra lo que te sacude, como aquel sábado junto a Carlos Ruiz de la Tejera en el Museo Napoleónico: Si queremos saber cómo es una persona, preguntémosle de qué se ríe.