Nemesia junto a El Indio Naborí y su esposa Eloina en Playa Larga. Autor: Hugo García Publicado: 07/04/2021 | 07:59 pm
SOPLILLAR, Ciénaga de Zapata, Matanzas.— La única vez que vi personalmente a Nemesia Rodríguez Montano en compañía del intelectual Jesús Orta Ruiz (El Indio Naborí) fue en la localidad de Playa Larga.
Había concluido un acto por el aniversario de la victoria de Girón y se alejaban juntos de la tribuna. A la derecha del Indio iba Nemesia y a la izquierda la esposa, Eloína. Los tres caminaban lentamente agarrados de la mano. El poeta, con guayabera blanca de mangas largas y espejuelos oscuros, iba erguido.
Ese día tuve oportunidad de tomarles numerosas fotos y saludarlos a los tres, pero ya antes varias veces había tenido el privilegio de conocer sobre la amistad de Nemesia con El Indio Naborí y de escuchar los estremecedores versos que el poeta le dedicara a su familia.
A esta mujer de baja estatura, pelo negro, con mucha firmeza al hablar, siempre le afloran las lágrimas cuando recuerda los acontecimientos que le arrebataron su niñez a metralla. ¡Cuánto sufrimiento ha albergado en su corazón desde aquellos sucesos de 1961!
Seis décadas después, aún permanece en el pequeño poblado de Soplillar, a pocos kilómetros de Playa Larga. Varias veces hemos conversado, y en todas nos ha recordado la extrema situación de pobreza y calamidad que se vivía en la Ciénaga antes de 1959.
En aquella época, para ir a Jagüey Grande, a más de 30 kilómetros de distancia, lo hacían en una guagüita de ferrocarril que demoraban cuatro horas solo para llegar al central Australia. No había más salida de la Ciénaga, y la familia de Nemesia solo veía Jagüey cuando alguien estaba muy enfermo.
Como la muchachita era muy enfermiza, la llevaban a cada rato: «En esos viajes veía a las niñas con sus mediecitas y zapaticos blancos, y yo soñaba con verme con unos zapaticos iguales en mis pies», nos contó una vez, de visita en su humilde casa.
«Siempre le decía a mi mamá que el día que pudiera comprarme un par de zapatos, no me los comprara ni carmelitas ni negros, que yo los quería de ese color; pero ella me explicaba: “Nenita, ahora que hay un poquito de dinero, ¿cómo te los voy a comprar blancos? Mira que la Ciénaga es difícil para caminarla…”, y no me complacía».
Pero su sueño y perseverancia tendrían su fruto algún día. Ella lo sabía y su mamá quería complacerla. Por eso cuando triunfó la Revolución y empezaron a notarse los cambios en aquellos parajes, le dijo a la madre: «Cuando me compres un par de zapatos ¡ahora sí tienen que ser blancos!», y en los primeros días de abril de 1961 le compraron esos zapaticos que tanto añoraba.
«Cuando los tuve en mis manos los miraba y los miraba, y como eran el sueño de mi vida no encontraba ocasión para lucirlos en la Ciénaga; así que me los puse una sola vez y después los guardé en una caja.
«El 17 de abril, mi papá supo que había empezado la invasión cuando llegó al batey de Soplillar y le dijeron que Abraham Maciques (quien entonces era director del Plan de Desarrollo de la Ciénaga de Zapata) había dado la orden de evacuar los bateyes más cercanos.
«Mi papá volvió corriendo a la casa y nos dijo que recogiéramos lo imprescindible, que nos íbamos para Jagüey, y en lo primero que pensé fue en mis zapaticos blancos, porque me los podría poner en Jagüey. Recogí mi mejor ropita y nos montamos en un camión.
«Cuando íbamos de Pálpite a Jagüey Grande, un avión comenzó a sobrevolarnos. Yo veía al piloto, así que él tenía que vernos bien. Nosotros le decíamos adiós mientras pasaba por encima. En la parte trasera de ese camión íbamos cinco niños: la mayor era yo, de 13 años; había dos de 11, uno de tres y mi sobrinito de seis meses, que yo llevaba cargado. También iban mi mamá, mi cuñada y mi papá. En la parte delantera iban mis dos abuelas y mi hermano mayor como chofer.
«Ese avión dio unas vueltas y bajó. Cuando empezó a bajar, mi papá le dijo a mi mamá que le tocara en el techo de la cabina a mi hermano porque parecía que el avión estaba roto y se iba a tirar en la carretera. Por eso atraviesan a mi mamá, porque ella se incorporó para avisarle a mi hermano y el avión empezó a disparar. Mi papá nos gritó que nos tiráramos en la cama del camión, que el avión se había equivocado y nos estaba tirando a nosotros.
Pero no era una equivocación. Como macabra estrategia para confundir a las tropas defensoras y sembrar el terror en la Ciénaga, los aviones mercenarios usaban las insignias de la naciente fuerza aérea revolucionara cubana.
«Nos tendimos en el piso del camión y apreté a mi sobrinito. A mi mamá la atravesaron los disparos por la cintura y le arrancaron un brazo. Mi hermanito más chiquito no atinaba a tirarse y mi papá lo empujó por el pecho. Por eso le atravesaron la mano y el muslo. A mi hermano mayor le dieron un balazo en la parte inferior del cuello. A mi abuelita le dieron un balazo en la cintura y murió cuatro años después paralítica, pues nunca más caminó.
«Cuando todo pasó, pensé en mis tres hermanos que estudiaban en La Habana, porque mi mamá iba a cada rato a verlos y les decía que quería traerlos, que parecía que iba a ocurrir una guerra, pero Celia Sánchez le dijo que no se los llevara, pues eso era lo que querían los contrarrevolucionarios: que los guajiros no estudiaran», reflexionó Nemesia años después.
Dolor en versos
En uno de nuestros intercambios, le pregunté a la ya adulta cenaguera cómo había conocido al Indio Naborí, y enseguida vinieron a su mente todas esas remembranzas que guarda en su alma: «Celia, desde La Habana, llamó al Indio Naborí, que estaba de responsable de los alfabetizadores en Varadero, y le dijo que fuera a la Ciénaga e hiciera una crónica acerca de lo sucedido a mi familia», me contó.
Por relatos del propio escritor se confirma que Celia supo la historia por el propio Maciques y envió a Naborí a escribir una crónica para el noticiero de la una de la tarde del día siguiente.
El reportero fue directo hasta la zona de El peaje, donde ocurrieron los hechos, pero ya el camión había sido remolcado hacia Jagüey Grande, al igual que los heridos y el cadáver de la madre de Nemesia, así que regresó al poblado y allí, debajo de unos árboles, encontró el camión, rodeado de muchas personas.
Tiró fotos, observó con detenimiento la barbarie, las colchas quemadas, las latas de leche condensada traspasadas por las balas, los orificios de las balas de gran calibre en varias partes del vehículo, la sangre ya seca, el olor a pólvora… Algo aterrador tratándose de civiles, debe haber pensado el intelectual.
De pronto, algo llamó su atención de periodista y poeta: una cajita de cartón, con unos zapatos dentro, de color blanco. Con suavidad los tomó en sus manos y preguntó de quién eran. Enseguida le dijeron que de una adolescente de 13 años y corrió a su encuentro.
Nemesia lloraba mientras el Indio Naborí le hacía muchas preguntas. Él quería saber todo, hasta el más mínimo detalle. Así lo recuerda ella: «Cuando me ve, me enseña los zapatos y me pregunta por qué yo los llevaba en la cajita. Se emocionó cuando yo agarré fuertemente los zapaticos, con mucho sentimiento.
«Hacía muy poco que habíamos sepultado a mi mamá. Los cogí en las manos y empecé a llorar. Él me dijo: “Siéntate y dime lo que te sucedió”. Le expliqué todo lo que le pasó a mi mamá, a mis hermanos y a mi familia… Después me contó que cuando llegó a su casa le dijo a su esposa Eloína que no podía cumplir con el pedido de Celia, porque ella le había solicitado una crónica para el noticiero y él escribiría lo que tenía en mente, rápido. Así nació la Elegía de los zapaticos blancos».
Lazos Sobre La Metralla
Sobre su relación con el poeta, enfatiza que se quisieron mucho y que él la tenía como a una hija. Ese mismo año la llevó a La Habana y estuvo unos días en casa de Celia, que después la llevó a la escuela que dirigía Marina Alonso, en Santa María del Mar, para los Mártires de la Patria.
«Celia y El Indio Naborí nunca se desvincularon de nosotros. El Indio, casi todos los años hablaba conmigo o buscaba la forma de verme. Ese año de 1961 me llevó a la tienda Fin de Siglo, en La Habana, a comprarme un par de zapatos blancos. Pero yo estaba un poco malcriada y todos los que me probaba no me gustaban. Hasta que me compró unos zapaticos blancos lindísimos. También la maestra de la escuela de Soplillar me regaló otro par de zapaticos blancos.
«El Indio siempre, hasta después que le hicieron la primera operación del corazón, volvió a la Ciénaga. Recuerdo que un día hicimos una fiesta muy linda en mi casa. La Elegía… se la sabía de memoria. Varias veces lo escuché recitarla, incluso una vez en el programa de la televisión Palmas y Cañas, y también en la escuelita de Soplillar», dice emocionada.
Para sentir La Historia
El gran poeta e intelectual cubano conservó en su casa los zapatos mancillados por el odio imperialista, hasta que los donó al Museo Memorial de Girón el 19 de abril de 1981, según confirma Bárbara Sierra Cobas, museóloga e investigadora del museo.
A partir de este mes, a la muestra de los zapaticos blancos la acompaña un código QR para que las personas puedan buscar con sus dispositivos móviles más detalles de la historia de esta niña cenaguera y su familia.
En su nueva concepción de interactividad, el museo incluirá también próximamente una réplica del par de zapatos ametrallados para que los visitantes puedan tocarlos si desean mientras escuchan la Elegía de los zapaticos blancos o una entrevista con Nemesia, especifica la master Dulce María Limonta Del Pozo, directora del Museo.
Elegía De Los Zapaticos Blancos (Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí)
Vengo de allá, de la Ciénaga,
del redimido pantano.
Traigo un manojo de anécdotas
profundas, que se me entraron
por el tronco de la sangre
hasta la raíz del llanto.
Oídme la historia triste
de unos zapaticos blancos…
Nemesia —flor carbonera—
creció con los pies descalzos.
¡Hasta las piedras rompía
con la piedra de sus callos!
Pero siempre tuvo el sueño
de unos zapaticos blancos.
Ya los creía imposibles,
los veía tan lejanos
como aquel lucero azul
que en el crepúsculo vago
abría su flor celeste
sobre el dolor del pantano.
Un día llegó a la Ciénaga
algo nuevo, inesperado:
algo que llevó la luz
a los viejos bosques náufragos.
Era la Revolución,
era el sol de Fidel Castro.
Era el camino triunfante
sobre un infierno de fango.
Eran las cooperativas
del carbón y del pescado.
Un asombro de monedas
en las carboneras manos,
en las manos pescadoras,
en todas, todas las manos.
Alba de letras y números
sobre el carbón despuntando.
Una mañana… ¡qué gloria!
Nemesia salió cantando.
Llevaba en sus pies el triunfo
de sus zapaticos blancos.
Era la blanca derrota
de un pretérito descalzo.
¡Qué linda estaba el domingo
Nemesia con sus zapatos!
Pero el lunes despertó
bajo cien truenos de espanto.
Sobre su casa guajira
volaban furiosos pájaros.
Eran los aviones yanquis,
eran buitres mercenarios.
Nemesia vio caer muerta
a su madre, vio sangrando
a sus hermanitos; vio
un huracán de disparos
agujereando los lirios
de sus zapaticos blancos.
Gritaba trágicamente:
¡Malditos los mercenarios!
¡Ay, mis hermanos! ¡Ay, madre!
¡Ay, mis zapaticos blancos!
Acaso el monstruo se dijo:
«Si las madres están dando
hijos nobles y valientes,
¡que mueran bajo el espanto
de mis bombas! ¡Quién ha visto
carboneros con zapatos!».
Pero Nemesia no llora:
sabe que los milicianos
rompieron a los traidores
que a su madre asesinaron.
Sabe que nada en el mundo
—ni yanquis ni mercenarios—
apagarán en nuestra Patria
este sol que está brillando,
para que todas las niñas
¡tengan zapaticos blancos!