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Grandes rechazos en el mundo de los libros

Más allá del menosprecio o la burla, muchas grandes firmas se sacudieron el «no» y continuaron creyendo en su talento

Autor:

Iris Celia Mujica Castellón

Presentar un manuscrito a una editorial es uno de los momentos cumbres en la carrera de cualquier escritor. Esto no quiere decir que será publicado, ni siquiera aprobado o leído. El autor intenta y espera. Sobre todo espera, y tiene fe en que la suerte también le acompañe, pues en el mundo del libro no siempre se valoran las obras con justeza. Sobran las ocasiones en que los prejuicios, los estados de ánimo, las subjetividades y el componente económico e industrial priman sobre lo artístico.

A veces, los editores no logran detectar el próximo gran texto o la futura pluma que marcará a toda una generación. Su rechazo no es punto final, es solo un momento, en ocasiones incómodo, por las mismas respuestas que renvían desde una postura «omnipotente». Más allá del menosprecio o la burla, muchas grandes firmas se sacudieron el «no» y continuaron creyendo en su talento.

«Lo siento, señor Kipling, pero usted simplemente no sabe emplear el lenguaje inglés. Este no es un jardín de niños para escritores aficionados». Así despacharon al autor de El libro de la selva y El hombre que pudo ser rey y futuro Premio Nobel de Literatura. Vale destacar que Rudyard Kipling fue el primer británico en ganar tan prestigioso galardón, y continúa siendo el escritor más joven en lograrlo.   

El espía que surgió del frío, de John le Carré, fue catalogada por varios medios especializados como la mejor novela de espionaje de todos los tiempos. Sin embargo, uno de los editores al recibirla la envió a un colega con la siguiente nota maliciosa: «Te presento a Le Carré. No tiene ningún futuro».

Vladmir Nabokov se consagró con su polémica Lolita, una obra maestra a la que le costó mucho ver la luz. Sobre ella, un editor escribió: «Es repugnante, incluso para un freudiano ilustrado. Será desagradable para el público. No se venderá y causará un daño inconmensurable a la creciente reputación (…) Recomiendo enterrarlo bajo una piedra durante mil años».

A Scott Fitzgerald le dijeron sobre El gran Gatsby: «tendrías un libro decente si prescindieras del personaje de Gatsby»; y a James Baldwin, que La habitación de Giovanni era «tan mala que no cabe ninguna esperanza». Hasta el gran William Faulkner sufrió que Banderas en el polvo se definiera como una novela «confusa» y «desordenada». Al devolvérsela le adjuntaron la sugerencia de que no la enviase a nadie más.

La guerra de los mundos, de H. G. Wells, fue vilipendiada desde el principio. Le auguraron: «No tendrá éxito» y será «una pesadilla interminable». Una vez publicada, los ataques continuaron hasta llegar a penosas críticas como: «Oh, no lean ese horrible libro». Pese al boicot, La guerra de los mundos se convirtió en un clásico de la ciencia ficción y ha tenido cientos de versiones desde la radiodifusión de Orson Welles hasta películas, series, videojuegos y cómics.

En una de las 21 negativas a El señor de las moscas, de William Golding, se escribió la siguiente línea: «Una fantasía absurda y poco interesante, que es una tontería aburrida». Años después, dicha «tontería» pesó cuando en 1983 se le concedió el Nobel de Literatura. Seis décadas antes la revista Time lo había incluido entre los cien mejores libros en inglés.

La sensible historia de Ana Frank, asesinada por el nazismo a la edad de 15 años, se trató con desprecio cuando propusieron publicar su diario por primera vez. «Esta chica no tiene una percepción ni sentimiento especial que eleve este libro por encima del nivel de la curiosidad», comentaron.

Variados son los ejemplos donde la «crítica especializada» se comportó de manera hiriente e incisiva. A Leon Tolstoi lo mínimo que le dijeron fue «basura sentimental» sobre su mundialmente conocida Ana Karenina. En el Odessa Courier de 1877 se plasmó lo siguiente: «Muéstrame una sola página que contenga una idea».

Si parecen severas esas palabras, para Hojas de hierba, de Walt Whitman, no lo fueron menos: «la posteridad no querría saber nada de su obra», le pronosticaron, y London Critic se ensañó en 1855: «El desconocimiento de Whitman para con el arte es como el del cerdo para con las matemáticas».

La gran mayoría de cuentos de Hans Christian Andersen (El patito feo, La sirenita, Pulgarcita, El soldadito de plomo) se catalogaron en su época como «muy inadecuados para niños (...) positivamente perjudiciales para la mente».

El genial George Orwell no solo fue incomprendido cuando intentó publicar Rebelión en la granja (alguien, que no entendió, le escribió: «En este país los cuentos sobre animales no venden»), sino que la crítica también lo «trituró» una vez impreso. Por ejemplo, George Soul rubricó en New Republic que «me dejó perplejo y triste. Resultó ser generalmente aburrido. La alegoría resultó ser una máquina chirriante para una declaración torpe sobre lo que podría decirse mejor directamente».

Ni siquiera «el bardo» William Shakespeare se escapó de oprobios, ya que a Romeo y  Julieta la tildaron de «pésima» y a Hamlet de «vulgar y bárbara, la obra de un salvaje borracho». Todo esto según Voltaire.

A pesar de las duras opiniones, algunos escritores toman venganza cuando el libro llega a imprenta o se convierte en un éxito. Después de No, Thanks ser rechazado en 14 oportunidades, el excéntrico E. E. Cummings dejó plasmada la siguiente línea en una página de la colección de poesía: «sin ningún agradecimiento», para luego enumerar cada una de las casas editoriales que lo marginaron.

¿Y qué decir de Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell? ¡38 «no»! Sin embargo, su repercusión en Estados Unidos fue tal que recibió el premio Pulitzer de Ficción (1937), convirtiéndose de inmediato en uno de los íconos de la cultura de ese país. La primera novela de Alberto Ruy Sánchez, Los nombres del aire, la devolvieron diez editores mexicanos y 29 ingleses. Hoy se encuentra traducida a más de 30 idiomas.

«La Dama del crimen», Agatha Christie, esperó unos cuatro años para que alguna editorial sacara a la luz algo suyo. Primero lo consiguió El misterioso caso de Styles entre sus 79 títulos. Hoy se estima que sus novelas alcanzan la inigualable cifra de 4 000 millones de copias vendidas, algo solo equiparable con la obra de William Shakespeare.

Sylvia Plath recibió muchas negativas como estas en vida. De su literatura se afirmó: «Está claro que no hay suficiente talento como para que nosotros podamos apreciarlo». Por fortuna, en 1963 llegó a las librerías La campana de cristal, con el seudónimo de Victoria Lucas. Un mes después, la poeta se suicidaría.

Madame Bovary fue víctima de otra famosa injusticia, al ser catalogada como pornografía cuando apareció en el folletín de un periódico en 1856. Por todas las penurias pasadas en vida, Gustave Flaubert afirmó que de tener mucho dinero compraría los ejemplares para «arrojarlos todos al fuego y jamás oír nuevamente del libro».

«Mi querido amigo, puede que esté muerto de cuello para arriba, pero aun así no veo por qué un tío puede necesitar 30 páginas para describir cómo cambia de postura en la cama antes de dormir», este fragmento forma parte de una valoración enviada a Marcel Proust sobre su novela cumbre En busca del tiempo perdido.

Tal fue la desesperación del autor que decidió pagar de su bolsillo para que la genialidad alcanzara la imprenta. Tiempo más tarde, André Gide, el mismo que no creyó en ella, reconoció no haberla valorado bien por los prejuicios que tenía sobre el texto. En carta a Proust (cuando ya era un autor respetado) confesó que ese error resultó «uno de los remordimientos más agudos de mi vida».

No cabe la menor duda de que Stephen King es un genio del terror. Sin embargo, destruyó sus primeras novelas al ver que no «convencían». Se calcula que regresó unas 30 veces cabizbajo a su casa antes de que Carrie, su cuarta propuesta, se aprobara. De hecho, el borrador fue salvado de la basura por su esposa, quien le animó a terminarla y a olvidar misivas como aquella que enfatizaba: «No estamos interesados en ciencia ficción que tenga que ver con utopías negativas. No venden».

Finalmente, entre los autores más desafortunados encontramos a Jasper Fforde, que perseveró sobre 76 puertas cerradas hasta ver El caso de Jane Eyre en forma de libro. Robert Pirsig sumó 121 por Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta; y Jack Canfield y Mark Victor Hansen, 134 por Sopa de pollo para el alma. Nada comparado con el célebre C. S. Lewis, autor de Las crónicas de NarniaCartas del Diablo a su sobrino, quien coleccionó cientos de devoluciones antes de vender un solo escrito.

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