El escritor Atilio Caballero considera que dirigir un grupo de teatro le resta tiempo a su escritura. Autor: Tomada del periódico 5 de Septiembre Publicado: 17/03/2020 | 09:57 pm
Nuevamente el escritor Atilio Caballero (Cienfuegos, 1959) obtuvo el Premio Alejo Carpentier de cuento. La primera vez fue en 2013 por el volumen Rosso Lombardo. Ahora repite con La maleta de B, y presentó en esta Feria del Libro El olor del césped recién cortado (Ediciones Matanzas, 2019), reconocido con unas de las menciones en el Premio Puerta de Papel.
—Te desdoblas en varios escritores al abordar diferentes géneros. ¿Cómo es el proceso para trabajar con éxito el cuento, la novela, el teatro, la poesía y las traducciones?
—El escritor es siempre el mismo; lo que tal vez cambie —un poco, no mucho— son los temas; y específicamente, la manera de ser tratados: de ahí el tipo de estructura, de concepción, de forma, en definitiva. Y cómo saber cuándo es más conveniente o pertinente escribir de un modo determinado —eso que llamas «género»— depende mucho, creo, de la intuición: ese algo que te dice que esta idea o esta historia es mejor tratarla de esta manera y no de aquella... Si te fijas bien, podrás encontrar muchas cercanías, analogías, sospechosos parentescos entre algunos motivos de lo escrito para el teatro, el argumento de un relato o un personaje de cierta novela. Algo de vasos comunicantes, para apelar al lugar común o tal vez cierta «unidad en la multiplicidad».
—¿Cómo fue el inicio del escritor Atilio: sus costumbres de aprendizaje y descubrimientos literarios?
—Supongo que más o menos como el de casi todos. Nada hereditario por ninguna parte (salvo un tío paterno con inquietudes), ninguna instrucción particular en el ámbito familiar, a no ser mi padre, un buen lector. Vengo de una familia de deportistas, también yo practiqué algunos (natación, béisbol, fútbol, tenis…), pero por sobre todo ello me apasionaba leer. Algo que también —como esos deportes— me sigue apasionando. Hablo de pasión, no de simple gusto. Así tal vez se fue acumulando un saber —cualquiera que este fuese— que solo comenzó a articularse, a crear nexos y equivalencias que multiplicaban su significado cuando estudié Literatura (todavía se estudiaba) en la Escuela Nacional de Instructores de Arte, en Cubanacán. Ahí tuve la suerte, o mejor, la fortuna de tener profesores como José Prats Sariol, Jorge Ramos, Antonio Catalán, Vicente Isla o Manuel Moreno Fraginals (casi todos alejados entonces de los centros académicos importantes), y cuya guía, tutelaje y absoluto rigor escolástico-literario agradezco hasta hoy. Empezar a pensar fue quizá la causa de comenzar a escribir.
—Rosso Lombardo y La maleta de B. te han valido el Carpentier de cuento. Coméntame ambas propuestas.
—En Rosso Lombardo casi todos los relatos poseen un denominador común que descubrí al azar (o sea, que no fueron escritos, al menos de inicio, con ese propósito o sentido): de alguna manera se remiten al viaje, al desplazamiento, solo que no es un movimiento solamente geográfico, sino también hacia adentro, hacia el interior de uno mismo (esa lacerante introspección).
«Aunque algunos transcurran en Cuba, casi todos guardan alguna relación con mi estancia en Europa, principalmente en Italia, lo cual los hace propensos, por así decir, a cuestionar el conocido —y manoseado— concepto de la identidad. ¿Qué es esta? ¿Por qué pertenece uno a determinado lugar? ¿Será cierto que la identidad, según algunos teóricos contemporáneos, se difumina en tanto el hombre es un ser circunstancial y responde al lugar donde esté y no a donde haya nacido?, en fin…, se preguntan, de cierto modo, todos los relatos.
«Así, pues, portan ese hilo comunicante muy sutil de la búsqueda de una respuesta al significado de la identidad y al motivo del viaje como detonador de dicha interrogante. El viaje como metáfora, o lo que es igual, viajar no para llegar sino para viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca. “No hay lugar”, decía San Agustín, “vamos hacia adelante y hacia atrás, y no hay lugar”.
«En cuanto a La maleta de B., la B. es por Benjamín —Walter. También aquí esa especie de “descolocación geográfica” apuntada en los relatos de Rosso…, solo que ahora el cuestionamiento de la “identidad” alude directamente a dos aspectos que me parecen fundamentales: el lenguaje y la memoria. Y la memoria, en este caso, tiene que ver sobre todo con la figura del padre. Hasta ahí el tráiler, esperemos su publicación».
—¿Y qué propones con el libro de Ediciones Matanzas?
—El olor del césped recién cortado es un libro que he estado mucho tiempo trabajando, con mucho cuidado. A grandes rasgos, podría decirte que trata sobre la pérdida. Algo que, a su vez, como sabes, también tiene una estrecha relación con la memoria (ya ves, los temas se repiten…). Y también sabes el cuidado que hay que tener cuando escribes sobre ciertas carencias esenciales, pues la visceralidad de su misma razón puede llevarte, en un descuido, a la melancolía, a la añoranza o, lo que es peor, a la tristeza o a la rabiosa impotencia por esas mismas carencias irreversibles. De ahí el tiempo, y el esmero (que como decía Pound, es la principal cualidad ética de un escritor).
—¿Dirigir un grupo de teatro no le resta tiempo a tu escritura?
—Permíteme rectificarte: dirigir a un grupo de teatro sí le resta tiempo a mi escritura. Pero es un menoscabo que asumo, como diría Isak Dinensen, «sin esperanza ni desesperación». ¡Qué profundidad existencial y literaria hay en esa frase…! Sé que me sería muy difícil renunciar a la dirección escénica, al mismo tiempo que siento que la paciente combinación de ambas proporciona un sosiego y una expectación muy provechosa y enriquecedora, al menos para mí.
«No es difícil dirigir una compañía de teatro: lo verdaderamente duro, fatigoso y complejo es mantener activo a un grupo de creación en el que cada persona es un universo con el que tienes que sostener un diálogo personal e íntimo, además de coral; es lograr, y fomentar un alto nivel de realización a través de los años; mantener la seducción por la creación en cada uno de esos universos individuales, y también intentar compartir con el espectador un resultado, a manera de propuesta espectacular, que trascienda lo simple anecdótico, el naturalismo ramplón, la chatura de una equivalencia con una realidad inmediata, la manipulación de las emociones en aras de lograr una empatía dudosa… (si esto último te suena, es porque has estado yendo recientemente al teatro).
«Así pues, de un tiempo a esta parte —los últimos ocho o nueve años, digamos— he intentado proponer un teatro que está más cerca del documento que de la recreación ficcional, cuyos referentes reales no solo están en los expedientes o en los protocolos de investigación, sino ahí, sobre la escena, sobre el mismo espacio de ¿representación?, tangibles y reales (es el caso de Zona, nuestro espectáculo anterior)».
—¿Qué ingredientes necesita la literatura para que sea buena, según Atilio Caballero?
—Mejor así: ¿qué ingredientes necesita un escritor para que su literatura sea buena según…? Entonces: la primera de todas, la lectura. Un escritor tiene que leer vorazmente, y siempre he pensado —y estoy casi seguro de ello— que mientras más lee un escritor, mejor escribe. Sabemos que hay algunos que no coinciden con esto, que incluso piensan lo contrario, y tienen algunos ejemplos. Por eso siempre desconfío de ellos, y los ejemplos son las excepciones que confirman la regla. Leer, leer, leer, ahí creo está el secreto a voces, como mismo, para Ted Williams, el secreto de un gran bateador estaba en batear, batear… Así de simple. Y de complejo.
«A propósito, hace unos días acabé, como quien hace un ciclo de antibióticos, una indicación que me receté de narrativa anglosajona contemporánea: casi todo David Foster Wallace (incluyendo las 1 207 páginas de La broma infinita), casi todo Cormac McCarthy (Todos los hermosos caballos, Meridiano de sangre, La oscuridad exterior y la gran Suttree); Geoff Dyer (Amor en Venecia, muerte en Benarés, Zona), Joan Didion (Los que sueñan el sueño dorado, Sur y Oeste, El año del pensamiento mágico) y los cuentos completos de Flannery O’Connors… Vamos, ánimo, verán cuánto placer… además de lo demás. “¿Qué es una escritura de calidad?”, se preguntaba Bolaño, y respondía: “Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso”».