¡Le juro señor notario que no hay adulterio! ¡Jamás he engañado a mi esposo! Si él quiere proseguir con el divorcio, lo lamento, pero jamás lo traicioné. ¡Juro que digo la verdad!
Hace poco más de un año yo pesaba cerca de 220 libras. Con la estatura que tengo, parecía una pelota de playa tipo familiar. Nuestra relación, sin caer en una crisis total, comenzó a tornarse fría, sobre todo en las noches de nuestra habitación. No me refiero al ambiente que creaba el split Midea, de una tonelada, sino la tonelada de tejido adiposo antierótico que significaba mi presencia sobre la cama. Hasta a mí me daba pena con él cuando me tocaba arriba… posición que fue cayendo en desuso en nuestras «gulas amorosas», hasta desaparecer completamente del menú.
Un buen día decidí poner fin a dicha situación y fui directamente al gimnasio más cercano. Mejor dicho, al más barato, porque hay gimnasios por ahí, que según el costo, en seis meses puedes aspirar a Miss Universo, compitiendo con representantes de todos los planetas.
Volviendo al tema, le cuento que los primeros días fue angustioso. Además de los dolores musculares de los principiantes, adquirí un apetito incalculable. Resolví darle el perro y el gato a una vecina para evitar la tentación de comérmelos. Lejos de bajar, aumenté unas libras.
Estaba casi al borde de un ataque de nervios, y al borde de la cama, porque ya no cabíamos en ella, cuando se incorporó al gimnasio un muchachón de 90 60 90… No sé si estas son también las medidas para el hombre, pero aquel joven estaba hecho a la medida. ¡Ya quisiera Cristiano Ronaldo tomar sopa en su plato! Es un decir, notario. Significa que ese tipo estaba para comer y para llevar, y no veo nada malo en que yo diga eso porque los hombres no se esconden para elogiar la belleza femenina. Bien que he escuchado a mi esposo decir «barbaridades» de Beyoncé y de Shakira, sobre todo cuando bailaba el Waka waka.
Sin saber por qué, o mejor dicho, sabiéndolo, mi interés por el gimnasio tomó una fuerza desenfrenada. Llegaba antes que él y no me iba hasta que no se fuera. Como sonámbula saltaba de un equipo para otro y hacía hasta 25 repeticiones por tanda. No sé si alguna vez advirtió mi presencia pero yo solo tenía ojos para verlo ejercitar. Un día en que el instructor estaba ocupado y él me ayudó con los ejercicios de estiramiento, casi me desmayo. Fue la tarde en que le eché café a los garbanzos y puré de tomate a la leche del niño.
Juro que jamás hubo segundas intenciones, ni siquiera miradas cargadas de morbo. No cruzamos palabra alguna… Nada fue más allá de mi imaginación. Según me acostumbraba a verlo desapareció el deslumbramiento de la primera vez, y también desaparecieron unas 80 libras de mi peso corporal. Ahora sobraban los hombres del gimnasio dispuestos a ayudarme con los equipos y los ejercicios de estiramiento. Yo no reparaba en ninguno, ni siquiera en el «supermacho» musculoso. Solo pensaba en llegar a la casa al encuentro de mi media naranja que se interesaba en mí nuevamente y habíamos incluidos nuevos «platos» al menú nocturno.
Mi error, magistrado, fue que hace unos días veníamos mi esposo y yo, contentos, tomados de la mano, y nos encontramos con el joven del gimnasio, que me saludó cortésmente con un leve movimiento de cabeza. Mi esposo preguntó quién era él y yo le dije: «Un compañero del gimnasio». Después pensé y dije, sin querer, en voz alta: «Mi dieta especial».