Cuando quise ser gánster Autor: Falco Publicado: 12/05/2018 | 07:24 pm
Mis primeros pasos se limitaron a un corto recorrido hasta el café de Mauricio, a menos de 50 metros de mi casa. Entré por el billar, donde jugaban a las carambolas para distraer el tiempo muerto, los desocupados y pequeños delincuentes del pueblo, bajo la mirada de Domingo Mecha, el coime, encargado de suministrar los tacos a una generación empeñada en igualar la fama de Mundito Campanioni, campeón mundial, cuyo nombre se codeaba con los de Capablanca y Ramón Fonts en la naciente historia deportiva nacional.
Papá nunca había entrado en un billar. Consideraba que hacerlo era algo que disminuía su prestigio como Venerable Maestro de la Logia Masónica. Supongo, pues, que mi entrada al billar fue algo así como un triunfo de la democracia popular ante los prejuicios de los sectores más conservadores del pueblo. Yo era el hijo de Tito, el del correo, y mi visita al billar debió de tener, para ellos, un significado parecido al gesto del Príncipe de Gales cuando años después abdicó al trono de Inglaterra para casarse con Wally Simpson, una plebeya.
En justo pago a esa decisión me enseñaron las primeras palabrotas que pronuncié en mi vida. De las más sustanciosas de su habitual repertorio cuando me preguntaban qué iba a ser cuando fuera grande, contestaba mencionando esa profesión nada académica y que provocaba la carcajada entre los asiduos asistentes al billar. Cada vez que alguien nuevo llegaba a la sala de la mesa verde no faltaba la pregunta de Domingo Mecha:
—Enriquito, dile a este: ¿Qué vas a ser tú cuando seas grande?
Y ante la sorpresa del recién llegado, en vez de decirle que iba a ser médico o piloto, respondía con la mayor naturalidad:
—¿Yo? Un jodedor cubano.
Y la carcajada unánime me provocaba la misma satisfacción que debe de haber sentido García Márquez al recibir el Premio Nobel en Estocolmo.
A veces me utilizaban para hacer víctimas de pequeñas venganzas a mis padres, que me tenían prohibido visitar aquel «antro», según lo calificaban. Un día mi madre, que atendía una visita de cierto rango social, me pidió que fuera al café de Mauricio a averiguar qué sabores de helados había, para brindarle a los visitantes. Le pregunté al propio Mauricio. Y la respuesta a mi madre, en presencia de sus expectantes invitados, me costó una paliza que nunca me he explicado, pues me limité a trasladar, literalmente, la información de Mauricio:
—Hay helado de melón, de piña y de papaya con pelo.
La violencia engendra violencia, y la represión engendra rebeldía. El caso es que mientras más me prohibían ir al billar, más deseos sentía de compartir aquellas deliciosas sesiones en las que conocí a exconvictos, estafadores, ladrones y rateros. Y también, incluso entre ellos, a gente capaz de enseñarme cosas tan útiles como fumar mi primer cigarro o probar un trago de aguardiente, solemnidad a la que ellos llamaban «tomar la mañana»; sin excluir mis primeras clases de educación sexual en las que aprendí, a los cinco años, que el miembro o rabo, como le decían, al igual que el sable «no se saca sin motivo ni se guarda sin honor».
Si años después me costó mucho trabajo terminar el bachillerato, me resultó, sin embargo, muy fácil el aprendizaje en aquel mundo que mis padres, injustos, condenaban. Eso, junto con el apoyo audiovisual de las películas de gánsteres que empezaban a sustituir las de Harold Lloyd, Fatty Arbukle y Buster Keaton, fueron conformando en mi ánimo una marcada simpatía por «los malos», que a mí me parecían los buenos, porque si mis padres me privaban de todas las cosas que me gustaban, ellos me las proporcionaban con un cariño que todavía, a veces, me conmueve.
Mi secreta aspiración, por aquella época, distaba mucho de alcanzar premios literarios. Mi más íntimo deseo, lo confieso sin pudor, era compartir con George Raft o Edward G. Robinson una celda en la cárcel de alta seguridad, en Sing Sing. Fueron, sin dudas, mis padres y mis maestros de primaria los que frustraron mi vocación.
Algo me quedó, sin embargo, de aquel temprano aprendizaje: todavía puedo recitar, de un tirón, los 36 bichos de la charada china, que comienza: uno, caballo; dos, mariposa; tres, marinero; cuatro, gato; etcétera, etcétera. A veces, siento ganas de encontrarme de nuevo en el billar del café de Mauricio y dirigirme a Domingo Mecha y sus muchachos para exclamar, parafraseando a Fray Luis de León:
—Decíamos ayer...
Deseo imposible. El billar de Mauricio ya no existe. Y todos mis amigos, sin excepción, deben estar entizando sus tacos, tres metros bajo tierra, en el humilde cementerio de Quemado.