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No hago un arte complaciente

El joven artista matancero de la plástica Jorge Yunior Gutiérrez Salomón, a sus 30 años de edad, ya cuenta con obras en colecciones privadas de más de 60 países

Autor:

Hugo García

Matanzas.— Sus manos y uñas están descuidadamente manchadas de pintura. Huele a pintura fresca. El pantalón que tiene puesto está lleno de coloridos pincelazos. Usa espejuelos grandes, que contrastan con su barba copiosa. Lleva collares y pulsos religiosos. Fuma incesantemente. Le apasiona la pesca y el campo. Confiesa haber leído todo tipo de literatura y disfruta el cine. Ama la música de Sindo, Pablo, Silvio y Raúl Torres. «Hay días en que oigo desde lo más selecto hasta un reguetón», comenta. 

Jorge Yunior Gutiérrez Salomón cumplió el pasado mes de diciembre 30 años de edad, e inauguró su exposición Los caminos no se hicieron solos, en la Galería de Arte Pedro Esquerré, de esta provincia.

Este miembro de la Asociación Hermanos Saíz, en 16 años de trabajo acumula numerosas obras pictóricas, incluyendo esculturas, dibujos, instalaciones, grabados ni cerámicas. Estadísticamente esta es su expo 155, con obras en colecciones privadas en más de 60 países.

—¿Cuándo comenzó tu afición por la pintura?

—Permíteme comentarte primeramente que nací en Holguín, pero vine para Matanzas a los tres años de edad. Vivía en Canímar, en Indaya, en una casita pequeña que mi mamá construyó con sus propios recursos. Allí pintaba en el patio, al aire libre.

«Por aquel tiempo el lienzo era algo privativo y como mi mamá tenía amigos en una panadería ellos le regalaban los sacos de harina, que los preparaba para pintar. La compleja situación del entorno familiar me llevó a tener motivaciones tempranas por el trabajo y por ayudar a la economía de la casa. 

«A los diez años alcancé el Primer Premio en un Salón Nacional Juvenil que convocaban las casas de cultura, eso fue una sorpresa grande. Hasta ese momento era autodidacta. No tenía otra afición que no fuera pintar.

«En esa época trabajaba con óleo. El artista Lázaro Muñiz me enseñó las posibilidades de los pigmentos y la creación. Realmente a él le debo mucho. Fue una etapa de muchas  precariedades en la casa, y mi mamá no podía comprarme los materiales. Las propias carencias que experimenté en varios momentos alimentaron mi imaginación y cómo resolver los problemas desde una estética más contemporánea.

«Cuando aprobé la Academia de San Alejandro me fui para La Habana, pero para matricular tenía que residir legalmente en la capital y eso no fue posible. Entonces regresé para Matanzas y comencé a estudiar Química industrial en el politécnico Ernest Thaelman.

«Memorias fue mi primera expo en el hotel Velasco, a cuya inauguración solo fuimos mi mamá y alguien más. Pero el director de la escuela de arte de Matanzas la vio y habló para que me hicieran una prueba, y si salía bien, podía entrar a ese centro.

«Aprobé, matriculé, estudié y, una vez graduado, me ubicaron como especialista de Montaje en la galería de arte Pedro Esquerré. Estaba reacio a ese trabajo. No entendía qué hacía metido en un almacén, y  lo mismo tenía que cargar los bafles, las sillas, mesas, cuadros, hasta que un día me fui.

«Para sobrevivir nunca quise pintar catedrales ni autos clásicos ni vender cuadros con tales imágenes a los turistas. Siempre aspiré a una carrera artística. Y convencido de eso me lancé para La Habana otra vez a vivir la aventura y estudiar, al precio que fuese. La experiencia resultó dura, bien dura. Después de cinco años en la capital dejé todo, vine para Matanzas y me casé.

«En una ocasión tuve el privilegio de conocer a la coleccionista Livia Cárdenas. Y me dijo, al presenciar uno de mis cuadros, que aquella obra, específicamente, sería mi pasado, presente y futuro. Con el paso del tiempo he comprendido que la estética de aquella propuesta sería realmente el camino de mi carrera».

—¿Principales influencias en tu obra?

—Amo la pintura de Nelson Domínguez, Moisés Finalé, Antonia Eiriz, Wifredo Lam y Julio Girona. Ellos están y estarán en todos mis cuadros mientras yo pinte. Sin temor a la crítica no he reparado en  decir que en tal cuadro hay un personaje de Nelson, porque sentí la sensación y el placer de hacer algo de ese creador. He logrado con mucho trabajo y humildad demostrar que lo que pinta Salomón es auténtico, sin dejar de estar influenciado por grandes creadores, a quienes he llevado a mi terreno, a mi estética y a mi visión de artista, hombre y religioso.

«No hago un arte complaciente, sino más bien extraño, personal, con una caracterización de las cosas. Cuando hago un retrato pinto el alma de la persona y no la esencia de su rostro. 

—¿Cuál es tu ambición en el arte?

—Antes quería obtener un premio nacional de Artes Plásticas y ser famoso. Ahora, solo deseo que mi arte me dé la posibilidad en algún momento de tener mi techo, sobrevivir de lo que puedo vender y dedicarle mucho tiempo a mi familia. Quiero levantarme cada día a pintar y morirme pintando, aunque me interesa vivir muchos años. Estoy seguro de que no voy a hacer como otros pintores que se van de Cuba. Yo me quedo aquí. 

—¿Cómo es el momento de tu creación?

—Trabajo todos los días. Conozco artistas que se encierran y es imposible molestarlos en su estudio. Pinto con personas hablando conmigo. No tengo ese nivel de enclaustramiento, porque considero que el acto de creación es un parto. Crear es mi vida y lo hago tomando lo mismo un trago de café que de lo que sea. No cierro la puerta a nadie; la soledad me asusta. Y nunca retoco los cuadros porque creo que hacerlo cercena la originalidad real de la obra.

—¿Qué color identifica tu obra?

—Puedo trabajar en cualquier lugar si tengo rojo, amarillo y azul. Tengo la singularidad de que el rojo destaca por encima de los demás colores en mis cuadros. Y no es que abuse de él, sino que me gusta analizar en qué zona del cuadro va el rojo para que tenga protagonismo.

—¿Qué admiras del ser humano?

—La transparencia. Detesto todo lo contrario. Todos los días doy gracias a la vida por darme la posibilidad de equivocarme. La amistad y el amor son las dos virtudes del ser humano para salvarse.

—¿Cuánto ha influido la creencia religiosa que profesas en tu propuesta?

—Mucho. Ando en el mundo de la religión desde hace 12 años y ahora soy sacerdote de Ifá. Mi obra es pura transculturación, entendible en cualquier lugar del mundo. Soy babalao y tengo un mundo de prácticas religiosas, de orishas, de simbologías, que tienen una riqueza de transculturación universal, y domino secretos que nadie conoce porque son propios de lo que significa babalao (padre de grandes secretos), misterios que muchas personas no conocen. Cada elemento es un símbolo que conecta con un universo personal».

—¿Si te fuera bien como babalao, qué sería de tu arte?

—Nunca me dedicaré a eso completamente. Soy un artista y lo que hago como practicante de la religión no me permite que ningún ser humano me ponga un peso cubano en mi bolsillo. La religión no es para eso. He entendido que la religión salva en todos los aspectos de la vida.

—¿Qué significa haber pintado a Martí y a Fidel?

—Tiene un valor extraordinario. He pintado a Fidel porque soy cubano y reconozco su luz. He pintado también a Martí porque el cubano que no lo haya leído se va a morir sin saberse hombre ni cubano. Y mientras tenga deseos de agarrar un lienzo en mi estudio y pintar al Héroe Nacional o al Comandante en Jefe, lo voy a hacer por encima de todo.  «Pintar a Fidel me cerró puertas en Estados Unidos. En algunas de las pinturas que he hecho de él he puesto en su mano derecha el casco de un caballo como muestra de su fuerza. Creo que mi trabajo tendría que estar en el mercado estadounidense, pero con el respeto que merece. Si me llaman para hablar mal de Cuba, simplemente lo rechazo».

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