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Dramas intensos

Ya sean corales o individuales, la mayoría de los personajes que se mueven en los filmes latinoamericanos se encuentran en situaciones extremas

Autor:

Frank Padrón

Ya sean corales o individuales, la mayoría de los personajes que se mueven en los filmes latinoamericanos ahora aspirando a los (otros) Corales, es decir a los premios de este 37 Festival, se encuentran en situaciones extremas.

El club, de Chile (Oso de Plata en Berlín) los muestra así: el nuevo filme de Pablo Larraín (antes nos entregó No) sigue a un grupo de sacerdotes católicos prisioneros en un apartado pueblo marítimo por delitos contra la integridad de sus credos, aunque en realidad se la pasan como en vacaciones, apostando a las carreras de perros y comiendo suculentamente a todas horas… hasta que llega una suerte de «inquisidor» moderno dispuesto a cerrar el lugar.

Remordidos por sus pecados, perseguidos por un pasado que en vano pretenden enterrar, estos seres se enfrentan a la cámara confesando o justificando culpas, en magistrales monólogos que recuerdan a sus homólogos dostoievskianos. Admira la fineza sicológica lograda por Larraín en cada uno de estos hombres (y una mujer) llenos de contradicciones y conflictos que no los convierten en «malos de la película», sino simplemente en seres humanos, con todo lo que ello implica.

La concentración del relato y sus afiladas connotaciones sicosociales delatan a un realizador cada vez más experimentado en el sondeo, tanto de caracteres como de contextos en una interacción estrecha, profunda, que ya (de)mostrara en anteriores experiencias fílmicas (digamos, la desgarradora Post-mortem).

Tanto esa fotografía grisácea, que profetiza a cada fotograma la venidera tormenta, esos planos frontales, a contraluz, que sugieren la penumbra en que viven estos seres malditos, como el montaje milimétrico en su perfecta continuidad, o el empleo inteligente del «cine-encuesta», aunque cuidándose de disfrazar tanto la impronta documental que marca el trayecto, como el aura de policiaco que también lo condiciona, hacen del filme una lección de cine, que también implica toda una clase magistral acerca de ese otro club que es la escuela actoral allí: Roberto Farías, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell y Marcelo Alonso pugnan ante el lente en una apretada competencia histriónica en la que difícil sería decidir quién está mejor.

Crítica a cierto sector dirigente de la iglesia católica (excesivamente tolerante y hasta blanda con delitos imperdonables) El club va mucho más allá, levantando su dedo acusador contra la complicidad social, la indiferencia y el olvido.

También con un protagonista colectivo y partiendo de una famosa pieza teatral escrita por Miguel Torres, Siempreviva, de Klych López (Colombia), exhibe un microcosmos concentrado en una casa de huéspedes durante la famosa toma del Palacio de Justicia, en el Bogotá de 1985.

Tiempos difíciles, personajes al borde, llenos de carencias materiales, asistimos a algo todavía peor: sus pequeñas y grandes miserias, sus trampas y sus violencias, en una convivencia difícil que los muestra en absoluta desnudez moral, gracias a una cámara escrutadora y afilada.

López se devela como hábil narrador, capaz de llevar la historia hasta su desenlace con pericia y creciente interés, evitando tiempos muertos y sin olvidar cada detalle en la caracterización de sus complejos personajes; la ambientación y la recreación epocal son méritos para los cuales se auxilia de una eficaz dirección de arte, una precisa fotografía y una notable música.

Pero en un filme de tantos personajes con similar importancia dramática las actuaciones son fundamentales; como ocurre en El club, el combate en este sentido arroja tablas, ante la excelencia y la fuerza en los desempeños de Laura García, Enrique Carriazo, Andrés Parra, nuestra coterránea Laura Ramos, Alejandro Aguilar…

En una cuerda más íntima aunque sin subestimar la significación de un decisivo contexto, hallamos en la competencia de óperas primas el título Clever, laureado guión inédito en la edición de 2013 y procedente de Uruguay, que ya tenemos convertido en todo un filme.

Lo escribieron Federico Borgia y Guillermo Madeiro, quienes también lo dirigen, en torno a un hombre que, infelizmente divorciado, intentando complacer al pequeño hijo, decide pintar con imitaciones de flamas su auto, para lo cual se traslada a una aldea del interior donde se entera radica un pintor experto en ello.

Pueblo pequeño, infierno grande, Macondo uruguayo aunque ubicable en cualquier rincón de la geografía latinoamericana, Clever se topa allí con extravagantes personajes que el guión detalla en sus peculiaridades y la puesta incorpora a un periplo donde sobresale una  conseguida atmósfera de suspense que esconde el singular estudio de caracteres.

También se trata de una obra notablemente contada a nivel de puesta en cámara, con sugerentes retratos y bien plasmados recursos expresivos (fotografía, encuadres…), además de certeros desempeños (Hugo Piccinini, Antonio Osta, Marta Grané…) que acusan una lectura eficaz de la justamente laureada escritura.

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