Casa grande, de Fellipe Gamarano, estudia la familia disfuncional de un adolescente. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 05:59 pm
Hablábamos en un comentario anterior del protagonismo de los más jóvenes y de la familia en las competencias de ficción, pero a la vez emplazábamos la falta de información, de claves para desentrañar los problemas de los personajes; no es que guionistas y directores tengan que dar al público «masticados» los conflictos, pero tampoco hay que exagerar.
Algo así hallamos en el filme mexicano La vida después, de David Pablos, que compite en óperas primas. Nos presenta a dos hermanos a quienes conocemos desde niños y una madre atormentada por el suicidio de su padre.
La relación entre ellos y respecto a la progenitora difiere: uno es agresivo y violento; el otro, amoroso y tierno, algo que permanece, e incluso se agudiza, cuando poco después les vemos ya adolescentes, con esa mujer que de pronto se marcha de la casa dejando apenas una escueta nota, y a la que ellos tratan de encontrar.
Con una fotografía que complementa los estados anímicos y acentúa los lugares casi vacíos que visitan los muchachos —semantización espacial que prolonga sus realidades y personalidades— el filme está admirablemente ambientado. Lástima que no profundice más en el universo peculiar de los personajes, y una vez más, en el meollo de actitudes y comportamientos, en lo cual no ayudan los pobres desempeños de los actores.
Mejor le va a Casa grande, del carioca Fellipe Gamarano Barbosa, quien aunque hace ya cierto tiempo es un exitoso documentalista (Laura, Domingo…) se estrena en la ficción con este disfrutable coming of age (textos basados en la búsqueda de la identidad por parte de los adolescentes) que en realidad estudia la familia disfuncional de Jean, adolescente empeñado en huir de la sobreprotección de sus progenitores: el padre, un rígido bancario paradójicamente no muy honesto, y la madre, una beata que recibe clases de francés; con una hermana menor a la que califica de aburrida, Jean prefiere relacionarse, tanto erótica como afectivamente, con las clases inferiores.
Aunque pareciera un rasgo melodramático y hasta telenovelero, afortunadamente Casa grande dista de tales enfoques: su tono es muy sereno y realista, se mueve entre la élite de Río y sus zonas humildes, desde la opulencia a punto de destruirse que constituye el contexto familiar del protagonista hasta la escuela pública, adonde asiste en ómnibus cuando su chofer es despedido.
Mediante una narrativa lineal, ágil y libre de zonas muertas, Barbosa va develando motivaciones y rasgos de sus personajes así como las interrelaciones entre ellos; sus preocupaciones no se quedan en el ámbito psicológico o afectivo, sino que trascienden a lo social: las oportunidades vocacionales mediante el sistema de cuotas —que permiten el acceso de estudiantes menos favorecidos a prestigiosas universidades— y los prejuicios raciales, son algunos de ellos.
Pero sin dudas lo más importante parece ser la evolución de Jean, quien aprende, entre otras cosas, que a veces la familia adquirida, elegida voluntariamente es mejor que la impuesta, que una persona socialmente inferior —como su novia Luiza— puede enseñar más que los padres o la misma escuela, y que no siempre los modelos educativos y morales corresponden a las apariencias, como comprueba dentro de su propio núcleo familiar.
Favorecida también por un competente equipo actoral (Alice Melo, Bruna Amaya, Marcello Novaes …), una música que apoya diegéticamente las contradicciones que pulsa la trama —desde el forró al samba-canción— y una apreciable fotografía, que aunque se incorpora eficazmente a enseñarnos sobre ese mítico y contrastante Río de Janeiro evita el paisajismo turístico, Casa grande invita a seguir de cerca la incipiente carrera de Gamarano.
Sin salir del gigante verde amarillo, pero ahora en São Paulo, un arquitecto, mientras emprende su primer gran proyecto, descubre un cementerio clandestino en el terreno que pertenece a sus antepasados. Al cuestionar sus orígenes entra en conflicto consigo mismo, la familia y la ciudad que emerge.
Ópera prima de Gregório Graziosi, el tema de Obra es apasionante per se: la memoria como magma esencial, vital, que aflora tanto del propio hombre como de su entorno; de su presente como desde su pasado enlazando lo personal y lo colectivo, combinando las esferas y deslindando sus tabiques. De veras que hubiéramos tenido aquí una película si no maestra, al menos redonda y bien armada.
Pero Graziosi se preocupa tanto por lo morfológico, la envoltura de su filme, que descuida casi hasta la pena la almendra de su texto; el hecho de que la arquitectura como expresión constructiva por excelencia fungiera como metáfora de las inquietudes ontológicas y filosóficas que animan al personaje central, hubiera sido también un elemento dramático de peso, si al joven director le interesara al menos un poco lo dicho por encima de la manera en que lo hace.
He aquí un largo con una fotografía en blanco y negro de impactantes precisión y expresividad, a cargo de André S. Brandao; un diseño sonoro (Fabio Baldo) de no menor alcance al llevar a primer plano, con estudiado rigor, lo que pasa por el oído y guarda relación con la historia; otro tanto puede agregarse de una dirección de arte (Mario Saladini y Vera Oliveira) atenta a detalles de peso diegético, mientras la cámara recorre con diversos y exactos planos los estados físicos y espirituales, pero… la anécdota se torna débil y se desarrolla con frecuentes tropiezos narrativos, a los personajes y a sus interrelaciones les falta la fuerza y la vitalidad que acaso prometía el guión en sus minutos iniciales y, en general, todo el plano argumental se va descolorando a medida que avanza la trama, inversamente proporcional a lo que ocurre con la forma, una vestimenta que adquiere belleza y perfectividad.
De cualquier modo, no deslucen los desempeños de Irandhir Santos, Julio Andrade, Lola Peploe y Marku Ribas, mas poco logran ante la anemia general del relato. Peligroso desliz este en que ha incurrido Graziosi, y ojalá no repita en sus próximas incursiones: su obra, más aun que la de su arquitecto se desmorona sin remedio ante el peso de un esteticismo hueco.
Con Hongos, premiada ya en varios festivales del área, el colombiano Oscar Ruiz Navia (Solecito) se nos pasea por un Cali transido por jóvenes grafiteros que desean salvar el mundo de la contaminación ambiental y la depredación al reino animal; como parte de la cultura hip hop pintan murales que la policía interrumpe, asisten a conciertos de heavy metal, practican el sexo grupal y se enfrentan a sus propios conflictos familiares y amorosos.
Uno de ellos es negro, la madre integra una comunidad evangélica; el otro vive con la abuela enferma de cáncer y trata en vano de recibir ayuda de un padre que se cree un tenor de ley cuando dista mucho de ello.
Aunque se aprecia una estimable ironía por parte del director al emplazar los excesos de discursos, la verborrea de bar o los fundamentalismos de cualquier signo (políticos, religiosos y/o estéticos), la cinta se resiente por la absoluta falta de organicidad que presiden su guión y su ulterior puesta en pantalla, pletóricos de pasajes superfluos y cabos sueltos.
Su propósito de transmitir estados de opinión y sondeos sociales más que una historia propiamente dicha, falla en términos generales por carecer de cohesión, aun cuando algunos pasajes valgan en sí mismos y se disfrute una música incidental (salsera) de agradable factura.