¿Sabe usted cuál ha sido la mayor desgracia para el hombre en sus andanzas por este mundo? El cabecilla de los infortunios es el dinero. Problemático y espantoso invento, peor que el garrote, la silla eléctrica y el sábado laborable.
No se horroricen los lingüistas si afirmo que no existe otro vocablo que admita más sinónimos tan disímiles: bienestar, jodedera, consumo, machetazo, taxi, estafa, «maceta», vicios, vacaciones, cárcel, suerte, vanidad… y si sigue la rima entenderá que estas palabras y muchas más tienen vínculos sanguíneos con el ente monetario.
Es inaudito que un burujón de papeles pueda provocar la perdición de tantas cabezas en todos los rincones del planeta. No importan las efigies ni los dibujos que aparezcan en ellos. Lo imantador es el numerito impreso en la cara. Ese es el detonador de los deseos y los «escaches».
Antes que el hombre manoseara una moneda, la humanidad se destripaba por poseer una gruta donde cobijarse, un río donde obtener agua y siervos para servidumbre. Después de la aparición del dinero, se descarrila por vender hasta la sonrisa y almacenarlo en bancos y debajo del colchón.
Sin dudas, es el principal culpable del estrés, del seguimiento a los horóscopos, de muchos suicidios, y de la ridiculez de los tacaños.
¡Qué contradicción! Solamente los dementes, al no estimarlo, se salvan del contagio de su perversa esquizofrenia. No tener un centavo encima condujo a la fama a personas sin cargos como el Caballero de París.
Cuando escasea el dinero en el bolsillo, es aconsejable, para no alterar el metabolismo, ignorar las vidrieras, los artículos modernos, los spots de Radio Taíno y las fotos turísticas.
¡Qué diferente era cuando no existía el dinero! Las tribus primitivas utilizaban sal, aceite, té, caracoles y maíz como objetos de cambio. Aún no era necesario ese artificio tan incogible nombrado vuelto.
¡Cuánto sosiego tendrían esos hombres al no impacientarse por el día del cobro!
Más o menos alrededor del siglo VIII a.n.e. (no lo sé exactamente por carecer de un pariente en esa época) los griegos, egipcios, fenicios, cartagineses y romanos incorporan las monedas al trueque de mercancías. Y en este crucial momento es cuando se adicionan nuevas palabras al diccionario: dinero, maraña, préstamo y deuda.
Las monedas que hoy conocemos contienen impresos rostros de héroes y símbolos patrióticos e históricos, pero en la antigüedad los gobernantes eran abiertos y desinhibidos al escoger los grabados. La emperatriz Agripina, madre de Nerón, ordenó acuñar una imagen pornográfica al dorso de una unidad monetaria en la que su figura aparecía en el anverso. Quizá fue un método manuable y asequible de educación sexual o, lo más probable, la distinguida señora era fanática a los desórdenes en la cama.
Por el año 1780 comenzó a circular papel moneda en cartones de ocho reales. ¡Como caído del cielo!, habrán dicho los malandrines, dispuestos enseguida a falsificar algunos cartoncitos.
Las modas van y vienen, veranos e inviernos finalizan y regresan, gaviotas y tiñosas desaparecen y vuelven, pero el pensamiento hacia el dinero nunca nos abandona.
Si es castigo y dicha, tormento y regocijo, ¿a cuál conclusión se llega?
Después de efectuado el análisis a muestras de sudor en arcaicas monedas, definitivamente el dinero es el amuleto que el diablo obsequió a los terrícolas. Y al igual que en la «shopping», el susodicho no acepta cambios.