Mefisto Teatro en la pieza Jesús, de Virgilio Piñera. Autor: Ernst Rudin Publicado: 21/09/2017 | 05:21 pm
El año virgiliano nos ha traído la posibilidad de nuevas y renovadas puestas del célebre dramaturgo cubano que, a cien años de nacido, merece parafrasear a quienes reverencian a Gardel: «Cada día escribe mejor». Revisemos algunas de ellas.
Tony Díaz y su compañía Mefisto Teatro, después de acometer dentro del musical notables empeños (Plácido, Cabaret, Chicago…) junto a otros menos logrados (Canción de Rachel) vuelven a una poética que, aun dentro de otros colectivos, el director ha emprendido con resultados también estimables: la incursión en un dramatismo que tiene en el absurdo y lo paradójico buena parte de su esencia (Escándalo en la trapa, La ratonera, El Diario de Ana Frank…).
Por ello, al volcarse al mundo delirante, kafkiano y donde las anteriores características señorean como es el de Virgilio Piñera, Tony y su colectivo encuentran un favorable caldo de cultivo: la pieza Jesús, que el maestro concibiera en 1948 y estrenara dos años después, viene como anillo al dedo; no por gusto el mismo director la había montado en 1996 con el grupo Rita Montaner.
La necesidad de los mitos en el pueblo, la manipulación de estos por el poder, las barreras entre la fe y la cruda realidad, son algunos de los puntos esenciales que Piñera desarrolla en esta pieza que, sin figurar entre sus grandes creaciones, aborda con la originalidad y la corrosividad habituales en él, temas importantísimos y siempre vigentes (por ejemplo, el punto de partida del cineasta Arturo Sotto para su interesante y posmoderno Pon tu pensamiento en mí).
Como siempre, Piñera re-semantiza, re-significa los referentes: al igual que en su cubanizada Electra Garrigó este Jesús no es de Nazareth sino de Camagüey —ciudad natal del dramaturgo— y le asiste la certeza de que nada tiene que ver con las deidificaciones y mitificaciones de su célebre tocayo bíblico, por lo cual responde a los intentos oficiales y populares, con la absoluta negación —recurso habitual de Virgilio—, y que alimenta otras piezas suyas, como, justamente, El no.
Por tanto, su destino hereda la ananké griega, trágica, que emparienta los clásicos helénicos con otros contemporáneos de los que mucho tiene, conscientemente o no, nuestro escritor: Beckett, Kafka…
Díaz logra una puesta saludable, presidida por un inmenso cuadro (el popular Sagrado Corazón) que no gratuitamente se presenta inclinado, como preludiando las torceduras y oblicuidades a que asistiremos; desde el comienzo, el performance de los «no-discípulos» y el Maestro en el ritual del lavamiento de pies, y la música sacra que se escucha (valga resaltar la consecución general de este rubro, a cargo de Juan Piñera y Adrián Torres) contribuyen a cimentar la atmósfera: una religiosidad aparente, que será desdramatizada y desmentida en el transcurso del texto dramático.
Esta vez, sin embargo, las máscaras, que como saben sus conocedores forman parte de las peculiaridades estilísticas del director, no encuentran, al menos en su totalidad, la redondez expresiva a que nos tiene acostumbrados; las actuaciones son también desiguales.
Mefisto, un personaje recurrente en las puestas de Díaz, que tiende a introducir paratextos en la pieza adaptada —y que esta vez se conforma con segmentos de otras zonas virgilianas: poéticas y propiamente escénicas— resulta un acierto dramático por cuanto entroniza al autor como suerte de visionario, de testigo de su obra y de las peripecias dramáticas puntuales; sin embargo, no halla en el actor Omar Durán la ductilidad esperada, más bien aterriza en los estereotipos que se han ido conformando en torno a la personalidad de Virgilio.
En cuanto al protagónico, Alejandro Milián, a medida que avanza, flexibiliza un tanto, y afortunadamente, la cierta rigidez que signa su desempeño en los momentos de arrancada, tan significativos por cuanto fijan las coordenadas del personaje y sus acciones; Erick Morales se muestra más equilibrado en cuanto a intenciones y matices.
Los detectives de Jorge Luis Curvelo y Fidel Rodríguez confunden lo esperpéntico y patético de sus naturalezas con una tendencia excesiva a la caricatura que les resta fuerza. Las labores de Randy Cívico (Profesor), Frank Egusquiza (Augusto Ríos) y Carlos Pérez Peña enfilan mucho mejor a sus perfiles caracterológicos, si bien recomiendo a este último, veterano actor, pausar un tanto su hiperquinético Cliente. Roberto Salomón figura entre lo mejor, por la manera inteligente en que concibe y proyecta el cinismo de su asesino.
Jesús, entonces, no es una puesta perfecta, mas sí respetuosa y respetable; otro escaño notable en la obra de Tony Díaz y Mefisto Teatro.
También estrenada anteriormente, Los siervos —texto publicado en 1955 en la revista Ciclón— vino de nuevo por Teatro de la Luna, que dirige Raúl Martín.
La esclavitud como modus vivendi, la forma más importante que el contenido tanto en la escritura como en la vida, la libertad perennemente cuestionada, constituyen algunos de los temas que con la irreverencia y el sarcasmo habituales, pulsa aquí el dramaturgo.
Letra difícil por su profunda corrosividad, requiere del actor un esfuerzo mayúsculo, ante los manejos lúdicros de los parlamentos y el constante desdoblamiento de los personajes (otra vez con el absurdo como principal código expresivo) y es lo que ha entendido y proyectado notablemente un profesional equipo integrado por Amarilys Núñez, Yaité Ruiz, Olivia Santana, Liván Albelo, Yordanka Ariosa y Mario Guerra, que para nada desluce las inolvidables actuaciones de la puesta anterior, de los 90.
Otro mérito de Los siervos está en el trabajo de vestuario y la escenografía, cuyos singulares cromatismo y elaboración respaldan extraordinariamente la gestualidad y procedimiento eufónico de los histriones en función del mensaje.
Virgilio, entonces, no abandona la cartelera teatral: nuevas puestas, lecturas otras, se aproximan.