Jóvenes integrantes del Korimakao ensayan en el anfiteatro de la institución cultural cenaguera. Autor: Alba León Publicado: 21/09/2017 | 05:20 pm
«¿¡Un conjunto artístico en medio de la Ciénaga de Zapata que se llama Korimakao!? ¡Eso es una locura!», fue el sentimiento generalizado que despertó la pretensión del actor Manuel Porto, su director fundador, y del Comandante Faustino Pérez. Ciertamente, pocos podían comprender el sentido de un proyecto de ese tipo en un territorio tradicionalmente asociado a gestas heroicas, pero que padecía prácticamente la misma orfandad cultural —alfabetización aparte— de toda una vida.
Ya comenzaban a experimentarse las primeras afectaciones de la crisis de los 90 del siglo pasado, cuando se aparecieron aquellos «locos» con la idea de crear un conjunto artístico en Pálpite, pueblito cenaguero de pintoresco nombre. Enfrentaron incomprensiones y burocratismo, pero también recibieron el apoyo de numerosas personas, notorias algunas, humildes la mayoría, indispensables todas.
Veinte años más tarde, el Korimakao conversa con la Ciénaga y sus habitantes mientras se mira a sí mismo a través del espectáculo Te regalo la esperanza, estrenado la víspera del aniversario 50 de la victoria en Playa Girón. El Korimakao tiene vida propia; parece más un organismo vivo que creación humana. Sus 162 integrantes trabajan en imprescindible armonía, con espíritu propio de una colmena.
Para Korimakao cualquiera de sus presentaciones es un acontecimiento. Los artistas y técnicos ensayan la puesta sobre el escenario, los floreros rebozan de nomeolvides fresquísimas, los «plásticos» y diseñadores ultiman detalles de la escenografía, mientras la administración corre de un lado a otro confirmando invitados. El ambiente es de trabajo, de perfección. Y en medio de todo, las cocineras casi han terminado el almuerzo.
Los fogones de Korimakao fueron para Elda Sánchez tabla de salvación cuando tuvo que enfrentar la vida en solitario. Hace diez años, encontró trabajo y consiguió terminar sus estudios de enseñanza media en el edificio pequeñito y con techo de fibrocemento que fuera la antigua sede del Conjunto. María Eulalia, sin embargo, llegó por caminos distintos hasta la cocina. Los ciclones y la decisión de las autoridades de trasladar a los habitantes de pequeños bateyes hacia zonas más pobladas la sacaron de Vínculo y la llevaron a Pálpite, en septiembre de 2006. Un mes más tarde se unió a Elda en esa labor anónima e imprescindible de alimentar a todos.
A unos metros de la cocina, Odalys Cruz, del personal de administración, revisa por enésima vez la plantilla de trabajadores. Nativa del lugar, vio cómo los cuatro «locos» que dormían en las casas de generosos vecinos en 1992 constituyeron, después de dos décadas, un inmenso colectivo al que ella misma se sumó en el 2005. «¿Que qué es Korimakao? Es… una unidad presupuestada», responde inconscientemente la responsable de Recursos Humanos. Un par de segundos más tarde añade: «Korimakao es arte, cultura… y es Porto».
Odalys sabe lo que le ha aportado el Conjunto a la comunidad. Antes, los cenagueros tenían como único espacio recreativo y artístico las esporádicas visitas de algún cantante de efímera popularidad. Por eso agradece el acercamiento a la cultura que han propiciado las actuaciones de Korimakao, en las que personajes legendarios como Mamiyo —una de las analfabetas que le quedó a la Ciénaga— pudieron ver un gran espectáculo por primera vez en su vida.
De este acercamiento mucho conoce Jesús Bernardino Alonso Comeines quien, como casi toda su familia paterna, la emprendía en las tardes libres con algún instrumento musical capaz de desbaratar la modorra del aislamiento geográfico. Después de jubilarse, la inquietud, la cercanía de su casa al Korimakao o la avidez por estar cerca del arte que no pudo desarrollar, lo llevaron a la plaza de jardinero. El Mulo —como casi todos lo conocen— es uno de los pocos combatientes de Girón que quedan en Pálpite.
Sentirse Korimakao
Mientras este invisible ajetreo transcurre, allá, sobre el escenario, más de medio centenar de personas ensaya sin descanso. En una esquina, Yoandry Núñez carga con la importante tarea de manejar los controles de sonido del espectáculo. Llegó hace apenas cuatro meses. Es uno de los ocho palmeros (Palma Soriano, Santiago de Cuba) que habla con un sentir de viejo hombre con la casa a cuestas, como si llevara una vida en el Conjunto. Y es que, como dice Porto, «no es lo mismo estar en Korimakao, que ser Korimakao».
«No es solo un centro de trabajo, sino el hogar nuestro. Porto es un padre, y creemos que es muy importante la labor de recorrer la Ciénaga llevándole a los pobladores la cultura y el arte», enfatiza este joven, al tiempo que organiza las pistas de audio.
Un centenar y medio de artistas y técnicos conforman la línea no administrativa de esta gran familia. Aquí se han formado profesional y culturalmente personas de casi todos los rincones de la Isla, aquí han hecho un montón de amigos que los ayudan a soportar los días de nostalgia por el hogar. El artista Korimakao es una suerte de virtuoso renacentista: baila, actúa, canta, siempre listo para enfrentar el reto impuesto por las ambiciosas propuestas escénicas. Abundan las historias hermosas, como la de Flora, quien un buen día decidió que a los 67 años no era demasiado tarde para convertirse en actriz.
No está exento de problemas el Korimakao: el aislamiento geográfico, el principal de todos. Apartados como están, los artistas encuentran dificultades para acceder al enriquecedor intercambio con sus semejantes, si bien esto les sirve de acicate para encontrar soluciones y alternativas a sus problemas artísticos con los elementos que tienen a su alrededor.
Lamentablemente, muchos jóvenes ven al Conjunto como una fugaz escuela de superación. Asimismo, rara vez cuentan con un cuerpo de baile estable.
«Por la Ciénaga no se pasa, hay que venir», recuerda Efraín Otaño, director artístico general del Conjunto. Pocos conocen en Cuba la labor del Korimakao; tal parece que la historia se tragará esta experiencia de llevar el arte a rincones distantes.
Pero sus artistas y trabajadores siguen ahí, sin renunciar a la premisa de proseguir viaje con la cultura a cuestas, «intentando alcanzar las estrellas, aunque ellas sigan en su sitio», remata filosóficamente Efraín.
Lo más lindo de la ciénaga
—¿Te gusta tu pueblo?
—Me encanta.
—¿Has visto el trabajo de la gente de Korimakao?
—Bueno, yo trabajo en el Korimakao. Actúo. He hecho una pila de obras, como El principito, El canto de la cigarra y… ya no me acuerdo de más ninguna…
—¿Has hecho otra cosa además de actuar?
—Sí. Pintar y a veces he tenido que bailar.
—¿Te gustaría ser parte del grupo cuando crezcas?
—A lo mejor, no sé.
—¿Qué te parecen la gente del Korimakao?
—Yo los conozco a todos, sí, y me caen bien, y si tengo que meter las manos en la candela por ellos, las meto.
—¿Por qué?
—Porque es una amistad que tenemos, y yo llevo trabajando con ellos desde mis cinco años, ya tengo 14.
Para chicos como Alejandro Peña se creó el Korimakao; los niños y jóvenes han sido la audiencia más cercana al Conjunto, muchos de ellos se han incorporado a sus filas y forman parte de esa gran familia.
El cenaguero resulta un ser muy particular; no es campesino, ni citadino: es cenaguero, con una cultura autóctona muy singular. En los primeros tiempos, las personas apenas participaban; desconfiaban de aquel grupito que, contrario a lo habitual, no se andaba con fanfarria ni ostentaba vano glamur. Gracias a la continua labor en las comunidades dispersas lograron ganarse el prestigio y la admiración de los habitantes de la Ciénaga, quienes acuden gustosos a las presentaciones.
«Korimakao es lo más lindo de la Ciénaga», dice a viva voz un policía mientras atraviesa la entrada. Con 15 años al servicio de Pálpite, el primer teniente y jefe de sector Leonardo Rodríguez Castillo es un cenaguero completo. «Ya en Santiago nadie me conoce», bromea.
Con semejante trabajo, pudiera pensarse que debe ser un dolor de cabeza para él lidiar con una «pandilla» de 144 artistas. Sin embargo, Leonardo Rodríguez está muy contento con el Korimakao y sus muchachos, pues el proyecto forma a la juventud no solo en valores artísticos, sino también morales.
Son esos valores los que, junto a las danzas y los cantos, transmite Korimakao por el otrora olvidado humedal. Esos que hicieron posible que Mamiyo Coba, a quien con sus 92 años nunca la ha abandonado el ángel de la danza, bailara como público y participante en los espectáculos, mientras tuvo fuerzas, y soñara a través de Tania, María Luisa, la Lila y los tantos miembros de su larga descendencia, vinculados a Korimakao. Son esos valores los que devuelven a Mamiyo al escenario, devenida ahora personaje de un regalo de esperanza que inauguró el pasado 18 de abril las celebraciones por los 20 años del Korimakao.