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La emergencia juvenil —digamos precoz— de Nicolás Dorr en el panorama teatral cubano, con Las pericas, fue saludada como signo de los tiempos de cambio en que nos tocaba vivir. La lectura crítica y la aceptación pública confirmaron esa puesta en escena, asumida en su incorporación a un movimiento definidor de los escenarios habaneros, escenificaciones que acaparaban el favor de los espectadores al tiempo que se adentraban en una novedosa observación de costumbres, de lenguajes, de nuevas maneras de representación.
Dorr llegaba con un libreto que se ceñía al tono genérico que mejor se le avenía, la farsa, viejo y preferido instrumento de la crítica porque permite el subrayado del «gesto social», y pinceladas sobre los caracteres sin arriesgar el equilibrio del conjunto. De Molière a Brecht, una frondosa línea sustentaba su intento, buenamente identificado con un período de rupturas y replanteos. Ese tiempo perfiló el esfuerzo inicial del dramaturgo, sin impostaciones, pues constituía su elemento natural.
Con Las Pericas, obra que soslayó el lastre dizque naturalista predominante en la escena anterior cubana, se instalaba el joven Dorr y asumía el reto de la continuidad, porque la gracia no radica en la llegada, sino en la permanencia. Desde entonces nada ha interrumpido su trayectoria, con piezas de variados intereses, según las etapas de su propio desarrollo y sus reclamos artísticos.
Han pasado los años y queda esa continuidad en los escenarios y en la letra con obras muy diversas, todo un repertorio. Desde 1961 a 2007. De Las pericas a Caminos. Esta antología de su teatro así lo evidencia.
