El filme, basado en la novela Der Vorleser, escrita por Bernhard Schlink, acaba de cumplir sus dos primeras semanas de exhibición en La HabanaAlemania occidental, 1958. Michael tiene 15 años. Hanna cobra y marca los boletos en el tranvía. Lo inicia sexualmente, lo adentra en la vida. Él, en cambio, la aproxima a la cultura: le lee. Hanna conoce mil historias por él: de La guerra y la paz a La dama del perrito. En algún momento discuten, y aflora la sospechosa severidad de Hanna...
El tiempo pasa. La vida nunca es lineal. Se complica. Toma caminos tortuosos, que nadie espera.
Michael estudia para abogado y un mal día participa de un juicio donde acusan a varias guardianas de las SS por, entre otros desmanes, haber encerrado a 300 personas e impedirles salir en medio de un incendio. En 1943, Hanna se había enrolado en las SS. En las noches, seleccionaba a las mujeres más jóvenes, las acariciaba y les pedía que le leyeran. A Michael le suena conocido.
De hecho, Hanna mató a 300 personas. Es una criminal; pero como nadie, ni siquiera un asesino, es de una sola pieza, ella no sabe mentir, no puede mentir. En el juicio avanzará todo el tiempo con la verdad, así la hunda para siempre en la cárcel. Trata de explicar cómo no podía abrirle a los prisioneros porque su responsabilidad era precisamente evitar el caos, que no escaparan. Quiere explicar una enorme irresponsabilidad histórica con una vehemente responsabilidad personal. Pero la Historia no entiende. No puede entender. Solo una prueba pudiera certificar que no es del todo culpable; al menos, que no es la única culpable. Le exigen una prueba de caligrafía. Ante la vergüenza de confesar que no sabe escribir ni leer —vergüenza que sentía ya ante el cuerpo desnudo de Michael—, prefiere confesarse culpable y pagar por el resto de sus días.
Solo él pudiera librarla de toda la culpa. Solo él, en toda la sala, maneja que Hanna no puede brindar la prueba caligráfica. ¿Lo hará? ¿Lo hace?
¿Todos no son un poco culpables? Los criminales, los cobardes, los que callan, aquellos a los que no les alcanza el arrojo para defender lo que aman. Todos tienen la culpa y todos tienen razones en The Reader (El lector), la película de Stephen Daldry que acaba de cumplir sus dos primeras semanas de exhibición en La Habana.
Uno de los más importantes filmes de los últimos años, basado en la novela Der Vorleser, escrita por Bernhard Schlink. Una brillante y compleja meditación sobre los frágiles límites entre la razón y la culpa, sobre las acepciones históricas de la responsabilidad, sobre el peso de la conciencia, y sobre el poder redentor de la cultura. Un extraordinario guión, de personajes redondos, robustos, frente a los cuales el espectador duda tanto como ellos mismos, y se queda pensando al final qué difícil es el oficio de vivir con dignidad en un mundo de oprobios y de situaciones extremas, donde a cada paso se extravía la frontera entre el amor y el horror, el deseo y el crimen, el deber y la coerción, lo políticamente correcto y la canallada que hace morir a cientos de personas. La película estudia esa zona de fragilidad emocional donde los sujetos pierden los asideros, cuando se cruzan sexo e Historia, intimidad y vida pública cargada de accidentes históricos determinantes para los Otros.
Dos reclamos dramatúrgicos: la endeblez de los episodios relacionados con los conflictos familiares del Michael adulto, y la cierta torpeza narrativa para viajar en los tiempos de la exposición (algunas escenas parecen anticipaciones, cuando dan paso a retrospectivas). No obstante, se trata de una película delicada, inteligente, que se mueve en una cuerda flojísima —entre la tragedia y el melodrama, entre la austeridad del tono y el patetismo de las situaciones—, pero que sale airosa justo por una cualidad que permite un ramo de inolvidables interpretaciones: la contención de la intensidad dramática.
Primero que nadie, David Kross en el joven Michael. Impresiona la densidad emocional con que este joven borda los matices del aprendizaje. Actor introspectivo, profundo, serio, Kross sobresale en los debates y las transiciones de su personaje, que lo entiende todo, pero al que tal vez la madurez no le alcance para tomar las decisiones que resulta preciso tomar. Aquí nadie es perfecto. Ni Michael ni nadie. Menos que nadie, Ralph Fiennes, otro buen actor, pero que en los últimos tiempos ha encontrado en su sobriedad un comodín. Fiennes lo interpreta todo igual: siempre es frugal y parco, mide cada palabra y cada gesto, no se permite el menor exceso, no se despeina jamás; y el precio viene siendo una grisura un poco insoportable ya, la verdad. Fiennes ocupa hoy el lugar que en los años 80 perteneciera a William Hurt; o sea, ese tipo de actor hacia adentro, de presunta concentración afectiva, poco demostrativo. En eso habría, a no dudarlo, un valor, si la sobriedad no se confundiera con la medianía, con la fórmula anémica, con la inexpresividad, con la caricatura del otro lado. Fiennes trabaja mucho últimamente, lo cual es una suerte; pero no está en un buen momento. Pareciera como si hubiera ofrecido todo de sí, que es por cierto bastante sordo, o mudo. Ahora mismo no le vendría mal otro papelito como aquel fascista terrible de La lista de Schindler, a ver si vuelve a construir histriónicamente, más allá de la imagen de compostura.
Entretanto, dos actrices ofrecen verdaderos conciertos de interpretación en El lector, y evidencian que contención no quiere decir falta de color: Kate Winslet y Lena Olin. La Winslet, a más de pasearse desnuda ante Michael y la cámara como si tal cosa —lo que, en medio de la gazmoñería de Hollywood, no es algo para desestimar— trabajó cada detalle de su analfabeta: cómo camina, cómo se sorprende, cómo mira. Sobre todo, cómo mira. En este filme, la Winslet hace un alarde de dominio de la mirada: la suya expresa, muchas veces a un tiempo, turbación y resolución, enojo y compasión, deseo y rechazo, pánico y seguridad. La Winslet está de campeonato, todo sea dicho; y no necesita subrayado alguno, pero tampoco el estereotipo falaz de la contención mal entendida.
La recia Lena Olin asume dos personajes. Hacia el final, en una escena con Fiennes, se lleva la película al bolsillo de su chaqueta blanca, con la tranquilidad de quien se guarda una galleta. ¡Esto es una actriz! Demarca sutilmente cada intención, diferencia con ingenio el desdén del rencor, el abatimiento de la tristeza, la ira de la soberbia, la ironía de la conmiseración. Solamente para verla en esa escena valdría la visita al cine. Decía que tiene delante a Ralph Fiennes, y se lo come vivo. Cierto que está ayudada por un gran personaje: los propios parlamentos, de película, la conducen al edén; pero, tal vez por lo mismo, una actriz menos inteligente se hubiera permitido la catarsis tópica, la extroversión epidérmica, un rosario de gestos cacofónicos. La Olin, como la Winslet, lo reúne todo en su mirada, que horada y desnuda, que emplaza y dice bastante más que cuanto pronuncian sus palabras.
Hay que llegarse al cine no solo por las actuaciones o el montaje (reparar en la secuencia donde se alternan el placer de la lectura y el retozo del erotismo entre Hanna y Michael). Hay que llegarse por la complejidad dramática, humana y filosófica de una película como The Reader. Cinematográficamente, parece diáfana, muy fluida, medio insignificante incluso. Pero la parte sumergida del iceberg ofrece un mundo de perplejidades.
No es que el espectador salga confundido. No. No es confusión. Es el tablero de posibilidades propio de la complejidad, a merced de la cual comprendemos que resulta demasiado fácil tachar a los seres humanos de nobles o culpables, de criminales o ángeles, de perversos o de pulcros inocentes. No quiere ello decir que se justifique el crimen. Tampoco. El crimen es el crimen, en los años 40, hoy, y mañana. La vida se complica cuando miramos alrededor y comprendemos que nada es simple: que un asesino puede ser un poeta, y un ama de casa, un serial killer. The Reader se interna en los intersticios, en los límites, en los bordes, en la fragilidad, en esas zonas densas y profundas donde no predomina la certeza sino el desconcierto. ¿En qué punto acaba la moral y comienza la ética? ¿Hasta dónde el ser y hasta dónde el deber ser? ¿Cómo deslindar, cartesianamente, entre las tentaciones del deseo, el compromiso de la responsabilidad, la exigencia de los Otros? ¿Dónde acaba la libertad individual porque empieza el respeto al espacio del Otro?
Es curioso (tema este para el estudio de los contextos...) que el año pasado coincidieran en la liza de los Oscar, premio que no se caracteriza precisamente por priorizar lo conceptual, varios filmes con ideas interesantes. Pienso, además de The Reader, en Milk, de Gus van Sant; o en La duda, de John Patrick Shanley. Cualquiera de ellas era bastante mejor que la ganadora: el Oscar a Slumdog millionaire se refería más que todo —supongo— a la factura. Bueno, también a la «tesis» de fondo, que no les venía nada mal...
Incluso a quienes creen tener una Biblia en cada mano, los invito al cine. No digo que The Reader sea arte, no digo tanto, ni me interesa mucho; sino que esgrime una de las mayores virtudes del arte: la desazón que estimula a pensarlo todo de nuevo, a oír las voces del Otro. A revisar nuestra conducta con la humildad de quien aprende a vivir cada mañana.