El actor alemán Jürgen Vogel encarna al profesor Rainer Wenger, protagonista del multipremiado filme La ola Una película como La ola, de Dennis Ganset, posiblemente el título más polémico de la Semana de cine alemán en Cuba, invita a rasgar la superficie y a tratar de entender qué nos propone este filme. Hay películas que encandilan, que seducen, que obnubilan, por la calidad de su realización. Es el caso. Tiene un montaje dinámico, virtuoso, sumamente contemporáneo, que jamás deja paso al tedio aun cuando el 60 por ciento del metraje transcurre en un aula, como parte de un curso pedagógico (esto, acabado de sufrir el hastío que supuso la francesa La clase). La dirección de actores de Ganset es sencillamente impactante: cuando el cine trabaja con un coro de jóvenes tan profuso y todos, casi todos, están excepcionales, la dirección tiene que haberse afanado de buena manera. Caligráficamente hablando, salvo su final efectista, La ola es una maravilla. Solo que ese buen rodaje se coloca en función de un propósito avieso, bastante macabro. Como las aceitunas nada tienen que ver con el café con leche, valdría separar el brillo de la materia gris, y tratar de comprender qué nos está diciendo, y qué nos está invitando a pensar un filme como La ola.
Basada en hechos reales acaecidos en un instituto californiano hacia 1967, la película actualiza los sucesos y decide emplazarse en la Alemania actual. Un profesor particularmente creativo tiene que impartir un curso sobre la autocracia como forma de gobierno, cuando prefería hacerlo sobre la anarquía. Aquí aparecen las dos primeras claves importantes: autocracia frente a anarquía, como formas extremas, y la creatividad del profesor. La ola es, también, una película sobre los límites de la pedagogía. El profesor es tan bueno, tan performático, concibe sus clases como puestas en escenas que emulan tanto la vida (lejos del pedante catecismo libresco) que llega el momento en que la vida le pasa la cuenta y se tiene que ir a dar clases a otra parte... No voy a adelantar adónde. Pero esto no es todo. Para nada.
Al intentar hacer ver a sus alumnos qué diablos es la autocracia, más allá de los manuales, el profesor funda, con los propios estudiantes, una especie de grupo social independiente, un acuerdo colectivo, llamado La ola. Tienen un líder (el mismo maestro), tienen uniforme (camisas blancas), tienen un logo, se cuelgan en Internet; tienen incluso un gesto, un saludo que los identifica. El profesor los lleva a que interioricen la experiencia del acuerdo colectivo, al punto de que los muchachos comienzan a padecer una extraña dependencia de La ola. Se vuelven fanáticos por La ola, abandonan sus proyectos personales; llegan a matar por la ceguera que implica la pertenencia a La ola.
La parábola establece de hecho una equivalencia simbólica entre diversas formas de acuerdos colectivos que la película ve como igualmente peligrosos: el fascismo, las dictaduras, el socialismo. Para el filme, todas esas «voluntades de grupo» son intercambiables; padecen lo mismo: el fanatismo, el asesinato, la demolición. El final, que trata de ser estremecedor, a fuerza de una manipulación que da vergüenza, desmorona la experiencia de La ola como manera de advertir sobre la hipocresía de los acuerdos sociales que priorizan el colectivo.
¿Cuál es el giro dramatúrgico que encuentra el filme para autorizar este desmontaje del mito heroico de lo colectivo? Uno de los estudiantes se siente muy mal porque llega a pegarle a su novia —novia que venía siendo la fustigadora terrible de La ola, una fascista en potencia, una intransigente bastante peor que los excesos del grupo—; y entonces, de súbito, se percata de que La ola no hace bien a nada ni a nadie, porque caramba, si él ha llegado a pegarle a su propia novia en nombre del colectivo, eso quiere decir que el colectivo atenta contra el individuo, contra el amor, contra la verdadera amistad, etc. Esa nota es de una falsedad salvaje, de una vulnerabilidad dramática total; de un melodramatismo del peor tino. Con semejante «viraje» pretende el director hacernos ver, a nosotros después que a los alumnos, cómo La ola y experiencias semejantes terminan siempre a expensas de la abominación fascista.
No niego que el filme anota cuestiones de interés. No niego que las causas comunes deban, tengan a menudo que cuidarse del fanatismo a que puede conducir la falta de diferenciación interna del grupo. No niego que el caudillismo pueda ser, en efecto, un riesgo tremendo de los grupos encauzados por un salvador más allá de la dirección consensuada. Pero de ahí a que la capitulación y la renuncia a todo empeño colectivo sea la solución va un enorme trecho. ¿Cuál es la salida entonces? El egoísmo, el individualismo; ergo, el capitalismo salvaje. El capitalismo salvaje está perfecto, porque, vamos, no transita por el peligro del canibalismo y la autofagia que asedia al grupo articulado. O queda aún la anarquía, la otra opción o alternativa que propone la escuela, y con ella el filme, al parecer.
Todo contrato social es satanizado, en nombre de un sujeto tribal que ha de defender su identidad como rechazo de todo puente con el Otro. Eso nos dice La ola: toda asociación en nombre del bien común está condenada a repetirse como farsa, a asfixiarse como callejón sin salida. Al final, el estudiante que ha pegado a su novia —un rubito bastante ario, bastante «puro», por cierto— abraza candorosamente a su novia fascistoide, y el orden ha vuelto a reinar. La intolerancia de ella poco importa. Que ella muestre desapego y que parezca no amarlo, de poco importa. Lo determinante es alejarse del grupo, olvidar lo gregario, porque en el aislamiento individual está la solución, o, al menos, la no-corrupción. La fascista negación del presunto fascismo tiene la razón, la gracia de la película.
Esa es la filosofía corrosiva de un filme como La ola. Las críticas que lanza al socialismo (solapadas tras el «análisis» del fascismo y las dictaduras) son cosa sabida. Ahí está el derrumbe del Este como aprendizaje de los riesgos que no se supieron sortear. Eso está claro. Nadie supone que el acuerdo colectivo redunde en un mundo edénico; pero un filme como La ola sirve de soporte ideológico al mundo que trata de despedir la llamada «era Obama».
Repito que está irreprochablemente filmado. Posee una virtud audiovisual fuera de la menor duda; pero advierto también que el mejor veneno viene en estuche dorado.
Lo último que quisiera para mí es una entrevista con George W. Bush. Tendría que buscar una capucha antigás para protegerme de las pifias y las erratas que me lanzaría cada diez segundos. Ahora, si por algo me gustaría tener a Bush delante, sería para patentizar que, en efecto, le encanta una película de extrema derecha como La ola.