Aquella profesora de primaria que, para burlarse del muchacho, le cambió en un pase de lista el apellido Villalón por el mote de «Virulo», no imaginaba que, más que fastidiarlo, le estaba imponiendo un sello de valor, porque solo mencionar ese nombre en las carteleras culturales sirve para convocar al público a tratar de conseguir aquello que se agotó en la taquilla...
Virulo ha vuelto de México. Desde diciembre de 2008 está de nuevo en La Habana, porque «quiero que mis hijos (los pequeños Sebastián y Emiliano) crezcan aquí, aunque me mantengo trabajando allá; voy y regreso». Y en este ir y venir, JR lo atrapó en el Teatro Mella, donde presenta el espectáculo Buena Risa Social Club, en escena desde el pasado fin de semana, y también este, además del lunes y el martes próximos. Conversamos en su casa, café mediante.
—¿A qué se debe que cada vez que se anuncia una presentación tuya en Cuba, sea a teatro lleno?
—El público es un misterio. La respuesta está en que una generación le transmitió a otra quién era yo, qué espectáculos hacía, y me imagino que muchos jóvenes van sin saber quién soy, porque sus padres les dijeron: «Vete a verlo, que era bueno lo que hacía».
«Además, en Internet tengo mucha presencia. Varias páginas tienen muchas visitas, y en Youtube hay bastante material, desde las cosas más antiguas hasta las más recientes. Creo que eso también influye. Por otro lado, siempre llevo a mis espectáculos a gente del Centro Promotor del Humor, que son más conocidas por los más jóvenes, y se combinan ambos públicos, con el teatro lleno como resultado».
—A Tina Turner le dicen «La abuela del rock», por su trascendencia. ¿Se podría decir que eres algo así como la Tina Turner del humor cubano?
—¡No, no! (se ríe); ese es Carlos Ruiz de la Tejera, no yo. Carlos Ruiz tiene 80 años; es contemporáneo con mi papá.
—Mantienes buenos vínculos con él...
—Sí. Lo quiero mucho. Me preocupé cuando, en diciembre, estuvo ingresado por un problema en la columna, y lo fui a ver al hospital. Mucha gente ni se imagina que Carlos Ruiz tiene 80 años.
—Los tiempos del Conjunto Nacional de Espectáculos son vistos como una edad dorada. ¿Has pensado retomar alguna de estas obras con los que quedan de aquella época?
—Como práctica en la vida, generalmente no miro atrás. Sigo adelante, pero sí creo que hay cosas de las que se hicieron que valdría la pena retomar, como El Génesis según Virulo, que es anterior al Conjunto. Lo hice con Sara González, Carlos Más (el Simplicio de San Nicolás del Peladero), Carlos Moctezuma, Natalia Herrera, que todavía está en la pelea; el grupo Manguaré...
«Ese fue un espectáculo con mucha trascendencia en su época, y lo presentamos en los lugares más extraños del universo, por ejemplo, en la Catedral de Cuernavaca, México, invitados por el obispo Méndez Arceo, y hasta en el salón plenario de la ONU, en Nueva York, además de en Caracas, y en España, en una larga gira. Me gustaría volverlo a hacer».
—¿Habría posibilidades?
—¡Sí, claro! Con gente nueva. Imagínate, a Carlos Ruiz de la Tejera lo subíamos y lo bajábamos allá en el Karl Marx colgando de un hilo, y no creo que él quiera volver a hacer eso. Sara, no pienso que pueda salir otra vez con un mallón amarillo, vestida como Eva. Algunas cosas serían irrepetibles, pero con la gente joven pudiéramos trabajar en eso.
—El Génesis, por cierto, es un motivo universal. En tu obra, estos abundan.
—He hecho la mitad de mi carrera fuera de Cuba, porque después del Conjunto me fui a trabajar a México. A partir de ahí he estado en Colombia, Venezuela, España, Argentina, Chile y Ecuador, y mi trabajo siempre ha estado marcado por el interés de entenderme con todo el mundo en todas partes.
«Ahora bien, cuando se me ocurre una cosa siempre trato de ver cómo la va a entender alguien que no tenga la información directa de lo que está sucediendo en Cuba; la cuestión es cómo hacer una historia sin dejar de ser muy cubano, sin dejar de atrapar a gente que no tiene la información de nuestra cotidianidad.
«Considero que la universalidad de mi trabajo está en haberme preocupado siempre, no por lo anecdótico inmediato, sino por la historia, porque las historias se pueden entender dondequiera, en todos los tiempos, pero lo anecdótico inmediato es más difícil de entender. Tengo que buscar cosas que sean absolutamente comprensibles en todas partes, sin dejar de ser muy cubano».
—En este punto está el tema de las influencias. Tu personaje de Constantin von Sauerkraut nos recuerda un poco el Johann Sebastian Mastropiero, de Les Luthiers...
—Constantin von Sauerkraut es una especie de alemán-austríaco, de esos que andan con una mochila viajando por el mundo, gente muy participativa, a la que todos identifican. Tiene mucho que ver con el Mastropiero, porque sin dudas Les Luthiers han sido, durante buena parte de mi vida, una guía, un norte.
«El de ellos es un humor universal, muy elaborado, muy inteligente, que a mí me gusta tremendamente. Los asumo no solo como influencia, sino como una brújula en mi vida artística. Somos muy amigos y hemos hecho cosas juntos. Nos conocemos hace muchos años, los quiero y los admiro extraordinariamente, y opino que son el mejor grupo de humor en el mundo».
—En tu creación, ¿te has sentido censurado, o te has autocensurado?
—El humor puede ser muy peligroso, porque a veces puedes estar diciendo cosas que no quieres decir. Hay que tener cuidado de no dejarse engolosinar por la risa, que puede ser una reacción muy fácil. Muchas veces, en la búsqueda de la risa te puedes poner a decir cosas que no son las que piensas. Y lo haces solo por un mecanismo de complacencia con el público y contigo mismo.
«El rigor artístico está en subir al escenario con la responsabilidad de comunicar lo que uno piensa. Creo que el humor es una expresión muy racional, muy intelectual, aunque se le tiende a subestimar.
«Y sí, me he sentido censurado, y autocensurado. Lo más curioso es que a veces la censura opera sin saber qué está censurando. No como mecanismo crítico de una expresión, sino como reacción ante un problema que se le está creando. No brincas cuando se pone la obra, sino cuando empezaron a protestar por la obra».
—Si dieras una mirada al humor actual en Cuba, ¿podrías decir una virtud y un defecto?
—La virtud principal que observo en los humoristas es la valentía para enfrentar problemas y situaciones que no encuentran cabida en otras expresiones artísticas. El humor tiene la maravillosa virtud de que a través de él se pueden decir cosas duras y fuertes que no serían admitidas en ninguna otra manifestación.
«Entretanto, el gran defecto es ese mismo: se han quedado tan enganchados en la cotidianidad, en lo inmediato de los problemas nacionales, que han dejado en muchos casos de ser una expresión artística. Lo que más me preocupa es que el humor se convierta en una maquinaria de denuncia, de confrontación, de crítica, y deje de ser una historia. Creo que no es válido que los humoristas se conviertan únicamente en críticos de la sociedad, sin arte. Porque es el arte lo que les da razón de ser.
«Es ese el problema más grave. Se han empantanado, y han creado un sentimiento muy raro en el público, que ya lo que quiere es oír lo atrevido, lo que no dice nadie, lo irreverente, sobre cuestiones a las que nadie más alude».
—El vernáculo lo hacía, pero...
—Pero nunca perdió su raíz artística. Había música, baile, había una manifestación desenfadada, directa, crítica; pero era arte. Lo que me preocupa es que los humoristas se paren hoy a decir cosas sin ningún arte.
—Precisamente un humorista, enterado de que conversaríamos contigo, nos dijo: «Pregúntenle por qué se fue de Cuba cuando quizá lo necesitábamos más».
—Cuando me fui no había empezado el período especial; fue en 1989 o 1990, y básicamente por dos razones: una, mi esposa, mexicana. Llevamos 20 años juntos, y yo estaba —estoy— muy enamorado de ella. En aquel momento le ofrecieron estudiar en una escuela de cine en México, y eso coincidió con que me ofrecieron a mí un programa en TV Azteca.
«Era una oferta muy tentadora, y tenía mucha razón de ser entonces, cuando el Conjunto ya había cumplido su meta: Jorge Guerra, uno de mis puntales, quería regresar a Chile. La mayoría de las obras las escribíamos él, Héctor Zumbado y yo. Carlos Ruiz y Tatica estaban más apartados del Conjunto, haciendo su trabajo sobre los poetas, y constantemente tenían giras. Ya estaba fundado el Centro Promotor del Humor, en el cine Acapulco; había una pujante marea de humoristas, y le dejé a Osvaldo Doimeadiós la responsabilidad del Centro.
«Entonces me fui a realizar mi proyecto personal, de trovador, que había quedado abandonado. Empecé a hacer todo el trabajo que hice en México, aunque viniendo dos o tres veces en el año a Cuba, y no hay un año en que no me haya presentado aquí».
—¿Tienen los mexicanos motivos de risa muy diferentes de los nuestros?
—El público es bastante diferente. México es un país muy grande. Te encuentras lugares donde la gente es muy parecida a nosotros, y otros donde no tienen nada que ver. En las regiones costeñas encuentras más lo primero.
«Cada zona del país tiene sus esquemas, y eso me favoreció en el sentido de que tuve que hacer cosas para llegar a todos lados, sin dejar de ser cubano, porque es algo que he tenido permanentemente en mi trabajo: no dejar de ser nunca un cubano que les está trayendo algo. Nunca me convertí en parte de la cultura mexicana. No perdí mi manera de expresarme, de hablar; tal vez tuve que cuidar más las eses, hablar más despacio, pero jamás perdí de vista que he sido siempre parte de la cultura cubana».
—¿Qué te parecen esos humoristas que, en el escenario, le piden dinero al público?
—Es muy denigrante. Eso existe en todas partes, como los que dicen groserías, y los que basan su espectáculo en burlarse del público. Lo que sí ocurre es que, frente a eso, hay gente haciendo otras cosas, y el mismo público delimita lo que vale la pena y lo que no.
«Hay algo inquietante que está sucediendo en Cuba respecto a la economía, pero muy relacionado con lo anterior: la gente que tiene más dinero es, a veces, la de menor nivel cultural, la más marginal, y creo que hay unas tendencias marginales en la cultura cubana actual que me parecen sumamente preocupantes.
«Ejemplo básico es el reguetón, contra el que no tengo nada como ritmo —tengo uno incluido en el espectáculo—, pero es una manifestación muy marginal, y ocurre algo extraño: muchas veces los marginales son los que tienen dinero para gastar CUC en un lugar equis, y llenarlo para oír manifestaciones de ese corte.
«Luego, la falta de clase en definir qué es lo positivo y lo negativo en la cultura trae una confusión horrible, en la que, de repente, esas expresiones se convierten en las más importantes para mucha gente, porque son los artistas que mejor viven, los que más cobran, los que ostentan, como hacen todos los marginales, con el carro y el no sé qué, y en fin, con una vida que a lo mejor otros quisieran llevar.
«En un país donde se supone que a través de 50 años se ha hecho crecer el nivel cultural de la población, esas manifestaciones son incompatibles y absurdas».
—¿Qué le dirías al público, ahora que estás de vuelta en el Mella?
—Pues que muchas gracias por estar ahí conmigo, compartiendo estas noches y las que vengan. En la medida de lo posible, y de los compromisos que tenga, me gustaría volver a hacer algún espectáculo grande, piezas teatrales de mayor formato, pero eso va a depender de algunos factores. De momento, estoy contento de venir a quedarme una temporada larga, y de que los niños estén aquí.