A más de cuatro décadas, la cinta, nacida como un homenaje al siglo de la singular batalla mambí, ha pasado a la historia de nuestra filmografía nacional por sus grandes valores artísticos y su experimentación a ultranza
Cuando vagábamos solitarios en el tiempo sin presente hubo que rescatar los siglos de la vida; entonces hubo que pelear al filo del machete
Pablo Milanés. (Primera Canción)
Dicen que recordar es volver a vivir, quizá porque la añoranza y el cariño a experiencias pasadas es capaz de devolverle la intensidad y la frescura que el tiempo, implacable, marchita. Al menos este fue el sabor que pude percibir cuando, por esos pretextos que nos regala el calendario mismo, se reunieron para «recordar» un grupo de aquellos que, junto a Manuel Octavio Gómez hace 40 años, se empeñaron en realizar La primera carga al machete.
La cinta, nacida como un homenaje al siglo de la singular batalla mambí, ha pasado a la historia de nuestra filmografía nacional por sus grandes valores artísticos y su experimentación a ultranza, eternizada bajo la poderosa cámara de Jorge Herrera, quien hizo estallar, como pocos en el celuloide, el contraste de la luz y las sombras.
A la sombra, precisamente, no puede quedar relegada la memoria de esta otra historia paralela a la que narra el guión, y que durante cinco meses protagonizara un grupo de jóvenes que, a inicios de la Revolución, hacía cine cubano.
Adriano Moreno, quien comenzaba en las lides como asistente de cámara y foquista, piensa que la pauta marcada por La primera carga al machete como un clásico, se debió, en gran medida, al binomio Manuel Octavio Gómez y Jorge Herrera. De este último se declara «su amigo y loquero, la persona que siempre estuvo a su lado hasta para cuidarle la presión». Cuando habla de él no solo se refiere a uno «de los cuatro mejores fotógrafos del mundo» sino a «un tipo alucinante como persona»; y lo ejemplifica con una anécdota. Resulta que Herrera necesitaba hablar con Manuel Octavio y, al no acordarse de su nombre, se lo pregunta a Adriano quien bromeando le contesta: Orson Welles. Sin pensarlo mucho, Herrera se vuelve al director y le pega un grito: «¡Orson Welles, ven acá!».
Otro matiz del dúo tan singular lo brinda la actriz Eslinda Núñez, para quien la confianza que el director le propiciaba la hacía lanzarse «a hacer cualquier cosa que él me pidiera, más en aquel tiempo en que yo era tan arriesgada». De Herrera, Eslinda rememora su lado más oscuro, cuando participa en la película como el violador que la dejaría medio enferma de los nervios. «Facultades histriónicas no le faltaban», afirma, y luego se remonta a los problemas que enfrentaron para lograr la escena, ya que «Jorge sentía un gran temor de dañarme».
No solo Herrera incursionó como actor, también Juan Carlos Tabío —director de filmes importantes como Plaff o demasiado miedo a la vida, Fresa y Chocolate y Guantanamera junto a Tomás Gutiérrez Alea; Lista de Espera y la reciente El cuerno de la abundancia—, quien interpreta a un soldado español, a la vez que oficiaba detrás de la cámara como asistente de dirección.
También Pablito Milanés figura en el staff, representándose a sí mismo, joven juglar que canta las canciones que compuso para la película y camina por las calles con su guitarra a cuestas. Mientras tanto, sumida en el ajetreo del rodaje y a la caza de cualquier gazapo, caminaría la script Yolanda Benet, sin sospechar acaso que su nombre quedaría atrapado en melodías con un «eternamente te amo».
Miguel Mendoza, quien se ocupó de la producción de la cinta, recuerda cómo el reto de hacer una película de tamaña magnitud se le vino encima como una avalancha. El ICAIC, que no podía asumir un proyecto así, se apoyó en una coproducción establecida con otras entidades del país, puesto que la mayor parte de la filmación ocurrió en Bayamo, aunque también en Trinidad y La Habana. «Durante todo el rodaje en la Ciudad Monumento vivimos en una finca donde las condiciones eran muy difíciles: ni siquiera había luz».
Pero los protagonistas de esta gesta fílmica, que sumaban alrededor de 40, tuvieron que enfrentar, además de las escaseces de la época, hasta los desafíos de la Madre Naturaleza. «Desde hacía años —cuenta Mendoza—, en esa zona no caía una gota de lluvia y, de repente, empezó a llover de tal manera que provocó la crecida del río Cauto. Nosotros nos encontrábamos filmando una escena muy próxima a la orilla, y tuvimos que terminar evacuando a todo el personal, en el que estaban incluidos como extras cerca de 30 minusválidos que habíamos recogido desde Palma Soriano a Manzanillo».
Para Carlos Padrón todavía está viva esa imagen en su memoria. Él —que fue elegido del Conjunto Dramático de Oriente junto a otros cuatro actores «blanquitos» para interpretar a los españoles—, se había sentido unas horas antes «muy impresionado, pues cuando llegaron al set aquellas personas se empezaron a despojar de sus prótesis y, gracias a la labor de las maquillistas, cobró vida la escena».
Aun cuando la cinta impacta por la crudeza de sus imágenes, con una impronta documentalística que nos induce a creer que fuera realizada como un reportaje periodístico en plena guerra de independencia, Carlos Padrón nos alerta de que la película se encontraba «bien alejada del naturalismo más ramplón, por lo que no le interesaba mucho cuidar detallitos como la fiel reproducción de los uniformes de la época. Nosotros mismos, por órdenes del propio Manuel Octavio, no teníamos que imitar el acento español», aclara.
Aunque los actores no tuvieron que enfrentarse al ceceo español, los peninsulares sí que le dieron trabajo a Magaly Pompa, quien tuvo a cargo la difícil tarea de confeccionar «alrededor de 150 postizos, que incluyen no solo las barbas sino además chivos, patillas, bigotes y los apliques para los peinados de las mu-jeres».
Magaly se mira, con la lente onírica del tiempo, caminando entre corte y corte, a través de supuestos cadáveres y heridos, retocando lesiones y «echando sangre» a chorros por todas partes, con un galón entre las manos. Con una sonrisa confiesa ahora que «la mayoría de las veces terminábamos completamente sucias del preparado rojo que simulaba la sangre».
Si de artilugios se trata, el mayor que vio nacer esta película fue, sin duda, el «lunajod». «Esta caja —explica Adriano— estaba fabricada de madera, guata y vinil, y se convirtió probablemente en la primera cámara en mano silente del mundo, que nosotros construimos con métodos artesanales y subdesarrollados, pero que nos daba el sonido directo para poder seguir a los actores. La llamábamos en son de jarana como el primer artefacto que mandaron los rusos a la Luna».
Y al firmamento del séptimo arte llegó para quedarse —impulsado en parte por el «lunajod» cubano—, La primera carga al machete; con una estela de creadores, de esfuerzos e historias que permanecen, a más de cuatro décadas «rescatando los siglos de la vida».