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La vocación socrática del Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica

Una encuesta realizada por la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica dio a conocer las películas y documentales más valorados del cine cubano en el último medio siglo

Autor:

Joel del Río

Hoy quiero hablar de las películas cubanas que me provocaron el mayor fortuito placer, porque sí, porque estamos de fiesta quienes amamos el cine nacional y nos ocupan sus derroteros. Y también pretendo contar algunos pormenores de la edición número 16 del Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica, que tuvo el don de cautivarme, a mí y a otros tantos, en el intercambio de «saberes» e ideas, en el diálogo respetuoso y opinante.

El Centro de Cine de Camagüey insiste en la socrática vocación de intercambio y discernimiento, y el Taller se ha convertido en una feria de películas inusuales, de alto valor, y también ha devenido coloquio conceptual, historiográfico e indagatorio, insoslayable espacio para reconocer, y tal vez superar, prejuicios, manquedades e inoperancias propias de los críticos, de las películas y de los contextos que generan a los unos y a las otras.

En el Taller se dieron a conocer los resultados de una encuesta realizada por la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica para definir las más espléndidas jerarquías de nuestro cine. Casi todas estas encuestas, dentro y fuera de Cuba, cuando se aplican a determinar «las mejores películas» en un amplio período de tiempo, tienen la particularidad de que apenas avanzan hacia el presente, y se quedan en las etapas de acumulación clásica, desdeñando así espléndidas realizaciones contemporáneas. Pareciera que solo el pretérito más remoto y los clásicos inequívocos contribuyen a cimentar valores e inaugurar caminos. Entre otras buenas nuevas, adelanto que la presente encuesta incluye en posiciones cimeras películas de los años 80, 90 e incluso más recientes, en abierta demostración de que no solo el ICAIC fundacional ostenta valías y probidades.

Entre las mejores películas de ficción —o al menos las preferidas por los numerosos críticos consultados— quedaron en la cúspide, por supuesto, Memorias del subdesarrollo y Lucía, ambas de 1968, dirigida la primera por Tomás Gutiérrez Alea, y la segunda por Humberto Solás. A renglón seguido, en orden descendente, aparece ese culto a la aceptación de la diversidad que es Fresa y chocolate (1993, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), y luego Madagascar (1993, Fernando Pérez) y Papeles secundarios (1989, Orlando Rojas). Después, se entremezclan los sempiternos clásicos que produjo el ICAIC en su mejor época (La muerte de un burócrata, La primera carga al machete, Aventuras de Juan Quin Quin) con títulos de los años 70 y 80 que hasta ahora no aparecían tan altos en el ranking (Retrato de Teresa, La bella del Alhambra, La última cena, De cierta manera, Clandestinos, Los sobrevivientes) sin descontar las sorprendentes apariciones en la lista —habida cuenta de que el hálito nostálgico suele predominar en estos hit parades hiperselectivos— de Suite Habana y Video de familia, por encima de las siempre bien consideradas El hombre de Maisinicú, Plaff, Cecilia, Los días del agua y Las doce sillas.

Una de las virtudes de la encuesta es que no se limitó a los largometrajes de ficción, sino que consultó las opiniones también en cuanto a los documentales, la animación, los mejores guiones, fotografía, edición, dirección de arte, partitura, banda sonora, afiche, secuencia más notable, etc. De ninguna manera tengo espacio para mencionarlo todo, pero no puede soslayarse la concentración absoluta en la llamada década prodigiosa de casi todos los documentales mejor considerados (Now, Por primera vez, Coffea Arabiga, LBJ, Vaqueros del Cauto, Ociel del Toa, Ciclón; Nosotros, la música; Hanoi, martes 13) ni puede ignorarse la preferencia marcada por las obras de Santiago Álvarez, y de los ciertamente reconsiderados Nicolás Guillén Landrián y Oscar Valdés. Entre los más contemporáneos, solo aparecen Suite Habana —que clasificó muy alto en ambas listas, la de documental y la de ficción— El Fanguito (1990, Jorge Luis Sánchez), La Época, El Encanto y Fin de Siglo (2001, Juan Carlos Cremata) y Yo soy del son a la salsa (1996, Rigoberto López). Respecto a la animación, quién no sabe que el preferido sigue siendo Juan Padrón mediante Vampiros en La Habana y la saga de Elpidio Valdés.

Pero el Taller de Camagüey no fue solo encuesta y nostalgia por los años 60. Allí se recreó un espacio para la fraternidad y el examen, sobre todo entre críticos y creadores. Debo decir que nunca había conversado tanto y tan fructuosamente con Mirtha Ibarra (allá estaba presentando tanto su hermoso documental Titón de La Habana a Guantanamera como el emocionante y sutil epistolario Titón. Volver sobre mis pasos), ni había tenido ocasión de escuchar las reflexiones teñidas de sabiduría de Enrique Pineda Barnet y Verónica Lynn (ambos estuvieron en el estreno de esa noble película titulada La anunciación, que pronto se verá en la capital) ni tampoco había logrado antes estar tan cerca y tanto tiempo de esa pareja de seres humanos generosos y lúcidos, creadores esenciales en la historia del cine cubano, que son el realizador Manuel Herrera y la actriz Eslinda Núñez.

Estamos presenciando una cierta recuperación del cine cubano, que pasa por éxitos como El cuerno de la abundancia y Los dioses rotos, y tiene que ver también con el aniversario 50 y con el estreno de Ciudad en rojo y de La anunciación. Todo ello amerita también el crecimiento intelectual y ético de la crítica que debe acompañar, justipreciar, ponderar y repensar tales advenimientos. Así lo veo, y así trato de hacerlo.

Y hablando en general del papel de la crítica, me parece incoherente, por no emplear adjetivos mucho más peyorativos, la actitud de quienes aplauden la causticidad de nuestras mejores películas y autores, y luego intentan negarles a otros la potestad de cuestionar, señalar el error, apuntar la deficiencia. En un encuentro con estudiantes de Periodismo, Eliécer Jiménez relató el estado de incomprensión que domina a una parte de las autoridades de la sede universitaria camagüeyana respecto a su documental sobre el estado ruinoso, infamante de los baños en esta institución. Y uno se pregunta si de veras existe comprensión cabal sobre la función social, cuestionadora y comprometida con la realidad que ostenta el periodismo, el arte, desde que existe en las sociedades civilizadas. A todos los Eliéceres que por ahí andan, tratando de hacer documentales o ficciones, y de sumarse a los cauces del cine cubano, solo puedo aconsejarles entereza, perseverancia, destreza negociadora, humildad y mucha responsabilidad.

Y por ahora solo me queda (no tengo más espacio ni quiero saturar al lector) celebrar una vez más la hospitalidad, buen juicio y amor por la cultura que despliegan Camagüey y su Taller de la Crítica, afectado en términos organizativos solo por la precariedad de algunas salas principales tras el paso del ciclón, y prometo al lector más fiel que en mi próximo trabajo renunciaré lo más que pueda a la primera persona del singular. Esta vez quise expresar mi agradecimiento y complacencia así, entre Camagüey y yo.

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