Dos mil años antes de que las carabelas de Cristóbal Colón mojaran sus proas en las aguas del Nuevo Mundo, una civilización fabulosa ya estaba establecida en este territorio del suroccidente guatemalteco: el imperio maya, cuyos avances culturales y científicos conforman un legado de incalculable valor.
La ciudadela emblemática de esta civilización fue, sin dudas, Tikal, que significa en lengua autóctona «lugar de las voces». Permaneció oculta por la selva durante siglos hasta que fue descubierta en 1848 por una expedición al mando del general Modesto Méndez. Casi una centuria después, arqueólogos de la Universidad de Pensilvania sacaron a la luz allí cinco templos en forma de pirámides. No obstante, se considera que fue el conquistador español Hernán Cortés el primero en visitar la zona en su periplo hacia Honduras.
Tikal es una experiencia inolvidable. Tuve la fortuna de recorrerla y me sentí como transportado a un mundo de fantasías. Aquello transpira surrealismo legítimo. La región arqueológica propiamente se expande por unos 16 kilómetros y cuenta con más de tres mil edificaciones diferentes entre palacios, templos, campos de juego, pirámides, baños y residencias. Todo está construido a partir de piedra viva, en un inusitado alarde de arte y pericia. Uno se pregunta enseguida: «¿Cómo pudieron los mayas ejecutar semejantes obras? ¿Cómo consiguieron levantar y acoplar estos inmensos bloques?»
La más alta de las pirámides de Tikal es el llamado Templo IV. Tiene cerca de 70 metros de altura y 380 escalones. Cuando uno asciende hasta su cúspide se da cuenta de la magnitud de aquella civilización enigmáticamente desaparecida. No se puede ignorar que los mayas superaban a sus contemporáneos europeos en campos tales como la astronomía, matemática, medicina, sistemas de riego, agronomía y, por supuesto, arquitectura.
En la legendaria Tikal las pirámides constituyeron el centro absoluto en la vida. Se edificaban en honor a los dioses, y, en sus estructuras, cada nivel de bloques representaba un período de reinado. Alrededor de ellas, en círculos concéntricos, se apiñaban las viviendas al estilo bajareque y techadas con pencas de palmas. Todavía se conservan allí algunos de estos inmuebles rústicos, que contrastan sobremanera con la magnificencia de los templos. En el interior de estos se han encontrado piezas pictóricas y murales de impecable calidad artística. Tuve que reclinarme ante ellos, pletórico de admiración.
Su entorno no es solo reservorio arqueológico, pues también dispone de vegetación de selva tropical y alrededor de 250 especies de aves, además de monos, ocelotes, jaguares y reptiles. Vi a varios micos saltar de rama en rama, haciendo caso omiso del asombro de los visitantes. Dentro del parque se encuentran, además, dos magníficos y bien surtidos museos, con réplicas talladas de cerámica, hueso, piedra, concha y jade. Este último material fue considerado por los mayas como el de mayor valor, por encima del oro y la plata. Los emperadores lo tenían muy en cuenta al forjarse sus alhajas.
En el recorrido por la ciudadela, se va encontrando uno con promontorios dispuestos en la periferia de las plazas. Son tumbas mayas. En su interior yacen los restos mortuorios de los jefes indígenas de mayor jerarquía. En torno a ellos, sus súbditos colocaban armas, vasijas y decorados. Por cierto, en uno de los museos de Tikal se exhibe la osamenta del principal emperador que tuvo la región en su época de esplendor. También está en vitrina el célebre calendario Venusiano, que fue el más preciso del mundo hasta al año 1950.
La fabulosa Tikal atrae cada día a cientos de turistas procedentes de los cuatro puntos cardinales. La avidez por aprehender en fotografías su místico ambiente se observa por doquier. Por sus reconocidos valores histórico-culturales, la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad en 1979. Visitarla es extasiarse con lo increíble. Se trata de una oportunidad excepcional para conocer de primera mano el genio de los mayas en la tierra que los inmortalizó.