Cuidado con todo lo que Daranas pudiera entregar a la cultura audiovisual cubana. Escena de Los dioses rotos donde aparecen Silvia Águila e Isabel Santos, que solo necesita unosminutos en pantalla para evidenciar su notable brillo como actriz. Ahora con su Rosendo, Héctor Eduardo vuelve a demostrar que es un actor para respetar.
Los oponentes de la tesis de Laura (Silvia Águila), en la película cubana Los dioses rotos (dirigida por Ernesto Daranas, producción ICAIC, 2008), consideran que la aspirante toma por pretexto el mito de Alberto Yarini para hurgar en La Habana del presente. Lo mismo podría sospecharse de la película toda. Y así es, nadie lo oculta, Daranas menos que nadie: la investigación de Laura se comporta como el resorte que ayuda a entender, más que las circunstancias de la muerte de Yarini, ciertos hilos invisibles, o visibles, que mueven el tejido social cubano de ahora mismo.
Uno de los grandes valores de la película está en continuar la indagación antropológica y sociológica que ha distinguido, de siempre, al cine cubano, pero lo hace, y aquí sí que hay no pocos indicios de «nuevo cine», sin la menor retórica, sin tener que pronunciar palabras políticas, con la agudeza de entrever, en cada sentimiento o en cada actitud, su eco o su causa social. En Los dioses rotos la propia naturaleza de la historia es social, pero no necesariamente a nivel del discurso textual, verbal, y eso protege al filme de ese otro tipo de ambición total que aspira a definir el país en cada bocadillo.
Aunque la película resulta dura y amarga y no tiene contemplaciones con respecto a una realidad difícil, donde los entuertos económicos han llevado a otros, bastante más graves, asociados al comportamiento ético, no termina sin un resquicio de luz. Cuando Laura concluye su exposición, pronuncia hermosas palabras: «Yo hubiera querido que fuera de otra forma». Pero, más aún, hacia el final se suceden dos encuentros entre igual número de personajes femeninos, que contrastan tremendamente: mientras Sandra y Laura se citan para confesar sus culpas respectivas en el charco de sangre que supone la muerte del Yarini actual, Laura y Karla se despiden con un franco matiz simbólico: Karla ha cambiado, tiene ahora una limpia relación con Julio, está embarazada, ha cambiado su mirada (está muy bien la joven actriz: de la oblicuidad y gravedad de antes, gira ahora hacia una mirada y una sonrisa francas, frontales, enteras), y ha mutado hasta su físico. La dirección de arte la viste ahora de otra forma, la peina de otro modo. Manera esta de decir que al final de su inmersión en un mundo de sangre, vil, que huele a muerte por cada costado, Laura descubre que no todo es fango y que siempre habrá gente empeñada en levantar la limpieza y la belleza. Así también la amiga más cercana de Sandra, que no se hace cómplice de la miseria humana ni del resentimiento, y que tiene una sonrisa sincera en cada diálogo. Ahí está la riqueza del mundo dramático de ese notable escritor que es Ernesto Daranas: esto se llama pensamiento complejo, y no maniqueísmo tonto ni pueril.
Su tratado de sociología sobre la Cuba de hoy resulta efectivo no solo por su carácter implícito, nada verborreico, sino también, y sobre todo, porque parte de la emoción, porque se aloja siempre en el sentimiento. Daranas no hace un cine de ideas que toma por pretexto a los personajes; todo lo contrario: hace un cine sobre las emociones, en primera instancia. Los dos momentos gloriosos de Los dioses... suceden cuando el director salva la belleza inaudita, la honestidad de sentimientos que existe entre Sandra y Alberto desde la infancia, y que los anuda en un amor difícil, trágico, hermosísimo. Cuando el guionista y realizador decide aislarlos del lodazal, y permitir que sus cuerpos, sus deseos, sus cariños, se encuentren en medio de la ternura y la violencia de una relación sexual tan sísmica como limpia, brota la voz de un David Torrens intencionadamente andrógino, que hace, como un dios, nada quebrado, Mis impulsos sobre ti, una balada de una belleza animal, que alcanza a expresar todo lo que sienten los personajes, el director y, en adelante, los espectadores. Son momentos en que la calidad, la fibra humana, la densidad poética de Daranas (sin el resabio de temer al kitsch u otras hierbas) toca las puertas del cielo y, le abran o no, él está ahí. Lo resolvía el actor Patricio Wood con una frase que me comentaba y que, en efecto, lo resume todo: «Daranas es un tipo muy intenso». Está claro.
No todo resulta endiabladamente celestial en Los dioses... Hay roturas en el camino, ciertamente. Hablando de la banda sonora y el montaje, el segundo pudo contener el exceso de música incidental que posee la película. En la narración siento además dos problemas. Uno, la manía de completar la historia hasta en sus detalles más insignificantes, por medio de retrospecciones, que la imagen y la edición resuelven como encadenados de flachazos. En algunos casos, por ejemplo el final, llega a ser absolutamente indispensable, incluso en términos informativos (lugar de Sandra y de Laura en el curso de la acción), pero ese detenimiento hiperrealista en el pasado puede parecer ocioso: ¿Por qué —es un ejemplo— había que contar en imágenes, necesariamente, la manera como Alberto drogó y poseyó a Laura? ¿Eso no estaba ya, de manera elíptica, en el devenir orgánico del mismo relato? Otro caso: ¿Más que mostrarlo, no era más provechoso sugerir el modo como «se relaja» Rosendo con Bárbaro/Baby, al tiempo que lo usa en negocios sucios, de sangre, como parte de la complejidad psicológica del primero? El filme está impecablemente montado en términos de contigüidad y raccord, pero el montador pudo hacerle ver a Daranas que esa manía de retrospección para el completamiento de la historia llega a convertirse en un sobrante evitable.
Por otro lado, si Bárbaro/Baby es un personaje llamado a desempeñar un rol significativo en la acción dramática (no tanto contra Rosendo como en favor de la caracterización de Sandra, quien, por Alberto, no tiene límites), entra muy tarde a la historia, y eso es peligroso, en tanto deja la impresión de que el guión llama a los personajes cuando justo el argumento los necesita, sin que los personajes tengan entonces vida propia. Lo contrario sucede con «la viuda alegre» asumida por Amarilys Núñez: si será el personaje de apoyo para el segundo intento de huida de Alberto, se presenta desde el comienzo del filme y tiene un desarrollo convincente.
De otra parte, la fotografía, aunque parece indecisa entre hermosear la marginalidad o mostrarla con crudeza, resulta rigurosa e inspirada en cada escena, en cada plano, en términos de composición, de luz. Pero no por resolver con gracia y con tino estilístico el diálogo entre recursos provenientes de la publicidad, el videoclip, etc., la foto se libra de un riesgo muy polémico: el sesgo televisivo. No puede olvidarse que Senarega (Rigoberto) y Daranas han sido, hasta hoy, hombres de televisión, y que han hecho, además, gran televisión, de la mejor que puede recordar este país, pero ambos debieran pararse ante el espejo y tratar de convencerse, todos los días, de que «Estoy haciendo cine». Repetirse: «Estoy haciendo cine». «¡Caramba: Estoy haciendo cine!», en una especie de terapia lingüística. Digo esto porque la película padece una tendencia muy fuerte al cerramiento de los planos, en estricta función de la historia y de los personajes. Eso hacía Titón y, sin embargo, no se sentía que estuviera haciendo televisión. Cierto que la dinámica entre los planos americano, medio y primero contribuye a la sensación de encierro, pero si no la historia, el cine pide respirar. En algunos casos, hasta los propios planos de la ciudad están excesivamente cerrados, en función cabal de lo concreto de la fábula triste y negra. Libertad, chicos. La misma libertad que suda la historia en términos dramáticos, pudiera ensayarla la visualidad.
Con una actuación memorable de Héctor Eduardo en el Rosendo (la intencionalidad y la cadencia de la voz, el equilibrio entre la ironía del tono y el afloramiento de las pasiones sinceras de su personaje), una cortesía adicional de la maestra Isabel Santos, un siempre entrañable Mario Limonta (afortunadamente recuperado por nuestro audiovisual), una Annia Bú que se faja como una fiera por las razones de su personaje, un Oña siempre orgánico, un Carlos Ever Fonseca que hace todo el esfuerzo del mundo por trascender su imagen de juiciosa corrección y afrontar la familia de los «asere» y los «brother», Los dioses rotos constituye un hito en el cine cubano de los años 2000. Fue una suerte que 2008 concluyera con dos buenas películas como El cuerno de la abundancia y Los dioses rotos, cuyas inteligencias y valores estéticos (en registros muy dispares) no necesitan distanciarse, en absoluto, de profundas esencias populares. Un cine experimentador y popular al mismo tiempo, sin dicotomías insalvables. Un cine de búsquedas en lo estético y de firme compromiso de comunicación, sin exclusiones odiosas.
Efectivamente, el audiovisual en Cuba se ha descentrado, pero si ya el ICAIC no supone el epicentro de ese fenómeno plural, al menos dos de sus más recientes empeños no desmerecen, para nada, del esplendor del mundo audiovisual cubano.
Y en adelante: ojo con Ernesto Daranas. Con humildad (su staff lo adora), sin mucho ruido, sin alharaca, sin creerse la clonación tropical de Orson Welles, además de ser muy intenso, sabe perfectamente por dónde le entra el agua al coco. Daranas tiene la bola: cuidado con todo lo que pudiera entregar a la cultura audiovisual cubana en los próximos años.