Destinos posibles, de Luis Gárciga Moray. Cada una de las ediciones del Salón de Arte Contemporáneo (posiblemente el más importante evento de las artes visuales en Cuba, si descontamos la dimensión internacional que alcanza la Bienal de La Habana) ha dejado en la memoria una pieza que resume, de alguna forma, el espíritu de cada certamen. De esta quinta edición, la obra que posiblemente resulte una memoria ilustrativa de las búsquedas expresivas y la nueva consistencia conceptual del arte cubano sea Destinos posibles, proyección de video-documentación que presenta Luis Gárciga.
Apoyado por la cámara de Javier Castro (una ausencia inexplicable en el sentido de la autoría, como tal vez la de Humberto Díaz, en otra vertiente estética), Gárciga conduce un auto por la ciudad, en calidad de taxi gratis, con la única condición de que los pasajeros azarosos concedan a la cámara dentro del auto su respuesta a la siguiente interrogante: «¿Adónde quieres llegar en la vida?». Gárciga ratifica su clase de sagaz antropólogo desde el arte, cuando arranca a la gente hermosas y encontradas confidencias. El viaje físico es el pretexto para un viaje filosófico y poético donde, espontáneamente, la gente dibuja en el aire la naturaleza de sus sueños. Algunos los mantienen en el ámbito profesional; otros van más allá o acá. Algunos son escépticos; otros, optimistas. Algunos le confieren un peso determinante al estado de cosas social, o prefieren el altruismo; otros miran a su ombligo. Algunos tienen claro lo que supone la felicidad; para otros, el sujeto feliz es una utopía oscura. Estos diez minutos de los Destinos posibles hurgados por Gárciga llegan a conmocionar al espectador, en tanto son capaces de resolver la preocupación por lo social desde las emociones, sin chovinismo ni populismo, con limpieza en el pensamiento y la ejecución de la obra. ¿Manipulación en el método? ¿Qué acto humano —ya no artístico— no la comporta?
Un trabajo que le pisa los talones a Destinos... es Ultimátum, del colectivo Makínah. En esa videoproyección, los autores exponen 74 fragmentos de entrevistas a personas de la tercera edad, las que se refieren a la relevancia de la participación de los jóvenes en el destino de la sociedad. Al igual que en la pieza de Gárciga, las respuestas ofrecen un variopinto mosaico de opiniones e interpretaciones, mientras un programa digital hace que el orden en la reproducción de los fragmentos resulte aleatorio.
Son casos estos que echan por tierra ciertas polémicas de los últimos meses en torno a la creación videográfica cubana. Ciertamente, se ha incrementado no solo el esplendor del audiovisual en sus campos tradicionales, sino que cada día más las artes «plásticas» asumen el lenguaje y los medios audiovisuales como instrumentos cabales para las indagaciones que les interesan. A veces el video constituye una finalidad que se piensa a sí misma; a veces, un mero medio que encauza lenguajes híbridos, de abierta vocación social. En oportunidades, se trata de realizaciones perfectamente asimilables a los de por sí dúctiles cánones del videoarte reconocible (experimentación sobre imagen electrónica, videoinstalación, registro de performances y actings que suponen un trabajo de posproducción donde lo videográfico alcanza un determinado relieve), y pienso en los trabajos de Raúl Cordero y Humberto Díaz; en otras, la experiencia videográfica rebasa, en mucho, los confines del videoarte, para insertar la entrevista, lo reporteril, el documental o la documentación, el registro de honesta voluntad antropológica y sociológica. Esta segunda variante reviste un carácter interdisciplinario, una naturaleza intergenérica, cuya complejidad no hay que reducir a la bastante pueril polémica acerca de si se trata de videoartes o no. Resulta claro que si nos atenemos a unos perfiles conservadores, en nombre de un peligroso y excluyente «rigor»: no; pero, ¿ello le resta la menor legitimidad?
El diálogo febril entre los distintos géneros del audiovisual trasciende hoy al ánimo clasificatorio, para presentarse como promiscuidad de las prácticas artísticas, donde el género queda relegado al lugar de la convención, todo el tiempo movida por los mismos creadores.
Salto, de Abel Barroto. Otra manifestación dialógica, cada vez más recurrente, la videoinstalación, gira alrededor del gran tema de esta muestra colectiva: las actitudes frente a la información. En Aleph, Duvier del Dago reinterpreta el célebre relato de Borges (1949) al emplazar una aguda parábola sobre el acceso y el control a/de la información, y la disyuntiva, nada amable, de ser manipulado o carecer de información, según una estructura esculturada en hilos (¿el hilo de Ariadna en el laberinto del conocimiento?), atravesada por un haz lumínico que concluye en variaciones publicísticas sobre el mundo de hoy. La Cámara antiparanoide de Douglas Argüelles despliega en el espacio una parodia que se ocupa del «síndrome de la sospecha», o de ese tipo de espectador y de crítico que espera y encuentra, detrás de cada signo, un mensaje cifrado con puntual intencionalidad.
La instalación (ahora sin videos) también reina por sus fueros. Ese notable artista, Ezequiel Suárez, reaparece con una espléndida pieza: Volumen II, donde desgrana todo su fino sarcasmo de alusiones a las «mafias» del arte cubano y otros procesos desconcertantes de la cultura, tanto a nivel nacional como universal, y apela a una despampanante desinhibición en cuanto a las posibilidades expresivas del objeto. Orestes
Hernández, en La preferencia de los profesionales, llena su espacio de espaguetis y cabellos humanos, en una pieza plena de sugerencias y de lecturas, a partir de un título cargado de implicaciones. Como ocurre con el Salto de Abel Barroto, donde un sistema de audio se transforma en una caída de agua, metáfora sobre la cacofonía y el vacío del discurso altisonante. Otra vez la información, su transmisión... Por su lado, en Grietas, Ernesto Leal vuelve sobre la naturaleza polisémica de los textos, cuyas grietas espaciales y de sentido producen, a su vez, nuevas connotaciones. Nos dice Leal que el texto/la obra se hace también de sus «espacios vacíos», esos que llena el lector/espectador con su imaginación.
Las manifestaciones mal llamadas «tradicionales» no muestran una sensibilidad menos contemporánea ni menos implicante en relación con un espectador vivo, atento. Hablo de «mal llamadas» porque hasta qué punto la instalación o el conceptualismo no suponen, ya hoy, códigos también «tradicionales»... La densidad pictórica de Alejandro Campins, ese pintor excepcional, encuentra una equivalencia conceptual en el enigma de Los tres monos sabios; mientras Niels J. Reyes entrega, en su ensamble Ofrenda, una punzante ironía precisamente sobre el esnobismo del «espíritu contemporáneo»: habiendo podido mostrar una de sus excelentes pinturas, Niels se da a «experimentar» con un ensamblaje, entre la pintura y el objeto, donde la primera es como sometida a la dictadura de los amarres y las ataduras que implican «estar a la moda de lo contemporáneo».
Diana Fonseca y Hander Lara ofrecen posibilidades muy distintas a la expresión de la fotografía digital manipulada. Evidentemente, Diana es una artista sutil, perspicaz: en Con la piel del Otro, la artista medita sobre el travestismo de sentidos y el baile de disfraces que supone hoy día la discusión sobre la identidad y la alteridad; sobre lo cómodo y lo tranquilizante que puede resultar la ocupación, momentánea y externa, del lugar del Otro. La obra de Diana es un golpetazo a los simulacros y las imposturas de «la política de las diferencias». Hander, entretanto, ensaya otro tipo de figura tropológica: cuando juega con la ambivalencia del registro fotográfico, mueve a pensar en el carácter subjetivo de la
propia realidad, la que, de algún modo, también es construcción. Hander nos dice que el paradigma de «lo real» también pasa por el prisma de su percepción. Aún, en otros casos, como el de Marianela Orozco, la fotografía opera en el lugar de una posible documentación sobre un performance a realizar.
Así, la quinta edición del Salón está llena de provocaciones, en los más dispares registros y maneras de encauzar el sentido. Tiene obras muy malas, obras excelentes, y, en el centro, las más, piezas con un alto nivel de reflexividad y de desprejuicio en el manejo de los recursos expresivos. No podemos hablar de un Salón totalmente bien curado, porque no acaba de estarlo: ¿Cómo se explica que grandes artistas, con todo y su relativa juventud, expongan obras francamente deficientes, pálidas variaciones de su trabajo anterior, en un riesgoso «más de lo mismo», o construcciones de una alarmante obviedad, casi pedagógica, cuando aspiran a la densidad conceptual y a la sutileza? ¿Hasta dónde llegó la negociación de los curadores sobre el nivel cualitativo de las obras, más allá del interés inicial de los proyectos? Por otra parte, algunas instalaciones (las menos) son escenográficas, más ruido del objeto y la teatralidad que nueces del sentido, pero, bien visto, este fenómeno no atañe solo a la instalación.
Ahora, si no está de un todo bien curado, sí está bien ideado, bien concebido en su dramaturgia general, en la medida en que entraña, sin tendenciosidades, un abanico de opciones expresivas, de códigos, formatos, soportes, (inter)géneros, que intentan escapar al canon segregacionista. No creo que, como rezan las palabras de introducción al catálogo, se aprecie una «desterritorialización de los tópicos», pues la mayoría de las piezas se encuentra ampliamente enraizada en problemáticas de la cultura y la sociedad cubanas de ahora mismo, solo que desde lenguajes y metáforas visuales de un conveniente aire universal. Con este Salón, afortunadamente «sin ánimo de espectáculo», intenso y sobrio, complejo, que no complicado, regresa el cable a tierra, y es esa una circunstancia de orgullo para quienes seguimos considerando que nunca es mejor el arte que cuando, lejos de los espejismos gustosos de morderse la cola, resulta capaz de emular la diversidad de la propia vida.