Cuba llora a uno de sus más trascendentales músicos de todos los tiempos, quien nació el 26 de septiembre de 1918 en Santiago de Cuba
«Mi fuerza se agota, pero si me queda voluntad, estaré en acción. Vamos a ver qué sucede...», confesó a JR en mayo de este año el maestro Harold Gramatges. En aquel momento, la salud de este eminente músico, cuyo entusiasmo y claridad mental le permitieron mantenerse en activo durante 90 años, mostraba ya signos de deterioro.
Fue entonces cuando, discretamente, el otrora caballero que distinguía por su elegancia, bondad y sabiduría, se fue alejando —sin desearlo— de la vida pública y de toda actividad intelectual. Pero «como nadie quiere irse antes de tiempo», siguió sonriendo.
«Soy un enamorado de la vida. Vivir es un privilegio que agradezco. Estoy convencido de que cualquier problema, por grande que parezca, tiene solución siempre que seamos capaces de buscársela con inteligencia. Esa convicción me mantiene con ánimo», solía decir Gramatges siempre que le preguntábamos cómo hacía para mantenerse vital y asombrosamente lúcido a la altura de casi un siglo de existencia.
«Recibo mucho amor y también lo prodigo. Además, soy tercamente optimista. Siempre he creído en el amor y no guardo rencor de ningún tipo. La vida, a pesar de los sinsabores, está llena de cosas hermosas. He vivido asido a las raíces que explican mi cultura y modo de pensar».
Esa era su filosofía: vivir a plenitud, componer música, enseñar, amar y perdonar. Sin embargo, no pudo su cansado cuerpo soportar más los embates del tiempo y se apagó definitivamente ayer.
El misterio que se escuchaNacido en Santiago de Cuba el 26 de septiembre de 1918, Harold Gramatges Leyte-Vidal, abrió los ojos oyendo al padre tocar el violín. En su casa todo el mundo hacía música. Influenciado por ese ambiente, antes de cumplir los seis años de edad tocaba de oído muchas de las piezas que escuchaba. A los ocho hizo su primera presentación en público y a los doce debutó en un concierto.
En su ciudad natal estudió música, cursó el bachillerato y compuso algunas obras. Luego vino a La Habana con la idea de buscar unas piezas que necesitaba dominar para ingresar en el Conservatorio Real de Bélgica. Pero un hecho casual cambio esa determinación: una amiga lo invitó a un concierto sinfónico en el teatro Auditórium.
Ahí conoció a Amadeo Roldán, director de la Orquesta Filarmónica y del Conservatorio Provincial de Música de La Habana; y, sin pensarlo mucho, hizo el examen de ingreso a esa escuela. Tres meses después estaba sentado en un pupitre con el connotado «señor de la varita mágica» delante de él enseñándole música.
A una velocidad asombrosa comenzó a desarrollar su producción musical, a punto de ser considerado, tempranamente, por el escritor y musicólogo cubano Alejo Carpentier, como uno de los creadores «más sólidos y conscientes que haya producido la música cubana contemporánea».
Harold Gramatges no pretendió seducir sino convencer. Su oficio, señala Carpentier en el libro La música en Cuba (1946), «es de una aplastante seguridad. Y siempre sabe hasta donde quiere llegar (...) sin embargo, a veces nos atemoriza un poco hallar tanta precisión y limpieza de factura en un artista tan joven».
En 1942 viajó a Estados Unidos donde completó su formación con los maestros Aaron Copland y Serge Koussevitzky. Pero no se dejó seducir por la moderna escuela neoyorkina, y a su regreso, fundó y dirigió la orquesta del Conservatorio Municipal de La Habana, y se vinculó al Grupo de Renovación Musical, bajo la batuta del eminente José Ardévol.
Devenido intelectual orgánico, Gramatges pudo ser un compositor más prolífico, pero optó por ocuparse también de otras tareas igual de importantes. Presidió desde su fundación la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, que agrupó a los más talentosos artistas de entonces. Creó, luego del triunfo de la Revolución, el Departamento de Música de la Casa de las Américas y trabajó en la reforma y desarrollo de la enseñanza de la especialidad en Cuba.
Fue embajador en Francia, funcionario del Ministerio de Cultura y hasta hace muy poco, presidente de la Asociación de Músicos de la UNEAC. Todo ello sin dejar de escribir e impartir clases en el Instituto Superior de Arte(ISA).
La extensa y significativa obra de este pianista, pedagogo y compositor de excelencia, incluye temas para disímiles formatos vocales e instrumentales, que nos remiten a nuestras raíces y abarcan la música sinfónica, de cámara, coral, y también para piano, guitarra, teatro, ballet y cine.
Todo lo suyo era musical. Le seducían las buenas pinturas cubanas, sobre todo aquellas bien iluminadas, que «de tan siquiera contemplarlas parece que suenan». Por idéntica virtud, las delicadas copas de baccarat le sugerían notas musicales, y solía permanecer extasiado, delirando con el aspaviento que provocan los pajaritos del parque en desacato al murmullo de los laureles centenarios. Y es que no podía ser de otra manera. «La música es amor, éter, aire, más allá de lo que significa. Sin ella no se puede vivir (...) Está escrita para que suene. Es el misterio que se escucha».
Al encuentro de Manila, su musa silenciosa que emprendió el viaje antes que él, se fue ayer en la mañana Harold Gramatges. Estremecidos ante la noticia, discípulos y colegas suyos interpretaron para él música de cámara, durante toda la noche y madrugada en el Amadeo Roldán. Justo ahí, en el teatro que cambió el rumbo de su vida, fueron expuestas las cenizas del maestro, cuyo cortejo fúnebre partirá hoy a las once de la mañana hacia el cementerio de Colón. ¿Dónde estaban los ángeles que sostenían su cuerpo?