Ivette Cepeda en el magnífico concierto de Bellas Artes. Foto: Abel Machado Desde siempre Cuba ha contado con voces privilegiadas en la música de todo tipo, incluyendo la popular; en especial las cantantes no han faltado, mas por lo general ha habido un talón de Aquiles: el repertorio. Se ha echado en falta ese oficio tan necesario tras las carreras de muchas de nuestras notables cancioneras, lo cual ha dado como consecuencia timbres apreciables en función de canciones de dudosa calidad o, cuando menos, una lamentable irregularidad en los resultados.
Ello está vinculado, por supuesto, al gusto del artista, pero ese oportuno asesor (donde nuestro Luis Carbonell, por citar un solo ejemplo, hizo escuela) tiene mucho que ver con un rubro inseparable de la proyección general del artista.
Ignoro si Ivette Cepeda tiene o no repertorista, o si su buen gusto para elegir lo que canta (todo indica) es suficiente, pero lo cierto es que tiene esta importante batalla librada. La joven, ya asomada en peñas y centros nocturnos, debutó a nivel de concierto hace unos días en la sala-teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, sitio que ha ganado un prestigio al ofrecer programas de indiscutible calidad.
Con dirección general de Léster Hamlet, musical de Rafael Guedes y producción de Ileana Ríos, el recital (titulado Estaciones) reveló de entrada dos aspectos que ya habíamos comprobado en eventuales contactos con la intérprete: su valía como tal y su irreprochable repertorio; en ese segundo rubro solo un par de piezas no estuvieron a la altura del resto, pero tampoco hay que exigir que el ciento por ciento del programa sea haute culture (bien se sabe que hay compromisos ineludibles, concesiones impostergables, etc., en toda gestión estética); ahora bien: no cabe duda de que Cepeda apuesta por una propuesta superlativa, generalmente dentro de la línea de la «nueva canción», y aunque este concierto se circunscribió a lo cubano (acierto a tener en cuenta para una primera vez) también le he escuchado análoga «militancia» en lo foráneo.
Respecto a lo propiamente vocal, Ivette es dueña de una cálida y hermosa cuerda de contralto, rica en matices y modulaciones que le permiten enriquecer los más diversos estilos, porque aquí entramos en otro mérito: sus versiones, aún de obras muy cantadas, tienen un cuño; su presencia escénica, por otro lado, es muy serena y armónica (vestuario elegante y sencillo, hablar pausado, amplia sonrisa...); en conjunto recuerda algo a la carioca Elis Regina, y no se me ocurre elogio mayor teniendo en cuenta que la malograda cantora fue lo más grande que nos dio ese cuasi continente donde las excelentes intérpretes, sobre todo, hacen ola.
El concierto representó, entonces, algo más de una hora en contacto con lo mejor de la canción local, vocalizada por una madura y rigurosa intérprete, asistida por un conjunto sinfónico de elevado nivel (y donde, a más de individualidades figuraban el cuarteto de Trompas, Solistas de La Habana, músicos del grupo Mayohuacán, entre otros) y en un cuidado marco escenográfico que combinó a la perfección escenografía y vestuario (con predominio del color negro).
Individualizando un poco, constituyó un notable despegue El primer día (Vicente Feliú), pieza de lirismo inusitado al que ella agregó todo su potencial, la cual entabló una magia y una empatía que se mantuvo casi todo el tiempo, por ejemplo, con la difícil y preciosa El sol no da de beber (Silvio Rodríguez) o la, no por menos conocida, hermosísima A mi lado (Pablo Milanés); ese clásico de Marta Valdés que es Sin ir más lejos o el contagiosos Verano (Benito de la Fuente) que permitió el lucimiento de los arreglistas al extraerle toda la polirritmia caribeña, algo que los instrumentistas entendieron a la perfección, como ocurrió también con la lectura «guajira» de Mariposa (Pedro Luis Ferrer), ese otro clásico.
Menos feliz fue, sin embargo, explayar en un samba el corpus de una obra intimista como Ay, del amor (Mike Porcel). Tampoco fue muy acertado acentuar demasiado la percusión de la no menos lírica Ausencias (Liuba María Hevia), pero cuando se pasa cuenta el gran resultado es harto gratificante, sobre todo al evocar otros momentos no menos elevados: el crescendo orquestal en Para cuando me vaya (Amaury Pérez), o la fuerza interior, las gradaciones colorísticas en dos señoras piezas como Presencia simplemente (Ramiro Gutiérrez) o Tú eres la música que tengo que cantar (Tony Pinelli), que constituyó el finale con tutti.
O bueno, lo que estaba planificado como cierre, porque a ello voy a la hora de las (pequeñas) reservas: no se debe dejar nada a la improvisación, para que no ocurra el desfase que mostró el encore Regrésamelo todo (Raúl Torres) entre grupo y solista; un absoluto desentono que obligó a parar más de una vez sin que hubiera un acople hasta terminar el número; los intérpretes en el mundo entero ensayan hasta estas canciones que se guardan en la cartera por si el público reclama «otra(s)», tal, y como es de imaginar, ocurrió.
Por otra parte, Ivette que para nada se expresa mal, debe, no obstante, regirse por un guión: no hay que aludir a todas y cada una de las canciones, mucho menos como preferidas o maravillosas porque se supone que por algo están en repertorio, o, al referirse a alguna de ellas, incurrir en frases sin sentido del tipo: «recibió en su momento todos los premios menos el olvido».
Sé que son detalles que en definitiva no empañan la estatura y espesor de un concierto tremendo, de los mejores de la temporada, pero que deben tenerse en cuenta a la procura de la anhelada perfección. E Ivette Cepeda si continúa trabajando con equipo tan profesional y talentoso, está a milímetros de ella.